109.  Mírame y no me Toques

La híper-sexualización y su especial impacto en la cultura infantil y juvenil.

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         Hace poco se cumplieron cincuenta años de la canción “Je t’aime…moi non plus” interpretada por Jane Birkin y Serge Gainsbourg. La explicitud de su letra, que describía una actividad sexual no ventilada públicamente hasta aquel entonces, produjo un shock masivo y un revuelo que llevaron incluso a prohibirla en algunos países. Pero a la vez sirvió para abrir el camino a posteriores piezas  musicales que supieron aprovechar su brecha. Tanto es así que, actualmente se repiten como si nada las letras de muchas canciones que en aquel momento habrían espantado a unos cuantos.

          La atracción sexual ha sido generalmente un problema. Por eso, desde tiempos inmemoriales se la trató de administrar, para que no se convirtiera en un factor de riesgo. El hecho de que alguien atraiga por ser más bello, más inteligente, más interesante o más importante que los demás, produce una tensión en las relaciones interpersonales, la cual ocasiona a su vez, inevitables respuestas. Pero justamente, por esa característica, se descubrió que al ser la atracción sexual un eficiente factor de movilización podía, por qué no, ser un muy buen motivador de compras.

          Y entonces, la sociedad se híper-sexualizó. Es así que, en el correr de los últimos decenios, la que otrora fuera una  “cultura de la virtud” fue cambiada por otra, diametralmente opuesta. Por consiguiente, el sistema de valores también mutó. De todos los atributos disponibles, utilizables para realzar el género humano, no se tuvo mejor idea que remplazar el valor de la intelectualidad o la beatitud por el valor de ser sexy. De este modo, aquella cultura se transformó en  una “cultura de la apariencia” y, acto seguido, el beato y el intelectual pasaron a ser destronados por el sex symbol.

          Gracias a la expansión y el desarrollo de este nuevo concepto cultural,  muchas personas “viven” mirándose al espejo, esperando que los demás los vean como sexualmente activas, sexualmente atractivas y sexualmente poderosas. Dicho de otra forma: el individuo contemporáneo dejó de prestar atención a la necesidad de perfeccionar su alma y de desarrollar sus virtudes y su intelecto, y pasó a interesarse en cómo perfeccionar al máximo su capacidad de atraer. En pocas palabras, en lugar de dejarse guiar por un ignoto  e impalpable “ser superior”, inspirador de conceptos ininteligibles, pasó a inspirarse en la madrastra de Blancanieves.

          El poder de atracción (o de convocatoria) se ha convertido —junto con el poder adquisitivo y el poder de persuasión— en uno de los tres faros principales de polarización del mundo. El afloramiento de este tipo de poder se instaló fuertemente en nuestra cultura, en gran parte reforzado por la publicidad incesante de figuras humanas envidiables (mayoritariamente en las películas y los spots publicitarios), y a través de la oferta agresiva de artículos de ornamentación personal (como los comercializados por la industria de la moda, la industria cosmética y la industria  del fitness).

          Esto ha redundado en que el mítico poder de atracción basado en el magnetismo —herramienta utilizada hasta no hace tanto tiempo para lograr el acercamiento a una posible pareja— perdiera su norte, dejando de ser un instrumento productor de líneas de fuerza. Es decir, el sublime y extraordinario efecto polarizador del erotismo, capaz de provocar tensiones movilizadoras entre las corrientes positivas y negativas de dos cuerpos, hoy  parece estar caducando a ritmo acelerado. Su reinado ha sido usurpado por la nuda exhibición y la mera contemplación de la misma, una contemplación infértil que no aspira en lo absoluto a suscitar un plan romántico, ni a promover la  procreación de la especie.  

          La megalomanía es un complejo antiguo. Fue criticado durante mucho tiempo por quienes tasaban la modestia y el recogimiento en los rangos más altos de valor humano. Pero en la actualidad es reflotada por una apuesta a la altanería, la ostentación, la desvergüenza y la jactancia como valores máximos. Un síntoma inequívoco de esto es, por ejemplo la “necesidad” que sienten muchísimas personas de mostrarse. Es decir, la megalomanía ha dado origen a una nueva “religión”, la cual nos llama a “convertirnos” a través de una selfie, y cuyo pecado mortal parecería ser la invisibilidad. En consecuencia, la población que antes se clasificaba (también artificialmente, aunque con otro propósito) entre individuos virtuosos e individuos inmorales, ahora queda dividida por una tajante línea divisoria entre ejemplares humanos  apetecibles y ejemplares rechazables.

