121.  La Cáscara de la Civilización

El desfasaje, cada vez más pronunciado entre tecnología y humanización.


Odoo CMS - una imagen grande


      En el año 1964 y a partir de  un estudio acerca de la posible existencia de inteligencias extraterrestres, el astrofísico soviético Nikolái Kardashov (1932-2019)  elaboró una escala para medir el grado de evolución tecnológica de una   civilización según el grado en que esta hace uso de los recursos energéticos disponibles. A partir de esta escala, algunos científicos han descripto los siguientes niveles: nuestro planeta se encontraría en una civilización del Tipo 0  (es decir en un estado en que los recursos energéticos provienen de la materia prima disponible en nuestro planeta). Siguiendo dicha escala, el Tipo II implicaría el acceso al control de todos los recursos de la Naturaleza, incluido el clima y los fenómenos naturales (que de este modo dejarían de serlo), y así sucesivamente hasta llegar al top de la escala que sería el Tipo V, una cultura multiversal en el cual los humanos pasarían a la categoría de omnipotentes controladores (o sea, dioses), no solo del Universo sino del Cosmos en su totalidad (1).

      Como podemos prudentemente suponer, esta aspiración entraña una ideología un tanto utópica (aunque nadie podría tener por seguro que en cientos, miles o millones de años no se pueda alcanzar), sin embargo su soberbia es tan atractiva que, aún en la hipótesis más pesimista, gran cantidad de individuos apuestan actualmente por avanzar hacia su consolidación.

      Podemos imaginar que cuando el Hombre se enfrentó por primera vez al Universo quedó desconcertado. Por eso no tuvo más remedio que armarse de instrumentos especiales (como el lenguaje, el razonamiento, el arte y la religión) que pudieran dar cuerpo tangible a aquellas ideas peregrinas que lo asaltaban, a sentimientos inexplicables que lo avasallaban y a interrogantes que no era capaz de responder. Entonces, posicionándose sobre todo eso elaboró una estructura tecnológica capaz de apuntalarlo sobre el mundo y de ese modo le permitiera ejercer su poder sobre él.

      El acto de civilizar siempre ha parecido útil y necesario. (De otro modo, el Hombre no habría podido rebasar el estatus de un crustáceo o de un orangután.) Y aunque dicho acto es siempre perfectible —por tratarse de una obra humana—, la adaptación de cada hombre a la versión vigente en su  momento histórico le aporta seguridad y da sentido (operativo) a  su vivir. Es decir, como participante de una civilización específica cada individuo puede advertir por dónde le es posible circular, hacia dónde puede dirigirse y sobre todo con qué medios puede contar. No obstante, muchas veces esa misma civilización no es capaz de hacer que este mismo individuo pueda dilucidar con certeza quién ES.

      Por largo tiempo se admiró a ciertas civilizaciones por su “elegancia”. Y a simple vista es cierto que es preferible una  sociedad civilizada, a una manada de antropoides salvajes y sin educación. Sin embargo, dicha elegancia ha servido muchas veces para ocultar un grueso error de base: los objetivos civilizatorios (así como sus métodos civilizadores) no siempre han respondido a las legítimas necesidades de las personas, sino a instituciones arbitrarias (como la Iglesia, la Realeza o alguna que otra empresa multinacional), por lo cual el cometido al sostener dichas instituciones no es, en general la elevación de sus “civilizados”, sino primordialmente el mantenimiento de su Poder (de paso, nutriéndose de la esclavización de la energía de dichos “civilizados”). Por eso, nadie (a excepción de los propios interesados) puede lamentar en esos casos su oportuna “defunción”.

      Como sucede con cada objeto del mundo, todo recubrimiento es superficial y apenas significativo; lo que verdaderamente pesa es el contenido que éste  resguarda con tenacidad. Es por eso que, para que exista cierta coherencia, su interior requiere haber alcanzado una por lo menos aceptable consistencia de solidez. Porque una vez que la cáscara se resquebraja, si su contenido medular no está suficientemente solidificado se desmorona, se diluye o se evapora (lo que podría significar el desperdicio de siglos subsiguientes para volver a formarlo, o que no se recupere nunca más).

