117.  Ajedrez Fatal

La histórica vigencia del esquema de contrapuestos rebaños de “corderos”.

 

Odoo CMS - una imagen grande

 

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      Ya sabemos que en el juego del ajedrez son los peones los primeros en salir a la lucha. Avanzan a paso de hombre, con determinación, a embestir a su  contrincante. Sin embargo,  no  pueden desviarse de su  ruta acotada y lineal, y su poca “cintura” es apenas para derribar a la pieza justo a su costado. No tienen posibilidad de optar por una ruta alternativa, y mucho menos cuestionar la estrategia de ofensiva (ideada, de paso, por un poder mayor). Solo les resta “dejarse llevar” por la mano maestra que los conduce. Y dan su “vida” por su conductor.

      En definitiva, el juego del ajedrez es emblemático para analizar una   milenaria estructura de comando del mundo. Al observar con sentido crítico la imagen de un desencajado “fuhrer” arengando a sus seguidores desde una plataforma prominente, la de un exaltado político dirigiéndose a sus partidarios desde un estrado monumental, la de un papa enardeciendo a sus fieles desde su balcón honorífico, la de un equipo de fútbol provocando a sus hinchas desde el “field”, o la de un producto “de marca” incitando a sus consumidores desde su pancarta publicitaria, nos damos cuenta de que hoy, al igual que hace cientos de años, esta estructura ajedrecista prevalece culturalmente, incluso corregida y aumentada.

      Es que, con el paso del tiempo, ha habido oportunidad de actualizar esta simple (y siniestra) estructura, agregándole nuevas  formas de hacerla funcionar  de modo que la esencia de la misma se mantenga incambiada. Se trata de un esquema maestro que divide a la población (o sea, a las fichas del tablero, en el caso del  juego) en dos rebaños contrapuestos de “corderos” que, apuntalando mecánica e incondicionalmente un planteo, una ideología y una acción, intentan aniquilarse entre sí.   

      No es nuevo el concepto de “cordero” para designar a individuos  que aceptan voluntariamente ponerse al servicio de algún dominador. No es nuevo tampoco el poder de sometimiento ejercido por ese dominador para hacer que éstos lo secunden (sin que muchas veces tengan una idea cabal de por qué), y a lo largo de la Historia ha quedado comprobado lo relativamente sencillo que es concitar su voluntad (mejor dicho, su obediencia).

     Los “corderos” no son los típicos individuos dependientes de un autoritarismo inevitable (como sería el caso de los hijos de un patriarca tirano o de la mujer de un macho abusador). Se trata, por el contrario, de individuos que son conducidos sutilmente (por eso es posible que su consciencia no lo advierta) a sustentar el poder de cierto agente (ya sea una persona o un plan).

      Si antiguamente la peonada tenía como finalidad servir a su monarca (símbolo del máximo poder de todas las épocas, evocado precisamente en el juego del ajedrez), al día de hoy estos peones pueden ser puestos al servicio de cualquier (exitosamente publicitado) dominador. Y no se trata únicamente de reclutar individuos de clases sociales determinadas, sino que es su perfil (vanguardista, solidario, transgresor, soñador, prejuicioso, nacionalista, contestatario o aventurero) y no su clase social, lo que determina su adhesión.

      Es realmente fascinante (a la vez que incomprensible) observar la respuesta  afirmativa  de quienes se prestan (más precisamente, se regalan) para formar parte de una masa subordinada. Particularmente porque el autoritarismo que los convoca,  muchas veces no es explícito sino que —con un ropaje de esplendidez, recubierto de consignas fácilmente asociables a una idea de perfección de la vida o de un mundo superior— los persuade  de ingresar a un sectarismo (supuestamente) redentor desde el cual, al acabar con sus competidores,  sus problemas seguramente se solucionarán. Y los seduce fuertemente con (la idea de) lo absoluto de su verdad.  

      El vector de motivación es multifacético, pero basta con resumirlo en dos palabras: odio y miedo. Desde tiempos inmemoriales, pasando por el  cristianismo, el nazismo, el comunismo, el capitalismo y el populismo de la época actual, muchas son las versiones de esta estrategia. El odio al despotismo y a los opresores (ya sean concretos como los dictadores, o teóricos, como la injusticia o “el mal”) ha tenido siempre un poder movilizador, pero también lo han tenido el odio al contrincante deportivo, al opositor político y a los (supuestamente) pertenecientes a una raza inferior. Por otro lado, el miedo a amenazas (reales o ficticias), como el miedo al infierno o a la desnaturalización de la vida, a la represión policial, a los alienígenas o al fin del mundo, han constituido mecanismos tan simples como retorcidos, utilizados como recurso terrorista por quienes en su momento han sabido inteligentemente capitalizarlos a su favor.