          Pero el manejo de la megalomanía es una más de las estrategias que se utilizan para manipular el consumo. Su giro es la producción y el comercio de insumos relativos a ese rubro (como el modelado perfeccionista del cuerpo, el uso de ropa llamativa e insinuante, la adopción de poses y simbolismos como el fumar u otros comportamientos provocativos). Y como es obvio, en este paradigma el único indicio a destacar visualmente de un cuerpo es su atractivo sexual. Porque la atracción sexual es un hecho concreto, inmediatamente comprobable, y no un atributo vago como podrían serlo la honestidad o la cortesía.

          Para el marketing, la explotación de la sexualidad es uno de los mejores instrumentos de manipulación de los consumidores (porque su perpetua  insatisfacción es muy potente). Prueba de ello es el reiterado uso de imágenes de hombres y mujeres sexualmente atractivos, asociadas a productos, desde un perfume hasta un automóvil. Pero esto redunda en que, en lugar de vivir en un espacio de personas inofensivas (es decir, que eviten ofender, o sea agredir) somos llevados a vivir al límite de la violencia, debido a que la ansiedad sexual es uno de los mayores movilizadores humanos. Y esto produce una continua crisis comunicacional, porque la fuerza, tanto de la respuesta positiva (que tiende a producir individuos satisfechos) como la del rechazo (que produce individuos resentidos), afecta las relaciones interpersonales.

          Ahora, al concentrarse el esfuerzo en la producción indiscriminada de  más y más estímulo sexual aplicado al consumo, parecería no haberse tenido en cuenta que la ley física del estímulo y la respuesta no es, por sus efectos, moralmente aplicable a cualquiera de las acciones humanas. O sea: si yo provoco a un comprador estimulando al límite su deseo de poseer cierto objeto, existe un altísimo grado de probabilidad de que éste lo compre, pero si alguien provoca el deseo sexual de otro individuo (y lo que es peor, de cualquier individuo al azar), también es altamente probable, que éste intente satisfacerlo. Es decir, si ante una solicitación sexual, no se mide su alcance ni sus consecuencias, puede llegarse a una situación de violencia.

          Parece una burla que la coartada institucional del consumismo siempre haya sido que cada uno debería ser responsable por las decisiones (de compra) que toma. Aquí es donde la política consumista nos hace caer en la más absurda contradicción. Porque si bien para el comerciante es deseable la respuesta afirmativa del individuo que es estimulado a comprar un artículo, para el ciudadano común puede en muchos casos resultar indeseable que un individuo estimulado sexualmente pretenda responder sobre su persona. En pocas palabras, en este caso no existen garantías para la fórmula “mírame, pero no me toques”.

          Ahora, lo deplorable de esto es que la híper-sexualización se ha transferido, como triste corolario a niños y jóvenes, ya que estos, debido a su inmadurez (física y psíquica), no son responsables por las decisiones que toman. Está bien que con el “avance”(1) de la Cultura ya no sea necesario esforzarse por  convencer a los niños de que los bebés son traídos a casa por la cigüeña, o que son extraídos de un suculento repollo. Sin embargo, a pesar de sentirnos liberados por haberlo superado, hemos dejado que otro oscurantismo se desplegara  sobre esos ingenuos destinatarios, cuyo manto sombrío no busca en este caso salvaguardar su inocencia, ni mucho menos.

          La creciente difusión de la absurda creencia de que los niños no son otra cosa que mini-adultos causa más estragos que aquella otra tonta metáfora. Porque descoloca a la población infantil respecto a su propia inmadurez, llevándola a ponderar equivocadamente su potencial y aptitudes, y como consecuencia a equivocarse (muchas  veces, fatídicamente). Es el caso, por ejemplo de  aquellos  adultos que, haciendo caso omiso de las leyes que establecen la edad de consentimiento, asumen que la respuesta afirmativa de un(a) menor a sus requerimientos sexuales es, sin más, válida.

