108.   Alma Partida

La recurrente metáfora de la afectividad varonil.

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          Según datos del Observatorio Nacional Sobre Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior de Uruguay, la tasa de femicidios en Uruguay en los últimos años es dos veces mayor que la de Estados Unidos, Canadá o Suecia, y cuatro veces mayor que la de España. Por cada mujer que asesina a su pareja masculina estarían existiendo cinco hombres que ultiman a sus respectivas parejas (o ex parejas) femeninas, lo que indica que se hace necesario estudiar el porqué de esa flagrante desigualdad.  

          El manejo del sufrimiento no es fácil para ninguna persona. Pero en nuestra cultura parece serlo menos aún para el varón. El varón parece ser más vulnerable que la mujer a cualquier efecto que pueda ser producido colateralmente por el abandono de su objeto de amor romántico. Es decir, el hombre parece proclive a resignarse mucho menos a ser “abandonado”, que la mujer. Y en este punto creo que deberíamos comenzar a poner especialísimo énfasis en un montón de usos significativos que se utilizan habitualmente, y que podrían estar influyendo en  el desencadenamiento de acciones violentas. 

          El amor y la pasión son sentimientos violentos. Porque tratan de la aplicación de una energía emocional sobre un objeto (en este caso, una persona) al que se ama.  Uno de los conflictos más frecuentes se origina con la negación a aceptar que nuestro objeto de amor no necesariamente va a respondernos  afirmativamente, Pero parece más problemático aún el que aparece con la deprivación amorosa (es decir cuando alguien nos profesaba amor pero de improviso deja de hacerlo). Esta deprivación puede deberse a causas muy diversas, como por ejemplo un súbito desinterés, el desplazamiento de la carga afectiva hacia otro depositario diferente, o una reacción de rechazo por causa de acciones realizadas por el mismo sujeto. Ahora, ante este tipo de situaciones, el hombre parece presentar mucha menor tolerancia que la mujer. Y esto se manifiesta en las obsesivas acciones de anclaje artificial que en muchos casos trata de desarrollar, como por ejemplo mostrarse como víctima, atemorizar con bravuconadas y amenazas, poner por delante a los hijos, o utilizar chantajes como el de retirar el apoyo económico. Estos anclajes artificiales, que aparecen como manotazos de ahogado bajo el pretexto del  “abandono”, tienen el propósito de adjudicar la “culpa” de la situación a quien dio el primer paso para generar la crisis (y esto aplica tanto a hombres como a mujeres). Incluso las legislaciones  vigentes, en muchos casos hacen mención del “abandono del hogar” (ad hoc, y sin hurgar en los motivos) como causa de imputación (o sea, de delito).  

          Otro de los factores a tener en cuenta es el de la idea de posesión. “Eres mía” (o mío) es en general una expresión que se utiliza en momentos apasionados. Pero no es literal. Cuando el individuo amante declara “soy tuyo” (o tuya) está diciendo a alguien, que está dispuesto a convertirse en objeto de su deseo (pero no a  aceptar que se lo trate literalmente como tal). Está bien que esas frases hechas sean clichés utilizados normalmente, pero sin embargo no está de más poner atención en la implicación subliminal que pueden ocultar. Es decir, es improbable que la generalidad de las personas tome al pie de la letra lo estricto de tales afirmaciones; sin embargo la Memética(1) indica la posible presencia en nuestro cerebro de residuos semánticos antiguos y muy recónditos (e imborrables por sí solos), que pueden incidir en cómo nos comportamos.

          Existen dos esquemas básicos que resumen las posturas más arcaicas del varón respecto a su pareja mujer. Uno de ellos es el esquema de la compañera maternal. Es la imagen tradicional de la mujer “ama de casa”. Se trata de una visión de la mujer que, sin tener vida propia complementa la vida del varón acompañándolo, sirviéndole y estando a su disposición. En la psicología tradicional, el amor edípico generalmente ha constituido una explicación terapéutica para “excusar” ciertas situaciones violentas, y no sabemos si evolutivamente será posible de erradicar. Este esquema ha conducido la idiosincrasia masculina durante muchísimo tiempo, tanto que no se ha hecho posible la desvinculación mental de esa imagen, a pesar de los cambios sociales que surgen día a día en nuestras culturas, tendientes a independizar a la mujer de dicho estereotipo.

