101.  Terror en la Aldea

El terrorismo individual, que afecta principalmente a niños y adolescentes.

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          La literatura clásica infantil está plagada de historias de maltrato. Basta con pensar por ejemplo en el caso de Cenicienta, cuya malvada madrastra la somete a trabajos forzados, o en el de Blanca Nieves, cuya respectiva villana, bruja horrorosa, envidiosa de su juventud y su belleza intenta asesinarla con veneno, o en el de Rapunzel, cuya madre impostora alimenta su vida gracias a la magia de su larguísimo cabello, y en el de Hansel y Gretel, dos pobres niños que esperan cautivos en una jaula a que su captora disponga de ellos como se le antoje.  Esas y tantas fábulas más, ilustran las desgracias de individuos vulnerables que son engañados y retenidos por adultos que no reparan en utilizarlos. Lamentablemente estas situaciones ficticias existen también en la cruda realidad, y atormentan —más veces de las que podríamos suponer— la vida cotidiana de miles de niños y adolescentes que no encuentran la luz de una salida para poder huir de ellas.

          Es así que chicos (¡de todas las edades imaginables!) son sometidos (con más frecuencia de la que suponemos) a un trato violento, ya sea por abuso físico, psicológico o verbal, y lo que es peor, sin que tengan la posibilidad de escapar a la trampa de terror que los retiene cautivos. Afortunadamente algunos  son empoderados por la propaganda que los anima a denunciar su caso, o por personas cercanas a ellos que con su empatía los contienen en el proceso de apertura. Pero por desgracia muchos otros sucumben a su impotencia, facilitando de ese modo el paso libre al maltrato que los domina y también a la impunidad de su agresor, dándose irremediablemente por vencidos, acorralados en un  círculo de violencia y desesperación sin salida que frecuentemente los comprime hasta acabar con su vida.

          Podría confeccionarse un catálogo profuso de abusadores, de todo tipo y calaña. En general, todos presentan características (o perfiles psicológicos) distintos entre sí, y su público objetivo difiere en cada caso, principalmente en cuanto a oportunidad, tipo de víctima, o persistencia de la agresión en el tiempo. Aunque no existen unos menos repudiables que otros. Los que primero aparecen en ese repertorio siniestro son los agresores sexuales. Estos se  encuentran generalmente ocultos en posiciones estratégicas, mimetizados con el resto de las personas en aquellos lugares donde hay individuos vulnerables disponibles, de los que se pueda abusar. Puede ser en escuelas primarias o secundarias, academias de música, instituciones deportivas, redes sociales físicas o mediáticas, a la vuelta de la esquina, pero fundamental y pasmosamente dentro de la propia casa en la que se habita.

          Muchas veces es bastante difícil captar la situación de abuso, ya sea porque el perpetrador la oculta demasiado bien, disimulando su accionar,  engañando arteramente a todos quienes lo conocen, o bien porque los involucrados se mueven en contextos sociales en los cuales la desidia y la falta de interés de todos propicia convenientemente la “ocultación a la vista” de cualquier acto aberrante. Por su parte, la debilidad o la falta de organismos centrales (ya sea estatales o privados) debidamente formalizados y capacitados para prestar una ayuda eficaz a las víctimas, hace que éstas al momento de decidirse a hacer la denuncia no encuentren un eco realmente operativo, es decir no puedan acceder de inmediato a aquellos recursos humanos o económicos capaces de darles una solución paliativa, o no se les facilite con celeridad el andamiento legal pertinente, por lo cual son “obligadas” por las circunstancias a silenciar su voz replegándose en una aceptación resignada de su situación miserable.  

          El abuso sexual es el peor de todos los escenarios violentos. Porque combina simultáneamente dos componentes potencialmente letales: la vulneración de la integridad personal y el sometimiento al poder del agresor. Por este motivo su trascendencia física y psicológica es brutal, y su predominancia es de las mayores en la vida residual de la víctima. Ya se trate de niñas o de varones, el daño producido tanto en el aspecto físico como en el emocional es muy difícil de enmendar con actuaciones terapéuticas o acompañamientos posteriores. Por ese motivo es de vital importancia su detección, y su abrupta  detención a tiempo. Desgraciadamente la sordidez no tiene límites, por lo cual nunca será posible abarcar todos los prototipos posibles de una tipología deplorable con la que nos podemos topar en cualquier momento, pero por lo menos a nivel doméstico parece útil tener en cuenta las situaciones más corrientes.

