120.  Amor Cautivo

La trascendencia (in)humana del concepto estereotipado de la mujer como "segundona" del varón.

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       En el año 1992 en un artículo denominado “Primero YO”, hacía la siguiente reflexión: “Parado en la cuerda floja de su situación personal, y dudando  hasta de la legitimidad de su propia naturaleza biológica, uno se pregunta qué será mejor: ser «dama » o «mujer», y cuál de ellas está antes que el varón, que a su vez pugnará entre las dos opciones que le tocan: «hombre» o «caballero». Aun así, es curioso comprobar cómo siguen alimentando las reglas de este cuadriculado ecosistema las «damas» que se enojan si ningún «caballero» les cede el asiento, al tiempo que los «caballeros» que más se parecen a las «damas» se alejan más de los «hombres»; las hembras jamás podrán estar al lado de las damas (aunque sí de los «caballero»); los hombres prefieren a las «damas» para el matrimonio, ya que las mujeres no les merecen garantías; las «damas» que frecuentan hombres dejan de ser «damas»; un hombre podría volverse «caballero» al lado de una «dama», pero una hembra al lado de un «caballero» no pasará nunca de ser una simple mujer…”

      Hoy, a casi treinta años, la imaginativa fórmula de la “lady” y el “lord” (surgida desde mucho antes) parece empero continuar en vigencia, por lo cual se me hace interesante continuar analizándola. Es que la impronta teatral que dicha fórmula supo forjar en el pensamiento popular podría no ser tan importante como la trascendencia que ha tenido (y sigue teniendo) su axiomática desatinada, por haber montado toda una teoría social alrededor de una concepción estereotipada de la Mujer. Por eso, en tiempos de reivindicación de las mujeres como (legítimos) sujetos de Derecho, parece oportuno revisarla.

      Uno de los mitos más arraigados en los países con gobierno democrático es el de la “Primera Dama”. Legendariamente, el mandato político ha sido tradicionalmente reservado exclusivamente a los hombres. Por eso, para resarcir de alguna manera (algo, pero no tanto) a la compañera de aquel hombre que hubiere alcanzado la presidencia del gobierno se inventó el apelativo de “primera dama”, haciendo alusión a aquella mujer que (por mérito de su marido) logra también, de rebote “teñirse” con su prestigio. (Quienes aún desearan afirmar la inocuidad de tal apelativo, deberían observar lo ridículo que sonaría el apelativo de “Primer Caballero” aplicado a la pareja masculina de una presidente mujer.) Este apelativo sirvió durante mucho tiempo para afirmar el opaco “segundo plano” reservado a la persona-mujer que pudiera hallarse casualmente junto a una persona-varón situada en un brillante “primer plano”. En pocas palabras, como lo ha rezado (insultantemente) por mucho tiempo el dicho popular: “«Detrás» de cada gran hombre hay siempre una gran mujer”. Solo detrás.

      Antiguamente era usual que en los comercios se publicitaran artículos (sobre todo, prendas de vestir) “para dama” y “para caballero”. Más tarde, pasaron a ser artículos “para dama” y “para hombre”, como se estila en la actualidad, lo que indica no haber podido aún ser vencida la resistencia a utilizar la palabra “mujer”. Tal vez porque su contenido entrañe un sentido demasiado “animal” por el que no sea posible discernir la honorabilidad (o no) del sujeto. La honorabilidad de la mujer (que justamente es por eso que se convierte en “dama”) siempre ha sido otorgada por el varón. O sea, como si se tratara de una imposición religiosa, es la mano del varón la que “toca” (o más bien que “no toca”) a la nuda mujer confiriéndole la “pureza” que la hace elevar al estatus de “dama”.