          El otro esquema lo constituye la visión de la mujer como “objeto de caza”. Bajo esta creencia, el varón parece vivir perpetuamente como aquel cazador paleolítico, sirviéndose de las hembras según su capacidad de dominación. Este esquema básico, que se mantiene en la actualidad aunque bajo otras formas concretas adaptadas a las costumbres modernas, mantiene a la mujer como un botín a ser obtenido por una siniestra competencia con otros contendientes, y su logro es mayor cuando éste viene además “premiado” con el ingrediente adicional de su virginidad(2). De esta manera, la forma prepotente de la conquista, y la exhibición del “trofeo de guerra” son dos factores de riesgo que condicionan la mente varonil, imponiéndole comportamientos que lindan con lo antisocial. Y es lógico (aunque no justificable) que el hombre que constata una disminución de su autoestima debida a su falla en alguno de estos aspectos, deba  resolver su impotencia con acciones con las que suponga compensarla. Por este motivo, parece necesario reeducar la mente del varón para que su presencia en el grupo social aporte factores de protección, y no de peligro.

          La condición social de la mujer ha cambiado radicalmente en los últimos cien años. Que una mujer viva como ama de casa, profesional universitaria, ejecutiva de una empresa, bailarina exótica o hippie, es su decisión y nadie tiene derecho a presionarla para que la cambie. Conocer y aceptar a la persona que deseamos tener como pareja es una garantía para que la pareja funcione. Por el contrario, esperar que para contentarnos ésta se adapte mágicamente a un ideal de mujer (o de hombre) promovido ya sea por la propaganda comercial o religiosa, es un error que lleva inevitablemente a desenlaces violentos. Nuestra cultura nos facilita las chances de elegir con quién queremos estar, en lugar de forzarnos a comprometernos con parejas preestablecidas, como sucede en otras.  Por lo tanto, para que ésta continúe  evolucionando sanamente no podemos mantenerla frenada con demandas y leyes retrógradas.

          El sentimiento no es voluntario, así como tampoco lo es la reciprocidad del mismo. Es decir, se ama o no se ama. El amor es compartido, o no lo es. No hay otra opción. Y no podemos responsabilizar a quien no nos ama, de las acciones que cometemos como represalia ante el hecho de que no nos ame. En pocas palabras, puedo sufrir porque determinada persona no me ame, pero es absurdo que quiera castigarla por eso. Lo que es necesario es una introspección (o un tratamiento psicológico) para  aceptarlo (y en el mejor de los casos, para entenderlo). Pero nunca configura una “culpa” del otro.

          Para los humanos, la fuerza del amor es de las más potentes (así como lo es la de supervivencia). Podría tener una explicación en la intolerancia que manifiesta nuestra fisiología ante el deseo sexual. Este deseo, en general es socializado y civilizado, ya que no nos “tiramos encima” de esa persona que nos apetece para satisfacer nuestros instintos. Sin embargo, a pesar de que debamos contenernos, su fuerza nos tiraniza bastante, y depende de nosotros mismos el que nos rindamos sin más a ella (y violentemos a nuestro objeto de amor) o actuemos civilizadamente aceptando las preferencias y las condiciones del otro. Tolerar es la llave para vivir en paz. Pero tolerancia no es lo mismo que sumisión. Ser sumiso significa rendirse a una situación prepotente que no se acepta y de la que no se puede salir, pero que podría ser cambiada. En cambio, tolerar significa aceptar aquello que no podemos cambiar. Por lo tanto, debemos tolerar que alguien no nos ame, aunque esto nos haga desdichados. Aunque a veces no podamos  obtener (civilizadamente) nuestros propósitos, el amor no funciona con prepotencia. Y tampoco funciona con  sumisión. En pocas palabras, en el amor hay que aceptar el fracaso.

          Se ha hecho costumbre considerar la modificación del  sentimiento hacia una persona como “traición”, conceptualizándola como un delito, en lugar de ser razonada como una situación plausible que puede, lógica y probablemente modificar la situación afectiva de una pareja. Entonces se la perpetúa como un “pecado”, obligando a que se oculten las intenciones “espurias” de quien desea una separación, en lugar de darles la oportunidad de ser trabajadas educativamente, y resueltas con inteligencia. Este aspecto, trasmitido culturalmente en una cláusula obsoleta de obligación de “fidelidad” prometida en un contrato matrimonial (interpretado a su vez de manera distorsionada como un contrato afectivo), sirve como argumento arcaico para justificar las acciones de reparación (generalmente violentas y ejemplarizantes) que puedan llevarse a cabo sobre el cónyuge infiel, o “adúltero”. Pero este es otro de los tantos paleo-argumentos que siguen acuciando las mentes de quienes se aferran consciente o inconscientemente a ellos sin tener la posibilidad de acompañar el paso de los tiempos y la modernización (que no significa “liberalización lujuriosa”) de las costumbres.