          Voy a comenzar con el ejemplo que me parece más siniestro, por su accionar  pero más aún por su frecuencia y por los escenarios comunes en que se mueve. Se trata del abusador “rastrero”. Este tipo abarca a  aquel individuo que se supone y se ve como alguien respetable, pero que fuera de la vista o del control del público actúa violentamente. Puede ser un integrante de la familia, un amigo de los padres,  un vecino o un maestro al cual respetan quienes suponen conocerlo, y del cual sería improbable levantar sospechas.  Es alguien a quien se confía ciegamente (o sea, sin mirar demasiado) a los propios hijos durante largas horas del día. Y puede ser tanto un hombre como una mujer (aunque las estadísticas indican que es más común que se trate de un hombre). Cuenta con el escenario privado (una habitación de la propia casa, un lugar recóndito del colegio o hasta el recinto de un automóvil) donde llevar a cabo sus agresiones. Dada la conjunción de estos dos factores (fiabilidad y facilidad), su agresión puede ser mantenida en el tiempo sin que nadie (excepto la propia víctima) llegue a darse cuenta. Desarrolla con su víctima una suerte de complicidad tácita, porque la convence (sutilmente o por amenazas explícitas) de que debe mantener el secreto. Sus víctimas son en general niños pequeños, con poco poder de rechazo y con ideas confusas debido a su corta edad, por lo que cuenta con la duda de éstos con respecto a la vivencia a la que son sometidos. Además, la marcada asimetría del victimario respecto a su víctima acentúa la imposibilidad de ésta última de reaccionar defensivamente.

          Este tipo criminal es de los más peligrosos, ya que debido a su “prestigio” o su “credibilidad” como integrante “respetable” del grupo social en que se mueve, se tiende a no creer en las denuncias en su contra. Como si fuera poco, un cierto narcisismo del agresor se suma muchas veces a su actuación espeluznante, engrandeciendo aún más su figura frente a su víctima, pronunciando así su superioridad en desmedro de cualquiera  que pudiera señalarlo. Si bien en un ámbito familiar patriarcal de siglos atrás podía ser  común (y admitido) que el patriarca se arrogara (con la anuencia de quienes le temían) el “derecho” de someter sexualmente a cualquier integrante de su familia (y de su staff de servidores), en el mundo actual esas prácticas no pueden de ninguna manera ser toleradas.

          Pero ¿cuál podría ser la fórmula para evitar o detener estos casos terroríficos? Seguramente el control de niños y niñas, interrogándolos sutilmente y prestando atención a los síntomas de hostilidad o depresión, teniendo en cuenta que una excesiva presión en el método de pesquisa solo hará que la víctima pase a sospechar que es ella la culpable de lo que le ha pasado, por lo cual podría bloquearse la vía de encare. También es importante atender (y respetar) la palabra de niños y adolescentes, y sobre todo interpretar mensajes cifrados, es decir ocultos en acciones en las que éstos pueden camuflar aquello que no pueden decir directamente. Pero parece más útil enfocar la atención hacia los posibles victimarios, sin minimizar u obviar aquellos signos que puedan llevarnos a sospechar de ellos. A veces los mismos adultos temen preguntar a sus niños porque no sabrían cómo manejar su propia reacción ante sus relatos. Sin embargo, una posición madura y empática de aquellos adultos responsables, posicionándose como observadores atentos, es la mejor ayuda para los niños victimizados. Tampoco se puede vivir con paranoia.

