100.  Matar

La naturaleza violenta del Hombre y su conservación cultural.

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          No sabemos a ciencia cierta en qué momento el Hombre osó proclamarse  a sí mismo como el ser más perfecto del mundo. Si bien podía haber tenido una tímida sospecha, en cierto punto ésta fue confirmada por la declaración categórica de haber sido creado “a imagen y semejanza” de un ser superior. Ese podría haber sido el comienzo de su inexplicable sentimiento de superioridad y de su concomitante desprecio hacia el resto del contenido del planeta (y del Universo), el cual debido a esto se habría merecido el hecho de poder ser destruido debido a su “inferioridad”.

          Pero es mentira que el Hombre sea un ser superior. La fábula del hombre surgido como un clon de un original infinitamente mejor que todo lo conocible, solo sirvió para confundir a muchos, antes que para favorecerlos. Porque tomando a pie juntillas dicha afirmación, gran parte de los individuos perdió de vista su flagrante imperfección y la necesidad de tener que trabajar cada día y sin pausa para superarse como persona. Lo más curioso es que a partir de esa suposición de magnificencia, el Hombre se arrogó la potestad de aniquilar a todo aquel otro ser vivo que “molestara” en su camino. Inició de este modo una ruta  de destrucción, abarcando desde los más miserables insectos hasta otros hombres, e inclusive fue llevado a soñar con proyectar dicha destrucción sobre seres aún no conocidos, como los supuestos seres extraterrestres.

          Desde tiempos remotos, el Hombre ha sido —y sigue siéndolo—, el principal depredador del planeta (y un potencial depredador del Universo). Supera ampliamente el comportamiento sanguinario de otros animales, que únicamente matan a otro ser vivo para defenderse o para conseguir alimento. Ha llegado incluso a interpretar dicho comportamiento animal mediante una distorsionada versión de “maldad”, como una manifestación de incultura,  o una “incapacidad racional” de éstos para frenar su instinto asesino.

          Cuando allá por el año cero, un grupo de hombres elaboró el código de comportamiento conocido como “Los Diez Mandamientos”, seguramente no fue con intención populista. Si bien pudiera haberse transformado más tarde en parte de la propaganda proselitista de uno de los programas político-religiosos más trascendentes de la Historia, en un comienzo posiblemente haya sido una respuesta a las condiciones antiéticas y amorales en que vivía en aquel entonces la población. A pesar de esto su contenido, que hoy podemos observar sin embargo como anacrónico en algunos pasajes, debería haberse seguido promocionando exhaustivamente hasta el Presente. En especial el mandato: “No Matarás”.

          Es asombroso observar que el hombre actual, creado y mantenido por nuestra cultura, es el único animal que mata por placer. El hombre de nuestro tiempo, no solo parecería no haber podido desligarse de la atávica imagen del guerrero prehistórico, sino que su tendencia a creerse propietario del mundo ha aumentado de manera exponencial en todos estos años, convirtiéndolo en el ser vivo más temible. Vale decir que, durante el trayecto que lo ha llevado desde la Prehistoria hasta el siglo XXI, al homo sapiens parecería no habérsele movido más que solo uno o dos pelos.

          Para la mayor parte de la gente es entendible que se sacrifique  animales para elaborar su alimento (a los que se caza, se pesca o se cultiva en granjas especializadas). Pero no tiene explicación (ni racional, ni humana) que se aniquilen porque sí poblaciones de seres vivos que serían inútiles o poco factibles para este propósito  (como por ejemplo, rinocerontes, jirafas, o inclusive personas). Del mismo modo, es inentendible que algunos individuos se “diviertan” ensayando el tiro el blanco sobre animales indefensos de las selvas, el aire, los mares… o ¡las ciudades! Es decir, no es comprensible que el ser humano haya  confundido a tal punto su ventajosa propiedad fisiológica de ser omnívoro, con la insensata creencia de ser omnipotente.

