110.  El Espejo Opaco

La visión distorsionada del mundo, que impide que descubramos nuestra imagen humana.

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          No sabemos a ciencia cierta si, de entre todos los seres vivos del planeta, la especie humana es la única capaz de desarrollar estupidez. Pero la historia del mundo revela que el Hombre es el único ser que actúa sobre su alteridad (principalmente sobre sus congéneres, por no mencionar a otros seres vivos y multitud de objetos inanimados) gratuitamente de forma nefasta.

          En lugar de perseguir y perfeccionar inteligentemente aquellos rasgos positivos y constructivos que pudiesen definirlo universalmente como la especie más avanzada de nuestro planeta, el Hombre parece inclinarse, con una falta de conciencia espeluznante, a elegir aquellos otros que, por el contrario, pueden marcarlo como hacedor de hechos desafortunados.

          La maldad (in)humana parece no tener límites. Por eso, a lo largo de los tiempos ha sido necesaria la acción normativa y reguladora de las leyes (civiles y religiosas), siendo este el único medio capaz de frenar esa parte degradante de su instinto. Sabemos que los caminos retorcidos, propios del accionar errático  de la enfermedad psíquica (generalmente  incontrolable), representan una desgracia para quienes se encuentran obligados a convivir con ellos. Por eso, resulta una vileza inconcebible generalizarlos, adoptándolos como un modo de vida.

          Nos hemos sumergido (de forma inconsciente en algunos casos, y conscientemente en otros) en una “cultura de la perversidad”. Esto es debido a que, a la inevitable anti-cualidad, que al parecer tendrían intrínsecamente los hombres (el oscuro “thanatos”, según el Psicoanálisis), se la ha potenciado arbitrariamente sumándole rasgos de la ruindad humana, como la envidia, la avaricia, la infamia, la soberbia, el abuso, la hipocresía, la falsedad, la ingratitud, la deslealtad, la mezquindad y otras bajezas, todos ellos deplorables y culturalmente eludibles (si así se deseara).

          La astucia de propaganda es inconmensurable. Aprovechando las  reacciones previsibles de los hombres (que tienden en general a sucumbir rindiéndose ante aquellos rasgos negativos), las ha manipulado con gran ingenio, poniéndolas al servicio del poder personal o económico. Es así que la mayor parte de los estímulos negativos que nos llegan pasa desapercibida, y la reacción que provocan es considerada por los crédulos consumidores como un síntoma positivo de modernización o avance de la Sociedad. Veamos algunos ejemplos.

          Cuando era pequeña, se promocionaban los artículos de uso común asegurando que eran “para toda la vida”. Esto nos aseguraba que, con un uso cuidadoso, su duración podría ser ilimitada. Pero desafortunadamente, los industriales descubrieron que eso frenaba el consumo, por lo cual decidieron revertir la situación y fabricar artículos que, con un uso medianamente prolongado, se deterioraran ostensiblemente. “Usar y tirar”, maltratar sin cargos de conciencia y que no nos importe la duración de las cosas, es usar sin limitación. Eso se denomina abuso.

          Cuando miro distraídamente  un programa de televisión, su contenido me atrapa. Pero dominar el mando a distancia no es lo mismo que dominar mi percepción de las imágenes que recibo. Porque si mi atención creyó estar concentrada en el argumento de la película, mi inconsciente se concentró en las figuras masculinas y femeninas que en ella aparecen. Todas rayan en la perfección. Sus rostros y sus cuerpos son admirables, y las anécdotas que los envuelven (las cuales olvidamos al instante) se desarrollan en ambientes de una perfección absoluta. Y aunque yo desee pensar racionalmente que se trata sólo de situaciones irreales, su contenido fantasma ya plantó en mí un sentimiento subrepticio: desear estar en su lugar. Eso es envidia.

          Tengo varios pares de zapatillas, varios pantalones, varias remeras, varios buzos, varias chaquetas, o sea, tengo un montón de artículos, los cuales uso (o no uso). Realmente no necesito otro par de zapatillas, otro pantalón, otra remera, otro buzo u otra chaqueta, pero la emoción que siento al ver artículos diferentes a los que poseo me convence de que sí. Y me obsesiono con poseerlos. Eso se llama avaricia.

          Me encantan las revistas de chimentos, porque en ellas puedo leer noticias  acerca de individuos populares. Incluso, también me entero de las mismas a través de reseñas publicadas en Internet.  Y tiendo a repetir lo que se dice de ellos, sin ocuparme de comprobar la veracidad de las afirmaciones, por más crueles o inverosímiles que a veces estas sean. Eso es infamia.

          El semáforo cambia a verde. Entonces acelero mi coche y salgo como bólido, antes de que arranquen todos los demás, y los observo con sorna por el espejo retrovisor. Eso es soberbia.

          Yo merezco ser reconocido y valorado más que los otros. Mi felicidad cuenta por sobre todas las cosas y personas. Eso es egoísmo.

          Podríamos así seguir nombrando y analizando todos y cada uno de los comportamientos nefastos que adquirimos desaprensivamente, muchos de los cuales nos son impregnados en lo más profundo, a través de publicidades tendenciosas (y por qué no, antisociales), que nos incitan a  actuar (sobre personas, animales y cosas) de modos incivilizados, degradantes, indignos, deshonestos pero sobre todo serviles a una “cultura” antihumana.

          De este modo se opaca sistemáticamente el espejo de la alteridad, impidiendo que nos veamos reflejados en los otros y que recapacitemos sobre nuestros actos. El aplastante mecanismo del consumo nos llama insistentemente a ser soldados de su ley caprichosa, ley que nubla y borronea la realidad del mundo y a la cual sucumbimos tontamente, sin oponer resistencia. De este modo nos convertimos en presas de su voracidad ilimitada, sin poder atisbar un hueco de transparencia que nos permita descubrir quiénes en realidad somos.

          Aquella simpleza bienintencionada de los “pecados capitales” que confrontaba nuestra conciencia, apelándonos a no cometerlos para evitar que dañásemos a nuestros semejantes (o que por lo menos nos arrepintiéramos si los cometíamos), ha mutado tomando una orientación contraria. Nuestro actual concepto cultural, en lugar de intentar hacernos huir de los actos indeseados, señaliza con carteles luminosos la ruta hacia ellos, e intensifica el “viento a favor” para que nadie vaya a desviarse por el camino. Es que las flaquezas de los hombres son más fáciles de inducir (y de manipular) que sus fortalezas: parece más sencillo (y divertido) convertirse en un sociópata que en un buen ciudadano.

          Pero, aunque por el momento continúe absorbiendo la luz de la realidad verdadera impidiendo que esta sea reflejada, el espejo sigue allí. Y su opacidad siempre es posible de ser eliminada. Porque una vez visualizado un punto —por mínimo que éste sea— por el cual podamos atisbar la claridad de nuestro legítimo potencial como seres humanos, a partir de él nos es posible limpiar totalmente su superficie.        

 

Nora Sisto
Junio, 2019