          Otro de los tipos indeseables es el “déspota”. Se trata de aquel individuo  autoritario, que pretende “educar” por la fuerza. Castiga sin piedad replicando la actitud de padres, maestros o figuras religiosas de otra época, cuya estrategia “pedagógica” consistía en que “la letra, con sangre entra”. Son personajes que en general no se ocultan pero se les teme, por lo cual tampoco se los denuncia. Y las denuncias en su contra muchas veces son desestimadas porque son recibidas dentro del mismo ámbito donde éste se desempeña, es decir por colegas o superiores que comparten sus mismos criterios. Puede ser el caso por ejemplo de un entrenador deportivo o un agente de modelos que exige físicamente de manera desmedida a los chicos a los que pretende poner “en forma” sometiéndolos a dietas ridículas, a exigencias sobrehumanas o al consumo irresponsable de energizantes. También el de aquellos progenitores que utilizan a sus propios hijos para que les provean el sustento que en su lugar ellos mismos deberían conseguir, o de aquellos que los mantienen esclavizados en tareas domésticas o seudo-laborales sin permitirles la asistencia regular a los  centros educativos. Su estrategia de dominación consiste generalmente en la amenaza de una  supresión de privilegios (ya sea dejar sin casa y comida, o retirar su apoyo institucional)  a aquellos que rechacen sus métodos. Eso les sirve para mantener inmovilizados convenientemente a sus dominados (los cuales dependen de alguna manera de ellos, ya sea por ser menores de edad o individuos desamparados) y evitar así que fuguen de su égida. 

          La sumisión sexual es un recurso utilizado por los dominadores como una forma de castigo. Por eso en estos casos puede ser viable el abuso sexual ocasional de las personas dominadas (aunque no sea la intención principal o primaria). La prevención consiste en seguir muy de cerca el desempeño de estos personajes que administran alguna actividad de niños o adolescentes. Y animar a los chicos a que defiendan su propio cuerpo y sus hábitos saludables enseñándoles a administrar eficazmente un NO, el que además pueda estar respaldado sólidamente por personas e instituciones. Pero lamentablemente, algunas veces los mismos damnificados se abstienen de denunciar las situaciones de abuso que padecen, para no perder las supuestas oportunidades (ya sea ganar una medalla, una buena suma de dinero o el privilegio de ser el “preferido”) que creen que esas actividades (a las que no son capaces de calificar como malsanas) les aseguran.

          El “oportunista” es el que vive de la oportunidad. Y no hay mejor oportunidad para un abusador oportunista que la que le brindan los que se acercan espontáneamente a él. Se trata en general de un individuo que por sus características fisonómicas o de carácter atrae el interés de personas que lo idolatran o lo envidian (como podría serlo por ejemplo un artista de Hollywood). Su apariencia seductora es utilizada por él (o ella) como instrumento para atraer. Y esto en cierto aspecto es genuino, porque forma parte de sus “instrumentos de trabajo”, ya que justamente es su capacidad de atraer la que es utilizada puntualmente por él o por la empresa a la que representa, para vender alguna cosa. Pero su “profesionalismo” es fácil de desvirtuar. Ocurre en aquellos casos en que utiliza su popularidad para sumar conquistas personales.

          Por su perfil ególatra, este tipo de abusador no tiene objeciones en aceptar el coqueteo de chicas o chicos muy jóvenes (sin reparar en que se trate o no de menores de edad). Se conocen sus andanzas pero igualmente se le toleran (y muchas veces hasta se le aplauden), así como algunos comportamientos poco éticos que sin embargo son considerados por sus seguidores como excentricidades típicas de su “métier”. Es el caso de ciertos artistas, músicos o actores con extrema visibilidad y admirados por el gran público, e incluso el de algún que otro ejecutivo con carisma (y alto cargo) de empresas importantes. La curiosa trascendencia del abuso en el caso de los integrantes de esta tipología está en que es  recíproco. Es decir, el abusador a veces también es abusado. Esto se debe a que generalmente su fanfarronería no les permite repeler convenientemente los avances seductores de quienes  encuentran en su actitud de vanidad una vía libre para conquistarlos intencionalmente (generalmente con un propósito oculto, ya sea de cumplir un desafío, o porque considerarlos un posible trampolín que puede beneficiarlos), y entonces caen infantilmente como moscas en sus trampas. No es infrecuente, por ejemplo el caso de las “botineras” que se arriman a famosos futbolistas, o el de las “fans” que se cuelan en el camerino de algún actor o cantante exitoso para lograr una situación “embarazosa” que pueda redituarles a la larga una renta de por vida. 