          Se ha vuelto común que padres y madres se afanen en introducir a sus niños en castings de todo tipo, con tal de que su carita angelical sea vista, como un adorno más, en una pantalla cualquiera del universo mediático. Para ese (des)propósito no dudan en modificarles su color de cabello, maquillarlos grotescamente, vestirlos con atuendos provocativos y enseñarles actitudes sugerentes, inapropiadas para su edad cronológica, convirtiéndolos así en burdas caricaturas de individuos adultos. Incluso los aplauden si son mirados libidinosamente.

          Pero este “juego” que muchos consideran inofensivo, tiene otras facetas igualmente nocivas. Con él se incentivan de manera irresponsable la envidia, la competición por el “primer puesto” y el desprecio hacia aquellos “no tan lindos ni populares”.  De este modo, el panorama de desarrollo de la niñez se convierte en un panorama descabellado, dotado de un terreno infértil para el necesario desarrollo de los juegos entre pares y de los lazos de amistad desinteresada, pilares básicos del aprendizaje social y afectivo en la infancia y la adolescencia. 

          No es difícil darse cuenta de que muchas veces este desacierto tiene la finalidad de satisfacer el ego de los padres, antes que los legítimos deseos de los niños. Es por eso que éstos, al ser rehenes de ese tipo de situación, pasan a convertirse en víctimas de abuso, tanto de quienes los obligan a mantener una posición contrapuesta a la que les dicta su intuición infantil, como de aquellos otros que se aprovechan del estatus vulnerable en que se los coloca. La falsa idea del valor de la precocidad no produce en un niño o en un adolescente una fortaleza, sino por el contrario, una debilidad.

          Pero como en la trama mediático-consumista parecía no ser suficiente con utilizar a la niñez para lograr más y más dinero por ventas, ésta es explotada por medio del engaño. Al divulgar la teoría  de que los niños son libres, independientes, soberanos y que por eso  pueden decidir su vida a su antojo, se los desconecta de sus cuidadores y se los pone “en bandeja de plata” a  los depredadores sexuales que, contrariamente a ese pregón, los encuentran vulnerables, sumisos, fáciles de engañar y utilizables como servidumbre.

          La híper-sexualización de los niños no solo alimenta el comercio de bienes y servicios, sino que abre las puertas a la comercialización de los propios niños, ya que los hace presa fácil de “pescadores” en todos los ámbitos  (especialmente en Internet). Al señalarlos como focos luminosos (por ejemplo mostrando porfiadamente sus fotos en las redes sociales), se los expone gratuitamente a quienes se especializan en esta pesca despiadada y aprovechan la desidia o la ingenuidad de muchos adultos cuidadores, cuya facultad de prevenir y reaccionar nunca es suficiente, debido a que su “arte” y su pericia van  siempre un paso adelante de cualquier acción preventiva posible.

          Su siniestra “especialidad” consiste en sacar rédito de las miserias infantiles y adolescentes  (como el abandono parental, la falta de amor, la soledad, la inmadurez, la curiosidad sexual y hasta la insatisfacción consumista) para seducir sexualmente a niños y jóvenes confundidos. Para esto pergeñan sus bártulos de pesca con “anzuelos” imposibles de rechazar. Desafortunadamente, la inestabilidad emocional de niños y adolescentes, propia de su estado de inmadurez,  les impediría por ejemplo contenerse ante el ofrecimiento de un sofisticado  celular o ante la promesa de experimentar una escena sexual “de película”.

          La perversión (in)humana ha existido siempre, y su accionar rastrero no es novedad. Por desgracia siempre ha habido pornógrafos, pedófilos, sociópatas, depravados y antisociales. Lo que sí es inédito es el estado actual de descuido y abandono de la niñez y la adolescencia, que permite que sean atacadas y vapuleadas injustamente. Creo que haría falta una urgente revisión del concepto de seguridad concerniente a las funciones de mater/paternaje, que en cualquier especie animal se centran en el objeto de cuidado, antes que en su exhibición arbitraria.

 

Nora Sisto
Junio, 2019

 

(1)  En sentido figurado, ya que la Cultura parece tener un movimiento circular o pendular.