      Una cáscara puede esconder tanto a un organismo sano como a la podredumbre más repulsiva y no siempre formas visibles (tanto las opulentas como las precarias) han recubierto grupos humanos consistentes con su Humanidad. Por lo tanto, de vez en cuando es necesario efectuar un cateo, es decir perforarla para obtener una rápida comprobación con el objetivo de dejar al descubierto las fallas humanas que pudieran quedar disimuladas bajo su  distinguido caparazón. (Grandes civilizaciones a lo largo de la Historia, dotadas de admirables estructuras científicas y funcionales han procedido sin embargo incivilizadamente sobre sus integrantes, sometiéndolos a deplorables demostraciones de inhumanidad.)

      Si desde la estratósfera fuera posible visualizar nuestra civilización por su forma, muchos dirían que se trata de un mundo altamente desarrollado, dado su extraordinario grado de avance tecnológico y cultural. Sin embargo, su  caparazón podría estar ocultando un lamentable contenido: un conglomerado informe de células egoístas, inconexas, incapaces de reproducirse en “cigotos” socialmente maduros y multiculturales, y que solo dan a luz criaturas malsanas, fruto de la violación perpetrada por las grandes telarañas políticas y  comerciales que crean “hijos” adictos a su propuesta particular. En suma, una civilización engañosa.

      El ser humano es social y alberga la esperanza de disfrutar de una vida provechosa, prolongada y plena de felicidad. Sin embargo, solo la tecnología educativa parece ser capaz de proporcionarle lo que tanto desea. Las grandes  hazañas  tecnológicas apuntan a la dominación, pero ninguna de ellas se ocupa de mejorar esos aspectos esenciales (y tan simples) que ansía cada persona. Exquisitas y avanzadas tecnologías, con fulgurantes despliegues de infinidad de sofisticados logros materiales pueden infamemente mantener ocultos a individuos en avanzado estado de sufrimiento debido a una sórdida deshumanización. Por eso, si la tecnología avanza a la par de la deshumanización deberíamos detenernos para pensar QUÉ ES lo que con tanto ahínco perseguimos. 

      La experiencia recabada a lo largo de nuestra traza histórica nos dice que el Hombre nunca se ha caracterizado por su inteligencia civilizadora  tanto como por su “inteligencia” depredadora (las ingentes guerras repetidas siglo tras siglo dan cuenta de esta singular “capacidad”). Habiéndose desembarazado de (casi) todos aquellos seres vivos capaces de poner en jaque su existencia (ya sea a través de estrategias de confinamiento, control biológico o simplemente permitiendo su “natural” y paulatina extinción), se ha quedado  paradójicamente con el único ser capaz de destruirlo: él mismo. Y a falta de excusas para continuar luchando contra especies “amenazadoras” (como los animales “salvajes” o los insectos molestos) se ha enfocado a organizar luchas endógenas, étnicas, ideológicas o comerciales, es  decir, a destruirse porque sí.

      He repetido muchas veces que no es cierto que el hombre aprenda  de los errores de sus antecesores (y menos aún, que a partir de éstos solidifique sus aprendizajes), simplemente porque no cuenta con una entidad fisiológica que le permita tal evolutiva educación. No existe una traza mental equivalente a la traza genética, que pueda garantizar la trasmisión de conocimientos, sentimientos o verdades desveladas con anterioridad; el hombre nace mentalmente “nudo” y su mente se modela en función de su adaptación a su mundo temporal.

      La evolución “darwiniana” podrá hacer que se desarrollen o incluso que se atrofien funciones y partes de nuestro organismo; sin embargo no existe ningún proceso o mecanismo que pueda hacer lo mismo con nuestra mentalidad. Podrá decirse que un individuo “está civilizado” si está asociado a una cierta civilización, pero esto no es suficiente. El homo sapiens ha venido mejorando exponencialmente sus habilidades respecto al manejo del mundo, pero ha quedado comprobado, a lo largo de los milenios, que esas habilidades nunca han servido para depurar su “humanidad”.

      No podemos negar que un índice de adelanto tecnológico pueda ser utilizado para catalogar el estado de una civilización en particular. Pero el mejor índice que puede ser utilizado para medir el grado de desarrollo de una civilización es medir el grado de humanización de cada uno de los integrantes. Recordemos que una gloriosa construcción colectiva comienza invariablemente por una magna construcción individual.

 

Nora G. Sisto

Febrero, 2021.

 

(1)   Fuente:  https://es.calameo.com/read/0034517493f01238f7bcb