          Pero ¿se pueden controlar estos casos? Siempre ha sido común que las chicas se “enamoren” de su profesor, o que los jovencitos sueñen con impresionar “como hombres” a su profesora atractiva. Pero estos episodios, normales en el desarrollo y por lo tanto sencillos de entender, pueden ser a la vez complicados de encarar cuando se desnaturalizan transformándose en casos flagrantes de abuso. Porque es dificultoso contener a una chica que se siente atraída por alguien mayor (además, en su momento de mayor ebullición hormonal) y que está dispuesta a darle todo lo que éste le pida, así como prácticamente imposible frenar a un chico que esté dispuesto a demostrar a como dé lugar que es un hombre hecho y derecho a pesar de su inmadurez física y psicológica. Y por otro lado, a veces creemos que es una utopía esperar que ciertos hombres y mujeres adultos  tengan la suficiente madurez como para no rendirse al tentador ofrecimiento de un partenaire sexual mucho más joven.

          La debilidad en el autocontrol es un factor de riesgo muy importante. Más que nada porque actualmente la capacidad de abstenerse no está siendo debidamente cultivada. Y es una lástima, porque es justamente lo que puede poner freno a muchos casos delictivos. Tengamos en cuenta que, además de la “cultura de la apropiación” que es difundida exhaustivamente por el consumismo, conspira también en contra la creencia popular de que el hombre para “ser hombre” no debe rechazar los ofrecimientos sexuales que recibe, ya que eso podría ser un signo de poca virilidad, y que una mujer para “ser mujer” debe conquistar a todo quien se cruce por su camino. Es decir, mientras este tipo de  ideología se siga manteniendo será difícil cambiar aquellas costumbres que favorecen las posibles situaciones de abuso. Para los educadores debería ser esencial enseñar autoestima y autoconocimiento. Por ejemplo, explicar en el momento adecuado a los posibles involucrados que, si bien para una jovencita es natural que prime atávicamente la ilusión del amor y el matrimonio, esto debe ser construido con madurez y no con “cholulismo” o con apresuramiento, o que la fantasía de redimir con amor a un individuo de “mala vida” puede ser un argumento para una película romántica, pero es escasamente probable en la vida real, o que si bien la idea de competición constituye una motivación esencial para un varón adolescente, no se puede concebir la conquista de una persona como trofeo, ni hacer del triunfo algo más importante que el cuidado de sí mismo.  Porque más tarde puede ser tarde.

          El “friki” es otro personaje a tener en cuenta como posible abusador. Es el raro, el individuo que por su forma atípica de vida social (hippie, solitario, con hábitos fuera de lo común, o que lleva una vida licenciosa) deja dudas de su confiabilidad como ciudadano (aunque dichas dudas no ameriten por sí solas a que sea señalado o temido como un posible  agresor). Es decir, una forma desprolija de vida no es necesariamente un indicativo de violencia. Sin embargo, el abuso de menores puede darse en estos casos aún en forma colateral, aunque sea inintencionada. Esto es, por ejemplo cuando con su modelo induce a jovencitos inexpertos a replicar su propia vida bohemia, a tener los mismos hábitos de pereza, falta de higiene, haraganería, apatía, abandono o promiscuidad, en síntesis a ser incivilizados como si se tratase de una virtud inofensiva.

          Los implicados en este tipo de posible daño son principalmente adolescentes con poca formación civil, es decir con escaso desarrollo de su sentido común y de un criterio sólido acerca de la convivencia positiva, por lo que aceptan fácilmente formas de vida que pueden considerar idealmente como superiores. En estos casos la intervención adulta no puede ser un rechazo directo a estos personajes que de algún modo son admirados por sus chicos (por considerarlos sobrevivientes o dueños de una gran entereza, de acuerdo a los cánones que les son trasmitidos por las películas bélicas o de aventuras), sino un acompañamiento intensivo de éstos mostrando fallas reales y concretas ante cada instancia de dicha concepción de vida (como por ejemplo qué harían ante una emergencia médica, cómo resolverían la seguridad de sus pertenencias, o cómo manejarían el hecho de no poder comprarse un nuevo par de zapatillas), hasta que en el mejor de los casos ellos mismos puedan reflexionar maduramente.