          Aún en el actual siglo XXI, muchas prácticas incivilizadas son lamentablemente aclamadas como si fuesen trascendentes logros culturales. Y se justifican con argumentos popularmente convincentes, como por ejemplo la carrera armamentista que sería necesaria para defenderse de los enemigos (…o para invadir territorios ajenos), las populares corridas de toros o los safaris que serían imprescindibles para mantener el turismo, y tantas otras. Y todas ellas están tan fuertemente incorporadas a la idiosincrasia de quienes las llevan a cabo, que nadie parece querer darse cuenta de su malignidad.

          Desde aquellos tiempos ancestrales en que los hombres mataban a otros hombres para asegurar su propia supervivencia, la Humanidad parecería no haber escarmentado lo suficiente para evolucionar. Al revés, parecería haber involucionado, al mantener (y en algunos casos enaltecer) dichas prácticas. Hoy, millones de años después, la naturaleza sanguinaria de los hombres revela ser lo único que la Cultura no es capaz de reformular. Haber matado en la Antigüedad parece no acarrear el peso necesario de remordimiento para evitar volver a matar.

          La guerra es la forma utilizada por los hombres como instrumento para  marcar poderío. Ya sea en la escala macro o en una micro escala doméstica, la conquista por la fuerza, la dominación y la agresión como vías de “entendimiento” son procedimientos que parecerían haberse encriptado conceptualmente en nuestras mentes como algo “natural”, y por lo tanto no se ve la necesidad de que sean erradicados. Esta “cultura de la muerte”, de la violencia y el combate como formas casi genéticas de comunicación, se renueva y se actualiza automáticamente sin cesar, en cada época histórica.

          Pero parecería no alcanzar con la realización de las guerras reales, sino que cada momento cultural parece reforzar con hábitos diversos, este hito macabro. Como por ejemplo, a través de nimiedades como el juego del ajedrez o en el “truco”, donde en lugar de poner en práctica formas solidarias de comportamiento, cada jugador “mata” las piezas (comenzando por las más insignificantes y culminando con las más trascendentales) para salir airoso del torneo. O por medio del uso de dispositivos ultramodernos, como la visualización de películas bélicas o la práctica de videojuegos, cuyo entretenimiento consiste en un sádico entrenamiento de  procedimientos homicidas.

          La cultura comercial del “use y tire” también se ocupa de inculcar el desprecio y la aniquilación de los objetos como el camino preferente para triunfar en la vida. Y esto a ultranza convierte a las relaciones humanas en sórdidas estrategias de contacto, que sitúan al interlocutor no como un congénere a ser apreciado, sino como un objeto obsolescente. Es decir, por medio de esos usos se inculca el desprecio hacia aquellos mecanismos de diálogo concertador (como la negociación, la escucha paciente y la consecuente devolución sensata, la presentación honesta de motivos, o la creación de salidas u oportunidades), y sólo se ensalza la destrucción de aquello que se nos opone, como la única opción factible y verdadera. El lucro se convierte así en el factor predominante del pensamiento. Es decir, solo “vale” la explotación y la eliminación del otro.

          En la actualidad, son muy variados los episodios “culturales” que conjugan el verbo matar. Aforismos como “matar al mensajero” o “matar el tiempo” nos acompañan inocentemente todo el tiempo. Pero los episodios más funestos provienen de las actuaciones de la delincuencia. Ya sea la delincuencia callejera o la de salón, a ninguna de ellas le importa sacrificar vidas humanas (física o emocionalmente) si con ello se obtiene una ganancia (principalmente de dinero).   

          Aniquilar a un ser humano puede resultar un trámite  sencillo. Más cuando éste no vale nada. La pérdida de valor de la vida humana es el resultado de la valoración positiva de propósitos inhumanos, como la acumulación de objetos materiales, la búsqueda demente de purga racial o de poder, o la insana lucha por el logro de prestigio público. La delincuencia es el irrespeto a la alteridad. Por lo tanto, mientras los individuos no recobren la sensatez de pensar en los demás como en sí mismos y respetar sus derechos, la muerte continuará siendo el valor supremo que los oriente.