          El contrato matrimonial no es ni más ni menos que un contrato civil. El “santo matrimonio”, por su parte es solamente una versión religiosa del mismo, pero no es hegemónica. Por eso, tal vez en lugar de los enunciados etéreos y fantasiosos que nos atan infantilmente a situaciones idílicas, como el que declara: “…prometo serte fiel en la salud y en la enfermedad…”, deberían ser actualizados al momento histórico en que vivimos, y suplantados por otros más pertinentes, como por ejemplo: “ante enfermedad o imposibilidad física de uno de los cónyuges, el otro se compromete por este acto a prestarle la asistencia necesaria…”. O en lugar de la proclamación fatídica “…unidos hasta que la muerte los separe”,  debería considerarse otra humanamente más accesible, como por ejemplo: “…quedando por este contrato obligadas las partes hasta que una, o las dos de común acuerdo resuelvan rescindirlo”.  Es innegable que cualquier persona presa de situaciones que manipulan su afectividad como las descriptas, sufra inexorablemente cuando ésta es vulnerada. Más porque no se trata de un sufrimiento humano “natural”, sino de un sufrimiento infligido  culturalmente. Y nuestra mente, aunque pretendamos considerarnos individuos libres, está modelada por nuestra cultura.

          Si bien la mujer se ha modernizado conceptualmente, y ha comenzado a ocupar espacios que antes le eran inalcanzables (o simplemente le eran negados), no así ha sucedido con el varón, que parecería haber quedado estancado ante tales cambios, aferrado rígidamente a lo que tradicionalmente le fuera asignado como “atributos específicos”.  A pesar de que actualmente gran parte de las tareas domésticas hayan pasado a manos masculinas, la conciencia social de la masculinidad no parece haber evolucionado. Es decir, persiste el pensamiento de que si bien cierta tarea puede ser realizada por un hombre, esta “debería” ser realizada por una mujer (o sea, sigue manteniéndose la idea de que “hay hombres que realizan trabajos de mujeres”, pero nada más). Y esto se constituye en un importante factor de conflicto, porque obliga al hombre a luchar por no ceder su arcaico lugar de predominio, ocasionando así una pugna constante con la figura avasallante de la mujer. 

          Los actos criminales cometidos por hombres sobre mujeres, aunque sean  por apasionamiento, no son “descargas afectivas”: son delitos. Y el “crimen pasional”, a pesar de ser el más contemplado en su juzgamiento, parece ser más siniestro aún que aquel que se planea con la cabeza fría, porque es el resultado de una respuesta  refleja (y por lo tanto imposible de racionalizar) a una situación emocional que no ha podido procesarse. Es, por lo tanto una falla importante de nuestra cultura. Esto lo confirma la abrumadora cantidad de individuos que, luego de cometer el homicidio de su pareja, se quitan (o intentan quitarse) la vida. La destrucción del objeto de amor parece ser para muchos el recurso in extremis para eliminar  el sufrimiento afectivo que padecen. Y en realidad no lo logran, porque el motivo de insatisfacción no es exterior a ellos, sino interno. El plan de acabar con la “maldad” que los acucia, por medio de la destrucción de  aquella persona (que consideran) “mala” es solo una ilusión, más que otra cosa.

          Ahora, cualquier fuerza de reacción que intente compensar el desequilibrio personal producido por un desacuerdo amoroso, debe ser bastante grande. Porque la fuerza afectiva lo es. La pasión y el enamoramiento pueden llevarnos a cometer acciones inapropiadas que luego, con el cerebro despejado nos avergüencen. Esto significa que para hacer frente a un sentimiento no correspondido, a un pensamiento emocional angustiante, o a una idea obsesiva que se apodera de nuestra mente, debemos esforzarnos de manera superlativa. Y esto requiere  manejar un autodominio bastante importante (y no siempre plausible). Es decir, el problema que puede acarrear el desacuerdo amoroso no radica en la no reciprocidad (factible o no) del deseado objeto de amor, sino en la estabilidad del sujeto que se aferra tozudamente a ella. Y es a éste a quien hay que prestar especial atención para evitar que dicha obstinación lo incline a cometer actos irreparables. La pérdida de la conciencia social bajo el peso abrumador de sentimientos ingobernables es una amenaza constante, y por ese motivo se debe educar (afectiva y civilmente) a todos los individuos para evitarla.

 

Nora Sisto
5 de abril, 2019

 

(1)   Según la teoría de Richard Dawkins.

(2)   Como las costumbres de las mujeres ya no contemplan esa condición, lamentablemente el corrimiento se da hacia niñas y adolescentes entre las cuales ésta sería más factible. Como corolario maléfico además, se da lugar al “turismo sexual” y a la esclavitud sexual de dichas personas.