          En estos tiempos de gran difusión de la  Internet y las redes sociales, surge el personaje del “plagiador”.  Es el que se hace pasar por otra persona. Usurpa una identidad adolescente para hacerse pasar por tal, y así atraer la confianza de adolescentes verdaderos. De este modo recolecta incautos que caen en sus verdaderas redes, a los que hace comprometerse por medio de comportamientos de riesgo como el envío de fotos audaces o confesiones íntimas, las cuales son empleadas como objetos de chantaje para lograr sus propósitos. Lamentablemente la difusión de pornografía por Internet se multiplica día a día a ritmo vertiginoso. Y cada uno de nosotros debería tomar consciencia de en qué medida colabora para que esto se siga o no incrementando. No nos olvidemos, por ejemplo del tono subido de las fotos que habitualmente son publicadas en Facebook, Instagram o cualquier otro espacio similar, donde no solamente mujeres u hombres adultos se muestran (a un público que no conocen) en poses y vestimentas provocativas, sino sorprendentemente además niñas y niños, que complementan dichas imágenes con datos personales (como domicilio, escuela, lugares habituales o número telefónico) constituyéndose así en blanco fácil de quienes quieran localizarlos. 

          La impunidad que brinda el anonimato de las redes sociales en Internet es prácticamente incontrolable. Tanto para padres, cuidadores o incluso autoridades estatales. Y no alcanza con retirar de la habitación de los chicos la computadora o el Smartphone, o prohibirles conectarse dentro de casa, ya que en múltiples otros lugares tienen a disposición terminales desde donde volver a comunicarse. La forma que parece más efectiva para evitar que chicos ingenuos puedan caer en redes de pornografía infantil o de trata de personas es mostrarles la estrategia que estos depredadores utilizan para cautivarlos.    

          La palabra clave que manejan con absoluta destreza estos hábiles “estrategas” para convencerlos es “madurez”. Porque a todo adolescente le fascina pensarse como adulto. Entonces, basándose en esto (y en la tendencia que tiene cada adolescente de crearse una fábula personal) les crean hábilmente un contexto ideal (absolutamente ficticio) en el cual el adolescente a ser reclutado es la “figura estelar”, al mismo tiempo que el perpetrador se define a sí mismo como su fan principal, o su héroe. Como en general este tipo de delincuente apunta a adolescentes, su astucia consiste en adularlos, haciéndoles creer que solo él los considera maduros, y los anima a tomar decisiones arriesgadas (o sea, a equivocarse a favor suyo) convenciéndolos de que ya son lo suficientemente “grandes” y por lo tanto saben tomar sus propias decisiones. O si no, apelan a su amor propio desafiándolos férreamente a “ser” maduros, para que éstos reaccionen tratando de demostrarlo (aunque generalmente con decisiones fatales). Y, como complemento favorable a estos depredadores, una vez más nuestra cultura actual facilita con su des-educación la vulnerabilidad de los adolescentes, difundiendo con sus consignas absurdas la idea de que ANTES que ser buen ciudadano, buena madre, buen padre, trabajador responsable, buena persona, o incluso inteligente, es necesario ser sexy.

          El “apócrifo” es un abusador paradójico. Muestra hacia el público una cara que es en general opuesta a lo que éste es en realidad. Predica ejemplos de vida, las cuales en su vida personal transgrede totalmente. Este tipo de  personaje aflora frecuentemente entre los predicadores religiosos (aunque no todos los predicadores lo sean), pero también en las organizaciones civiles, o las agremiaciones laborales, en las cuales algunos de sus dirigentes predican humildad a la ciudadanía, mientras se enriquecen a su costa. Se trata de  personajes corruptos, que no solo se dedican a acumular riquezas materiales, sino que muchas veces también utilizan a sus partidarios como objetos de satisfacción personal. Podría ser el caso, por ejemplo de sectas que convocan individuos (generalmente jóvenes) a quienes sus principales conductores “lavan” el cerebro con la (finalmente única) intención de someterlos físicamente para conservar su poderío. En estos casos, la prevención debería consistir en observar y controlar institucionalmente  —y desde fuera de su radio de influencia— su desempeño.

