118.   Yo o Tú.

El abandono de la Buena Educación en desmedro de las relaciones humanas.

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      La Educación sufrió (sic) un giro destructivo el día en que se comenzó a enredar  (intencionalmente o no) el concepto de “buena educación” con el de “actitud protocolar”. No sabemos si surgido de una buena intención que al final resultó errada, o de la malicia de un plan de negligencia malintencionada, pero lo cierto es que su efecto sirvió para acabar con lo producido, como trabajo de hormigas en materia educacional por muchas generaciones antecesoras.

      Al pretender modernizar la educación despojándola de conceptos (considerados) anacrónicos, se suprimió de ésta (tanto de la educación formal como de la educación familiar) el aprendizaje de los “buenos modales”, que se comenzaron a considerar superficiales (como por ejemplo ceder el paso, ceder el asiento o escuchar antes de hablar) y a la vez un menoscabo a la emergente ideología del egocentrismo al poner al “otro” delante de la primera persona del singular. Este nuevo posicionamiento de la individualidad estableció entonces la axiomática de la “primera persona” (es decir, “primero yo, segundo yo y tercero yo”), validándola sine qua non para cualquier actividad que comprendiera algún grado de interacción social.

      Con la misma rapidez con que al oprimir la tecla “delete” se  borra lo escrito anteriormente, se procedió en consecuencia a desaprender aquellas habilidades de socialización efectiva (casi todas ellas “buenas costumbres”, como la tolerancia, la mesura y la humildad) que habían sido internalizadas en la mente de las personas a través de años de machaque continuo. Guardándose de no ser demasiado explícitos con la propuesta (es decir, de no manifestarlo en los anuncios publicitarios), se dio a entender inequívocamente que el “otro” no importaba y que era mejor que cada uno obrara y se comportara como le viniera en gana, indiferentemente del posible perjuicio que a aquél le pudiera causar.  

      Es así que actualmente poco se tiene en cuenta aquello que no sea “yo” (tanto personas como cosas). Y cada vez menos gente cuenta con un entrenamiento de cercanía que le enseñe qué es la buena educación y que la vida en sociedad requiere que nos ocupemos no solo de nosotros mismos. Por el contrario, cada individuo, en lugar de contar con un adulto (a su vez educado y responsable) que le enseñe a ser una persona “educada”, cuenta con un subrogante (ni educado ni responsable) como es la cofradía de los medios de comunicación, que le enseña a ser alguien despreciable.

      De este modo se confunde fácilmente la libertad de expresión con la libertad de agresión, la franqueza con la brutalidad expresiva y el agravio con la sinceridad, haciendo que el campo de las relaciones humanas pase a convertirse en un caos, en un campo de batalla real o virtual en el cual quien tiene las mejores chances de “sobrevivir” (o sea de no ser pisoteado por la horda de los otros) es el más osado, el más irreverente, el más feroz, el más monstruoso, en pocas palabras, el más in-humano. Por eso nadie desea incursionar presencialmente en él. Por eso todos se alejan de todos.

      Por otra parte, al asociar deliberada y burdamente la abundancia y la variedad de palabras y expresiones lingüísticas con una opulencia innecesaria del lenguaje, el discurso elaborado pasó a catalogarse como “fuera de moda” o exclusivo de las élites acomodadas (y por lo tanto, contrario a la comunicación “popular”). Por eso se lo suplantó tontamente por la proposición chabacana, el “emoji” o la frase ininteligible formada con palabras a medio escribir, obteniendo de todo esto como consecuencia un panorama comunicacional tan chato y banal, que lo ha vuelto incapaz de continuar siendo el soporte para la construcción, no solo de alocuciones valiosas, sino también de valiosos pensamientos.

      Hoy la gente no se entiende. No es que exista siquiera un “diálogo” de sordos en el cual cada uno aspiraría a obtener una respuesta del otro para conformar una idea o dar cuerpo a una situación de intercambio comunicacional. La “comunicación” actualmente parece estar conformada por una profusión de proposiciones inconexas que se lanzan al viento (propulsado por la creciente intensidad de la Internet) con el propósito de persuadir por prepotencia, de obligar a asentir (para así poder quedar dentro del grupo privilegiado de “ratificadores”) o de autorizar por omisión (a falta de un aporte de argumentaciones en contrario).

      La viralidad de las formas agresivas siempre es más rápida y efectiva que la de aquellas que apuntan a la paz. Probablemente se deba a que el formalismo para construir y mantener la paz requiere una continuidad, una persistencia, una tenacidad en el discurso y en las actitudes, contrariamente a las formas agresivas, que son fugaces, instantáneas, generalmente no conectadas a procesos educativos, y de corta duración. Por ese motivo, la constatación del uso progresivo de las primeras es un indicador fehaciente del deterioro de la cultura.

      Uno de los aspectos de la educación consiste en desarrollar el sentido crítico. Es decir, enseñar a pensar concienzudamente ante sucesos frente a los cuales puede optarse por actuar o abstenerse de actuar, sobre todo cuando nuestro accionar involucra a otras personas. Las reglas de la buena educación no consisten en que aprendamos modales amanerados o a comportarnos acorde a  la alta sociedad; consiste en aprender a tener en cuenta al otro que será afectado directa o indirectamente por nuestras acciones.

      Las redes sociales, que sensatamente utilizadas podrían ser una herramienta educativa interesante, no funcionan actualmente más que como vehículos de alta tecnología (lo que significa eficiente penetración y celeridad) que reportan apenas un “chusmerío de conventillo”. Y nos creemos tecnológicamente avanzados por utilizarlas, sin darnos cuenta del retroceso concreto (y no sabemos si reconvertible) en el cual ese uso limitado nos hace caer.

      Ante su más inverosímil convocatoria, la masa responde como multitud enfervorizada y se pliega a las consignas (las cuales en muchos casos se desconocen a fondo), exhibiendo un comportamiento que  no responde a una cabal manifestación de aprobación sino a un reflejo condicionado que hace presumir que de no sumarse a la masa se sufrirá por algunas consecuencias (desconocidas), y por las cuales incluso los más arrojados (en el sentido de que se arrojan no a un propósito sino a un vertedero sin fondo) arriesgan su vida o la pierden sin motivo real.

      La buena educación solo se obtiene por interacción con personas bien educadas, que no agreden para mantenerse por encima de los otros, que no utilizan la prepotencia para intentar adherir a los otros a su propia convicción, que no desvalorizan el amor como herramienta comunicativa, en fin, que desean perpetuar la condición humana de las personas en lugar de abrir la jaula de los “muertos vivientes” que lo único que buscan es satisfacer su hambre con vidas nuevas (receptores incondicionales) para perpetuar su voracidad.

 

Nora Sisto

Mayo, 2021