      El vestido blanco de bodas se ha encargado de perpetuar esa idea de “pureza”. Ha permanecido a través de los siglos como replicador del concepto de “virginidad” (porque, aunque nos opongamos ideológicamente, su contenido inconsciente tiende a prevalecer sobre cualquier racionalización). Esto significa que la mujer casta, la mujer pura continúa representando para la mayoría de las mentes (y no solo para las de los hombres) el ideal de mujer, al cual todas (con mayor o menor esfuerzo) se supone que deberían aspirar. Y es “entregada” de hombre a hombre, ya que es costumbre que el padre de la novia sea quien la “deposite” en manos de otro varón. Cabe imaginarnos qué vergonzoso podría ser para el novio (con esta ideología) que fuera su madre quien lo entregara a su futura mujer. Solamente pensando en “viceversa” es posible captar las injusticias.

      Es decir, la mujer pura sería para el imaginario popular el equivalente a una blanca flor. De ahí el “derecho” cuasi sacramental del varón a “desflorarla” y, como si esto fuera poco, a agredir a quien la toque antes o después que él, ya que por el solo hecho de enterrar su bandera masculina en sus genitales tendría el “derecho” de convertirla en su “posesión”. Es de suma importancia reflexionar sobre este tipo de usos tan profundamente arraigados, porque no son intrascendentes sino que sirven tristemente para replicar el concepto de mujer como “objeto expugnable” y, como consecuencia para marcarla como “natural” objeto de propiedad (opcional) del varón.

      Durante mucho tiempo fue cultivada la inconcebible creencia de que las mujeres no tienen apetito sexual. Rectificación: que las “damas” no lo tienen. La famosa “histeria” diagnosticada por psicólogos (históricamente, más ignorantes o necios que informados) y “curada” por medios inverosímiles, no era otra cosa que la manifestación del deseo sexual insatisfecho (y de la imposibilidad real social de satisfacerlo). Por esto, durante muchos años primó el concepto popular de que a las mujeres “honorables” y “decentes” (o sea, a las “damas”) no las excitaba ni les preocupaba el sexo. Es decir, estas sólo “respondían” al llamado del sexo marital, y como si fuera poco, eran capaces de conservar su “honorabilidad” u “honestidad” si a lo largo de toda su vida lograban no ser tocadas por otro que no fuera su marido.

      Ahí viene también la cuestión de la “servidumbre” marital. Desde tiempos inmemoriales se ha considerado a la esposa como ente al servicio ineludible del deseo (o el capricho) sexual de su marido, al que se espera que responda  siempre de buen grado, a pesar de que no desee hacerlo, de que no le apetezca, de que tenga pavor de (volver a) embarazarse, o de que simplemente esté asqueada. Por otra parte, la respuesta negativa de la mujer en dichas circunstancias llegó por consenso a ser tipificada como “frigidez” (concepto que habilitaría de por sí al hombre insatisfecho a buscar consuelo en otras lides), en lugar de tan solo considerar en esos casos a la mujer como víctima de acoso conyugal (el cual debería ser tal vez tipificado como delito, del mismo modo que la violación, por más conyugal que sea).

      El embarazo forzado es un acto de violencia, ya que introduce modificaciones físicas y psicológicas no deseadas en el objeto de la agresión (en este caso, al cuerpo físico y psicológico de la mujer), sin embargo la costumbre insiste en considerarlo un “llamado” del Cielo. La biología de la mujer está confeccionada de tal manera que (aun cuando esta no se lo proponga) reacciona positivamente al estímulo genital, así como a la fecundación. Por ese motivo, el  delito de violación sexual es tan indignante. Porque la verdadera indefensión de la víctima radica en que no dispone de armas fisiológicas para atenuarla. Por ese motivo, más perverso que el hecho en sí de una violación, es la obligación (estipulada por vía legal, social, o religiosa) de la víctima de quedar asociada, para toda su vida futura, con el producto de su daño.  

      El mito popular del “desahogo sexual” del varón (1) ya sería hora de que fuera desapareciendo. La creencia en el “utilitarismo” de la mujer como depositaria (obligatoria o voluntaria) del excedente secretorio del varón (para que este no se “ahogue” en el mismo) debería ser objeto de una seria y exhaustiva revisión. La idea de que el hombre  es libre de exigir a la mujer la supresión de la presión que le produce la secreción de su semen es tan absurda como criminal en sí misma, ya que autoriza implícitamente a los hombres a desempeñarse como animales (en lugar de seres civilizados, como deberían serlo).