          Actualmente está muy en boga la denuncia pública por Internet. En muchos casos, esta acción mediática es un recurso altamente efectivo, porque su forma de difusión es contundente y viral, y entonces la corrupción (así como lo es también cualquier chusmerío) resulta fácil  de ventilar. Pero en cambio, a pesar de que su enjuiciamiento por medio de esta “red” virtual sea casi instantáneo (porque cientos, miles o millones de individuos pueden dar su opinión), su condena casi nunca es fácil de lograr, dado la red (en este caso, real) de fuertes vinculaciones que generalmente secunda a los perpetradores. (Tengamos en cuenta, por ejemplo que muchas iglesias, así como las agremiaciones más poderosas, son empresas transnacionales con gran poder   económico y un concomitante respaldo político). Sin lugar a dudas, la complicidad del silencio (que habilita a los agresores en sus desmanes) debe ser suplantada por la denuncia valiente. De todos modos, siempre debe tenerse en cuenta que —al igual que en las antiguas arenas romanas— la arenga pública (que siempre acarrea hordas descontroladas) puede ser efectiva para dar a conocer y difundir el problema, pero no siempre es garantía de arribar a la Justicia.

          Otro de los perfiles criminales es el del “mercader furtivo”. Se trata de un individuo al que no le importa qué pueda suceder a quienes involucra con la mercancía que trafica. Es decir, no le interesa si alguien se funde, se enferma, o se inicia adictivamente (o incluso muere), con tal de asegurar su ganancia. Es el caso de los traficantes de drogas, de órganos o de personas, los cuales paradójicamente matan (con una muerte real o simbólica) a aquellos que consumen los productos con los que comercian, o los destruyen cuando éstos pasan a constituirse en meros objetos con los cuales traficar. La vida humana no tiene para este tipo de delincuentes ningún valor como tal, excepto su cotización en el mercado y la cantidad de dinero que pueda obtenerse gracias a ella, por lo tanto no vacilan en entregar personas a manos inescrupulosas para que dispongan de ellas a su antojo. Es el lamentable caso, por ejemplo de aquellos progenitores que comercian con sus propios hijos vendiéndoselos o alquilándoselos a consumidores sexuales. El tráfico de fármacos adictivos, la esclavitud laboral y sexual son las principales actividades lucrativas y terroríficas de estos mercaderes infames, para los que no cuenta en absoluto el valor de la alteridad ni el daño antropológico que su acción pueda causarle.

          El cerebro humano es muy fuerte, pero también fácilmente vulnerable, como lo han demostrado las técnicas de persuasión aplicadas en las últimas décadas por la propaganda. Esto significa que, aunque la educación intensiva de los ciudadanos siempre es efectiva, puede no ser suficiente. Las acciones anti-civilizatorias que atacan a la ciudadanía en este aspecto constituyen, por su naturaleza violenta y aniquiladora, verdaderas acciones terroristas, por lo cual su prevención, detención y punición conciernen más que nada a las instituciones policial y judicial, que son específicamente las encargadas de controlarlas. La contención familiar, por otro lado no debería  cesar de proveer la fortaleza necesaria a cada uno de sus integrantes, para evitar que aquellas personas debilitadas física o emocionalmente sean tentadas por actores desconocidos a alejarse de sus hogares en busca de mejores oportunidades afectivas, o de virtuales contratos de trabajo, cuyo ofrecimiento cautivador, proveniente muchas veces de fuentes tan ignotas como retorcidas, es generalmente falaz, e invariablemente  utilizado en su contra.

          No debemos pensar que un acto terrorista es solo aquel cuyo sensacionalismo afecta  por su magnitud a un enorme grupo de personas (y que amerita por su poder como concitador atencional salir en los noticieros).  Por el contrario, es también aquel que, aun sin un efectismo escenográfico somete terroríficamente y en la oscuridad a un solo ser  humano. Porque aunque este no se publicite espectacularmente como aquellos otros, igualmente cercena con sus efectos devastadores la vida física y mental de alguien. Un terrorista es un individuo infame, anestesiado de todo tipo de sentimiento de humanidad, que se supone omnipotente para actuar sobre la vida de los otros, y que se satisface (como el psicópata o el sociópata) sembrando el terror, no importa que  sea entre muchos individuos, o sobre uno solo. El terrorismo del abusador es igual o más perverso que el de aquel otro que inscribe sus acciones malignas en  un acto de “fe” por un motivo religioso o político, porque es el acto cruel de alguien que se supone con el derecho de tomar bajo su mando a otro individuo, y usarlo y tirarlo sin considerarlo persona. Se trata de un terrorismo silente, sórdido y despiadado, que socava desde adentro cualquier grupo social, atacando a sus integrantes más débiles y desprotegidos, y aniquilando en consecuencia su vida.