          Otro de estos episodios lo constituyen conjuntamente el hábito de consumo de artículos nocivos y la práctica de comportamientos limítrofes. Se tolera culturalmente el consumo de productos mortíferos (como el cigarro, el alcohol, las drogas, el agua contaminada por el vertido de desechos tóxicos y por los ensayos nucleares, o el aire intoxicado por una polución insostenible), justificándolos por “la costumbre”. E irracionalmente parecería a veces ser ese el argumento suficiente para convencer a los usuarios. Es decir, en estos momentos el “costo” de la vida humana podría traducirse tristemente en el precio de una botella de whisky, un revólver, o una dosis de cocaína. Y lo paradójico es que se aliente irresponsablemente el consumo de esos productos que matan a sus usuarios, los cuales literalmente lo pagan con su propia vida. 

          También se justifica el ejercicio de prácticas letales mediante el argumento de un mandato superior (como la veneración  indiscriminada e incontrolada de las armas destructivas, las agresiones “rituales”  hacia el cuerpo de niñas y mujeres, o las perversiones cometidas por hombres que se consideran fantasiosamente “machos alfa”). Es decir, la ficción de estar atados a una voluntad suprema demandante (que generalmente emite su mandato “mirando su propio ombligo”, sin tener en cuenta a quienes perjudica con su permisión de actos aberrantes) parecería constituirse la mayoría de las veces en el freno imposible de accionar. Las creencias no responden a la racionalidad. E incongruentemente la fe, en lugar de purificar el espíritu es muchas veces esa  excusa perversa, esa coartada “institucional” absurda que no sirve para alivianar el sufrimiento de las víctimas sino para obligarlas a permitir, indefensas la destrucción de sus vidas.

              Pero también se mata[1] con el desprecio, con la indiferencia, con la falta de contención. Se matan las ilusiones, los sueños y las iniciativas. Las leyes que  permiten colateralmente la injusticia, ya sea por su promulgación absurda o por la falta de ella, las que por desidia política traicionan a los ciudadanos abandonándolos a su suerte, o las que por intereses económicos permiten favorecer a algunos sin medir el hundimiento de los demás, antes que conservar la vida de las personas, provocan indefectiblemente su muerte emocional o física.

          Las ideas a veces pesan demasiado, convirtiéndose en un lastre más que en vehículos de volatilidad. Es lo que sucede cuando no permiten abrir la mente a nuevos enfoques. Las creencias “tradicionales” se arraigan demasiado fuerte por efecto de la costumbre, y por eso son difíciles de modificar (o de erradicar). Lleva años o siglos hacerlo. Es el caso, por ejemplo de los conceptos de “hombre «macho»” y de “mujer sumisa”. El peso de su anclaje no les permite mudar. Pero la inercia de un pensamiento que permanece atado a ideas estereotipadas hace justamente eso: que el pensamiento quede inerte. Y lo más trascendente de esto es que “mata” la libertad de sentirse humanos, de sus víctimas.

           Sin duda, el Hombre es un ser privilegiado por su capacidad de  raciocinio. Pero su soberbia como tal le ha impedido a lo largo de los tiempos convertirse humildemente en tan solo otro ser vivo. Todo individuo está condenado a morir, porque esa es la Ley de la Biología.  Pero permanecer en vida sumido en una narcolepsia crónica que le impide abrir los ojos y analizar con sentido crítico y común (pero sobre todo con sentido humano) los hechos que lo sojuzgan, lo condena a  no vivir durante toda su vida.

         Los polizones no se hacen capitanes al dejarse caer  irremediablemente en el mar. Lo hacen trabajando duro sin abandonar la nave, a veces remando contracorriente y manteniendo con fuerza el timón hasta alcanzar tierra firme. Nuestro mundo cultural no debería ser un soberbio galimatías en el que la gente se zambulle y se ahoga sin poder reaccionar, por no entender nada. Debe ser un espacio vital, en el que la vida humana prime por encima de todo.

 

Nora Sisto

12 de Marzo, 2019.

 

[1] Y no es necesario acotarlo entre comillas, ya que se mata verdaderamente, acabando por completo con la vida de quienes lo sufren.