      Muchos hombres creyeron durante siglos que acordar un contrato matrimonial con una mujer equivalía a hacerse de una sierva incondicional obligada, a cal y canto, a satisfacerlos. ¡Imperdonable error! Porque el cónyuge varón no adquiere, por ese acto civil el derecho a disponer de su pareja mujer, ni ésta por firmarlo se  compromete a ser sometida. Esas creencias, tan vetustas como irracionales e inhumanas, que infligieron un sufrimiento absurdo (y evitable) a varias generaciones femeninas, deberían ser erradicadas cuanto antes en lugar de admitir por inercia su replicación una y otra vez, aceptando que se naturalicen como ciertas, para que las parejas puedan alcanzar una verdadera salud y una real libertad sexual y reproductiva.

      Pero volvamos a las consecuencias que el concepto de “dama” ha proporcionado a la (falsa) idiosincrasia de la mujer. Otra de las costumbres arraigadas (principalmente por caprichosos y absurdos dogmatismos religiosos) ha sido la de considerar como “mala mujer” a la mujer de vida sexual liberada, llegando al colmo de calificar a aquella que ya no puede hacer gala de su virginidad, como “mercancía dañada” o mercadería adulterada. No sabemos realmente cuál de los dos términos es más vil: si el de clasificar a dicha mujer como “dañada” o el de calificarla como “mercancía”. Es más: peor es el calificativo de “caballero” aplicado a aquel hombre que, después de satisfacerse sexualmente con una de ellas, entiende que es “educado” ocultar los hechos.

      Considerar como persona “impura” a la mujer que ha tenido relaciones sexuales con otro(s) hombre(s) ha causado más siniestralidad que muchos de los accidentes corrientes. Ese concepto arcaico de “impureza” aplicado porfiada y rastreramente (y en forma exclusiva) a las mujeres jamás ha servido para elevar humanamente a nadie. No ha servido para valorizar a aquellos hombres que (por condicionamiento social,  mandato familiar u otras causas) se vieron forzados a elegir mujeres “puras” para su matrimonio, sino todo lo contrario, ha servido para denigrar a cada hombre que (por amor, o por lo que sea) hubiere elegido a una mujer “impura” para construir junto a ella su vida.

      Después de las dos grandes guerras quedó demostrado que la mujer “dama”, de perfil pasivo y ornamental no servía para impulsar el mundo, y que en cambio era la mujer emprendedora, luchadora, creativa y con iniciativa la que debía tomar su lugar. De ahí que el consabido augurio «salute e fligli maschi» haya caducado por sí solo, sin remedio. La mujer no debe “demostrar” al mundo que es digna de atención, sino atenderse y admirarse a sí misma. Tampoco debe ser incondicionalmente “fiel” a sus congéneres masculinos, sino leal a sus propios deseos y principios. Y, solo por ser persona, iniciar la “carrera” de la vida desde la «pole position», igual que el varón.

      Por más que los “memes” culturales, al igual que los genes biológicos muten demasiado lentamente, es importante por lo menos “cruzarlos” con mejores especímenes. Una mujer no es (ni tiene por qué aspirar a ser) una “dama”. Y los hombres no deberían disfrazarse de “caballeros” si es que piensan conservar su animalidad. Por el contrario, todos deberíamos aspirar a ser (y a ser considerados) personas dignas de respeto, atentas a los mandatos de la vida en sociedad, y a la vez humildes y orgullosos de ser personas civilizadas. Hombres y mujeres no estamos enfrentados; solo hemos sido engañados por  un monstruo cultural. Y está en nosotros domarlo concienzudamente.

 

Nora G. Sisto
7 de julio, 2020

 

(1)   Recomiendo leer el artículo completo:  https://www.infobae.com/sociedad/2020/06/05/desahogo-sexual-no-nos-ahogamos-nunca-mas/