          Las lesiones físicas a veces no dejan marca visible, pero las psicológicas y emocionales dejan heridas muy profundas, con cicatrices casi siempre posibles de ser disimuladas por un “maquillaje defensivo” de la mente, aunque no curadas definitivamente. Por eso todo ser humano merece ser protegido. Y el grupo social al que pertenece tiene, sin excusas la obligación de orquestar las acciones para garantizar su defensa. Y esto se hace fundamentalmente propagando comportamientos de no agresión. Es decir, capacitando por un lado a la población para que pueda hacer frente y defenderse de cualquier ataque violento, y por otro reeducando y reforzando la vigilancia sobre  los manifiestos o posibles agresores, para que elijan no aplicar su violencia sobre personas. Además, extremando los esfuerzos personales e institucionales para hacer posible de manera efectiva que tanto las potenciales víctimas puedan interponer un enfático NO a una inminente agresión, así como para que los factibles victimarios sean capaces de  controlar su comportamiento y abstenerse respetando ese NO interpuesto por éstas. Tanto la agresión gratuita y ocasional,  como la agresión compulsiva fruto del desequilibrio psíquico o social del agresor deben ser erradicadas por cualquier tipo de medida (control estatal, represión policial, tratamiento terapéutico, o en casos extremos, confinamiento del agresor), para que cada ciudadano (atención: ¡los niños pequeños también lo son!) pueda vivir libremente en un lugar sano y confiable, en lugar de estar condenado a sobrevivir como un animal impotente en un ambiente terrorífico.

          La confiabilidad es una propiedad que se adquiere culturalmente. Es el resultado de acciones confiables, es decir de acciones cuya confiabilidad ha sido confirmada por sus resultados, y no un eslogan o una suposición basada en una fachada fraudulenta. Cuanto más maduros sean los integrantes de una sociedad, más confiable será ésta para cada uno de ellos. Por el contrario, la sucesión fortuita de hechos de naturaleza truculenta y falaz disminuye las probabilidades de confianza que una persona pueda desarrollar en el trato con otras, y propende en consecuencia a aumentar las acciones incivilizadas. Ser confiable no es lo mismo que mostrar una moralidad dibujada falsamente. Es ser realmente protector y honesto con los más vulnerables.

          Como es sabido, la verdadera libertad no consiste en “poder hacer” lo que uno quiera, sino en “poder NO hacer” aquello que a uno se le ocurra. La fortaleza de una nación es la fortaleza de cada uno de sus integrantes, así como su debilidad es la miseria y la perdición de cada uno de éstos. Por lo tanto, la erradicación de estas malignas acciones terroristas de micro alcance concierne tanto a las instituciones formales como a cada uno de los ciudadanos en forma  individual, y —del mismo modo en que desean evitar aquellas otras de alcance multitudinario— deben trabajar sin excusas para desarraigar esta vergonzosa pandemia. La aceptación pasiva de una acción delictiva es también un delito. Y una ofensa grave para quienes la sufren. “Abusar” significa “usar sin limitación” (1). Por tal motivo, el abuso de personas no puede tolerarse. Porque en caso contrario, al seguir existiendo para algunos individuos desgraciados pocas garantías de llevar una vida digna y protegida, seguirán aumentando a pasos agigantados las probabilidades de daño no solo para ellos, sino también para el resto del mundo.

 

Nora Sisto
1 de enero, 2019


(1)  Etimológicamente, la preposición “ab-” expresa la idea de exceso, y el verbo “usare” (latín vulgar), viene de “usus”, participio de “uti” que significa “valerse de”, o “servirse de”.