      ¿Técnicas movilizadoras? No muchas pero estratégicas y contradictorias, y sobre todo de fácil lectura como para manipular. Por ejemplo, alentar el  deseo de reivindicación hacia todo lo que pudiere representar sumisión (como  la oligarquía, por su esencia anti-popular, clasista y centralista, el imperialismo como símbolo de dependencia y explotación, o el patriarcado como vehículo de despotismo, castración y discriminación). Pero también insuflar el deseo de superioridad, elevada ésta al estatus de ideología, acompañado por la ilusión de alcanzar el poderío (único conseguible sin mayor esfuerzo) que surgirá de por sí al pertenecer a la “gran masa”, cuya grandiosidad —solo atribuible a su volumen y estéticamente simbolizada por la magnífica distribución castrense de las piezas en los escaques— estaría asegurando el acceso a un “linaje”  privilegiado.  

      Sin embargo, el poder de la masa per se no existe. Existe solamente una ilusión de poder. Porque la movilización que ésta detenta no es generalmente fruto de la iniciativa y/o los recursos de sus integrantes, sino que es la maquinaria dominadora la que provee de insumos (como dinero, asuetos, transporte, e incluso ideas) para actuar. Por eso, el cometido del peón del tablero consiste solamente en avanzar en línea recta, avalando ciegamente a su conductor, que con su infalible carisma le reclama una adhesión emotiva y entusiasta, sin ofrecerle al fin de cuentas nada concreto a cambio, ni siquiera la posibilidad de cambiar de senda o de volver atrás. Y en cambio, es capaz de exigirle  “morir” por él.

      El “cordero”, por su parte no tiene por qué pensar por sí mismo; ni siquiera tiene que justificar los motivos por los cuales sostiene férreamente la “bandera” de su dominador. Por eso, muchas veces se equivoca. Porque, en la mayoría de los casos, su dominador no es un líder que convoque, con la veracidad de sus actos, a un diálogo emulador y a un acompañamiento libre y opcional. Por el contrario, el dominador es un conductor de masas, un personaje elevado al rango de “caudillo” que, por medio de la  arenga acalorada de su discurso unidireccional obliga al reclutamiento irreflexivo (1).

      No es nuevo advertir que el hombre vive de sus ilusiones, pero éstas no deberían comandar absurdamente su vida, sino orientarlo hacia un fin superior. Las monarquías en el mundo están (culturalmente) perimidas. Por lo tanto, no parece razonable aceptar rendir culto a esquemas monárquicos aunque éstos se muestren ataviados de apocalipsis, vanguardismo o modernidad.  

      Desafortunadamente, nuestro mundo continúa siendo vulnerable de ser diagramado igual que  el tablero de ajedrez. Y a ser dividido en bandos de ejércitos contrapuestos de “corderos”. Mientras tanto, una reducida cohorte de mentes pensantes (en este caso sí pensantes, aunque no siempre de pensamientos beneficiosos para la Humanidad, sino para su propio provecho) se ocupa de conducirlos apropiadamente. Y el autoritarismo sutil —mucho más penetrador que el autoritarismo explícito— nos presiona haciéndonos sentir al mismo tiempo (paradójicamente) felices de obedecer.

      El tablero de ajedrez se impone sobre nuestra vida obligándonos a acomodarnos en uno u otro lado del mismo, haciendo que nos “matemos” entre nosotros (en sentido figurado, o no) para defender obcecadamente a un “monarca” (ya sea un personaje, un estilo de vida o un artículo de consumo). Ya sea blanco o negro, derecha o izquierda, hombre o mujer, homo o heterosexual, pro o contra, esa lógica dicotómica es la que ha orientado por siempre nuestra disposición en el “tablero” real, y esto lo hemos naturalizado como parte de nuestra genética, sin permitirnos poner punto final a un esquema de convivencia que contradice totalmente la esencia diversa de la vida social humana.

      En la actualidad las opciones son más numerosas. Es decir, ya no parece necesario acomodar nuestra mente a una estrecha bivalencia para tomar partido por una de sus dos posibilidades, porque las posibilidades son muchas más. Y éstas no son excluyentes ni exhaustivas como en la lógica matemática; la lógica humana es multivalente y admite un sinfín de formas de posicionarse (y de negociar). 

      En síntesis, nuestra existencia puede ser más rica que solo limitarnos a vivir bajo las reglas de juego de un tablero. Pero eso depende de cada uno de nosotros. Es muy fácil dominar un rebaño. Solamente hay que hablar muy fuerte, afirmar (cualquier cosa) con contundencia y, sobre todo, no escuchar. Y también es bastante sencillo convertirse en “cordero”. Sólo hay que inclinarse ante el autoritarismo que seduce abierta o veladamente,  aceptar crédulamente su demagogia, creer que existe libertad en una entrega sin condiciones y, por sobre todas las cosas, dejar de pensar.

 

Nora G. Sisto

2 de octubre, 2020

(1)   Los invito a leer “Acompáñame o Sígueme”, La diferencia de concepto entre el liderazgo y la dirigencia, Capitanes y Polizones, https://www.facebook.com/capitanesypolizones/photos/a.1194028460711710/2077146755733205