104. El "Hombre Invisible"

La invisibilidad del ser humano, la “peste” silenciosa de este siglo.

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       Cuando Griffin, el protagonista de la historia de H. G. Wells (1) se quita las vendas  que le otorgan su apariencia, no queda nada. Es decir, en el lugar en donde debería aparecer una persona, aparece solamente un vacío. El científico Griffin tiene, sin embargo una pretenciosa aspiración: encontrar  una fórmula para que los objetos físicos puedan dejar de reflejar la luz, volviéndose invisibles. De este modo, al aplicarla sobre sí mismo será capaz de escapar  a la percepción de las demás personas y logrará de ese modo un inigualable grado de poder. Dejando de lado el sentido estricto de la anécdota del relato (o sea, el experimento físico) podría decirse que, en el presente siglo, Griffin podría haber  alcanzado su propósito.

      En una cultura en la que predomina la vista como el sentido preferencial, es justamente la visualización de las cosas lo que determina su existir. O sea, “ver” es “conocer”. En este contexto, podemos “dar por conocido” a un individuo escondido dentro de un envase tipificado (y de fácil interpretación) ya que, según sus reglas, es ese “cuerpo” lo que le otorga vida, y no su verdadero ser. (Es decir, si a ese mismo individuo le quitáramos el andamiaje que le funciona como identificador, podría quedar al descubierto alguien absolutamente desconocido  o —como en el caso de Griffin— un vacío existencial.) 

      Sabemos muy bien que el mundo real se transformó en virtual cuando el conocimiento se mediatizó, es decir, cuando se alejó de las personas y las cosas tangibles para, en su lugar, instalarse en su representación. Y en este sentido, también las personas pasaron a ser objetos mediatizados cuando se dejó de promover y de prestar atención a aquellas facultades por las que cada una de ellas, por sí misma podía ser capaz de saber quién era, sin importar cómo la interpretaran los demás. De  ahí, cada persona pasó a convertirse en una híper-persona, intermediada por bienes poseíbles (y ostentables), como la vestimenta y los accesorios ornamentales (los coches, los zapatos, las actitudes prototípicas y tantas otras cosas). Y en ningún momento el ser humano “real” se opuso a esa campaña para hacerlo desaparecer.

      La visibilidad nos la da la reflexión de la luz sobre los cuerpos. Pero esta no es la única forma de visibilidad. La visibilidad de un individuo es posible adquirirla al chocarnos con él en la calle, en la fila del supermercado, en la cama o en el aula escolar. Reflejándonos en los otros es que vivimos y hacemos vivir. El problema es que en la presente cultura hemos aprendido —y continuamos aprendiendo— a ser “invisibles”. Somos invisibles cuando nuestra presencia (especialmente física) no es llamativa ni estridente y las miradas pasan a través de nosotros haciendo que ésta pase inadvertida (y en consecuencia, dejamos de existir). Pero desafortunadamente también hemos aprendido a ser invisibles para nosotros mismos, ya que al no poder reflejarnos en congéneres visibles, receptivos y/o empáticos, no nos es posible recaudar la energía  necesaria para completar nuestra carga existencial, única con el poder de darnos visibilidad  como contundentes Seres Humanos.

      En particular, en un escenario de obligatorio alejamiento físico con respecto a otras personas (como el del presente año 2020, por motivo de la pandemia de C-19) se nos ha complicado obtener fácilmente ese reflejo en el otro que testifique nuestro existir. Por eso, es lógico que las redes sociales hayan tomado la posta y, como alternativa, ofrezcan al ciudadano la posibilidad de subrogar su existencia física por una “existencia” virtual. Es entonces entendible que cada uno se ocupe afanosamente de emitir señales mediante sus instrumentos tecnológicos con la intención de que, al rebotar éstas sobre alguna otra superficie de alteridad (también tecnológica, y no humana) sean capaces de devolverle (con un “like”, un “meme” o un micro-comentario) esa reflectividad que le permita ser  visualizado.

      Pero, del mismo modo como la no-reflexión de la luz sobre los cuerpos puede producir su invisibilidad, existe el fenómeno opuesto, que es cuando éstos están expuestos a un exagerado reflejo de la luz. Conocemos, por ejemplo, edificios híper-reflectivos que se mimetizan con su entorno haciendo que se pierda la posibilidad de su reconocimiento objetivo individual. Es decir, existen, están ahí pero el observador no logra “recortarlos” sobre el paisaje, haciéndose en consecuencia no-visibles. Así también, algunas personas se empeñan tanto en ser reflectivos que, con tal de deslumbrar a sus semejantes se convierten en objetos cuya incandescencia  termina encandilando, impidiendo que se los vea  con nitidez.

      La “invisibilidad” puede llevar también a una forma de violencia personal.  Esto es, porque entraña el no-trato, la no-socialidad (porque a alguien invisible no se lo puede tratar). Recordando que la violencia en el trato puede configurarse como maltrato (trato abusivo) o destrato (trato despectivo), el no-trato es ausencia de trato, es decir la manifestación explícita de la absoluta nimiedad personal. Tal vez sea por eso que algunos individuos, antes que ser ignorados, admitan ser maltratados física o verbalmente (por ejemplo, ser víctimas de acoso) ya que dicho maltrato entraña, al fin  y al cabo, un trato (aunque ínfimo y nefasto) que confirma su existir. Es decir, el deseo de ser notados por alguien se satisface patológicamente a través de su maltratador, que es al fin de cuentas ¡alguien que  los ve!

      Ahora, al igual que Griffin, que anhelaba ser poderoso a través de su invisibilidad, existen actualmente protagonistas invisibles del planeta, que ejercen su poder sin (aparente) limitación. Éstos participan como  una “voz en off” que habla sin dar la cara. Son entes invisibles que, accionando un gigantesco control remoto “hacen hacer” a los demás, poniendo en práctica de ese modo un poder no menos gravitante que el de aquellos que sí se dejan ver. No es el poder del titiritero que mueve ingeniosamente los hilos desde la oscuridad; es el poder del catalizador.  Este tipo de poder no es visualizable, como podrían serlo, por ejemplo, el poder económico (que se basa en mostrar  dinero), el poder físico o el poder de atracción (que se basan, respectivamente, en la exhibición de la fuerza o de un objeto difícil de rechazar). Es el poder de la sugestión del “trending topic”, de la influencia del «por si acaso» y de tantas otras sutilezas invisibles que son puestas a fermentar dentro de cada uno de nosotros con el objetivo de lograr un (oscuro) objetivo final.

      En suma, cada individuo puede aspirar, al igual que Griffin, a dominar el mundo a través de su invisibilidad. Es decir que, en su breve trayecto de vida por el mundo puede (intentar) subvertirlo desde la oscuridad de su guarida o a plena luz del día bajo una apariencia de grandiosidad. En el primer caso, actuar sin ser visto conserva, en última instancia, la posibilidad de llegar en algún momento a revelar su identidad. Sin embargo, parecería más preocupante la  segunda opción (que sin embargo hoy tantos se esfuerzan por representar), porque —del mismo modo que sucede con el personaje de H.G. Wells— al ser despojado de su ropaje, es posible que lo que quede en definitiva sea algo inexistente, o sea,  la Nada.

 

Nora G. Sisto

Setiembre, 2020.

 

(1)   “The Invisible Man”, novela de Ciencia Ficción publicada por H.G. Wells en Inglaterra, en el año 1897.