123.  Necesidad, Derecho y Capricho

Demanda equivocada en época de pandemia.

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       Posiblemente nunca habíamos estado en una situación similar a la que nos ha tocado vivir en este año 2020. La pandemia  de Covid-19 nos impuso un “parate” tan abrupto en todas las actividades que estábamos acostumbrados a  realizar, que nadie en toda su vida hubiera podido imaginárselo. Cuando estábamos seguros de que la marcha del mundo era poco menos que rutinaria, de sopetón nos dimos cuenta —a pesar de nuestro ininterrumpido esfuerzo por    ser la raza dominadora— de lo frágil es nuestra existencia.

      A partir de este cimbronazo inesperado, como habitantes del planeta nos pusimos a pensar (otra vez) acerca de cuál es nuestra función en el mundo. Muchos de los que daban por garantizada su riqueza, su estabilidad laboral o su interminable salud se tuvieron que poner a rediseñar el transcurso del presente y del futuro de su vida. Y es ahí donde comenzaron a aflorar debilidades que orgullosamente (¿o vanamente?) habían supuesto superadas.

      Muchos —al igual que un náufrago se aferra de su tabla salvadora— considerándose suscriptores al “programa del mundo” (y como tales, sujetos de Derecho) comenzaron a reclamar (indiscriminadamente a los gobiernos, a la adversidad, ¡a Dios!) la restitución inmediata de las prerrogativas anteriores, dado que se daba por sentado que éstas habían sido (legítimamente) adquiridas a través del desarrollo de su vida. Sin embargo, eso hizo que comenzara a aflorar un error garrafal.

      En su conocida “pirámide” de las necesidades humanas, el conocido psicólogo estadounidense Abraham Maslow (1908 - 1970) nos explica   gráficamente cuáles y en qué orden se debería considerar el cumplimiento de cada uno de los requisitos básicos para desarrollar aceptable o superlativamente la vida de todos los seres humanos. Van desde las necesidades más elementales (como la satisfacción del hambre o la seguridad física) hasta las que podrían considerarse más sofisticadas (aunque igualmente legítimas) como la sociabilidad y la autorrealización.  

      Maslow agrega que, partiendo de las necesidades de autorrealización es posible entrar en una trama de “metanecesidades” (como la búsqueda de la belleza y la verdad, la simplicidad de la vida o la autosuficiencia), las cuales no son necesidades vitales —cuya insuficiencia comprometería seriamente la vida,  biológicamente hablando—, sino que propenden al ascenso de cada individuo hacia una meta de realización personal. El problema es que, cuando estas no son satisfechas, afloran las que él denomina “metapatologías”, es decir insatisfacciones que nos sumergen en la angustia y la depresión. Ahora, lo interesante de estas dos solicitaciones es que conforman un diálogo cultural  fácilmente susceptible de control y manipulación por parte de ciertos operadores sociales (obviamente para su conveniencia), como pueden serlo la religión, la política o el aparato productor-consumidor. (Basta observar la angustia consumista que surge al no poder comprar un artículo de alto costo.)

      En este sentido, también algunas necesidades básicas pueden ser desplazadas erróneamente al rango de  metanecesidades al ser mostradas bajo aspectos que distorsionan su génesis original. Es decir, la gula puede camuflarse bajo la necesidad de ingerir nutrientes elementales (necesidad de alimentación), el aislamiento con la necesidad de contar con auxilio para hacer frente a las inclemencias (necesidad de protección) y la holgazanería con  la necesidad de poner a “cargar las neuronas” a través un sueño reparador (necesidad de descanso), confundiendo así incluso a los más avezados al hacerles creer que todas se encuentran en una misma categoría conceptual.

      Todo esto podría no constituir en sí mismo un despropósito cultural (o una oportunidad de negocio) si no fuera porque paralelamente surgen (más precisamente, se hacen surgir) ciertas acepciones distorsionadas de los conceptos de Derecho y de Libertad. Veámoslo de este modo: puede consagrarse el “derecho a vivir en situación de calle” confundiéndolo paradojalmente con el derecho a contar con un ambiente propio de habitación y más aún, con el derecho a la dignidad. O puede suponerse un “derecho” el consumo de sustancias tóxicas o seudo-alimentarias equiparándolo con el derecho de todo individuo a la no inanición. Sin embargo, un abismo conceptual separa a ambas concepciones.

      El problema que se suscita en medio de esta confusión es que el individuo común parece no tener posibilidades de entender cuándo le compete clamar por sus derechos y cuándo es instigado a reclamar la satisfacción de caprichos que le son incorporados como parte de su “educación” cultural. Ser casto, bello o perfecto, por ejemplo es un capricho, no un derecho (ni una necesidad).      Alcanzar fama y fortuna también es una metanecesidad porque va más allá de la necesidad deficitaria de obtener recursos elementales  para sobrevivir. (Es por eso que obsesionarnos con el dinero nos produce la  metapatología de una profunda e injustificada angustia existencial.)

      Se supone universalmente que la noción de Derecho es intrínseca al ser humano. Es decir, todos tendríamos Derecho. Sin embargo, existen “derechos” concebidos falazmente que nos indican que no. Por ejemplo, no tendríamos “derecho” a satisfacer metanecesidades como la de ser sexualmente atractivos, vivir eternamente felices o ser aclamados por la multitud. Así como tampoco tendríamos por qué caer en la depresión por no lograr nuestros deseos, sino ser capaces de procesar inteligentemente la frustración. Pero no la frustración por no ser sexualmente atractivos, no vivir eternamente felices o no ser aclamados por la multitud, sino la frustración (saludable y educativa) de admitir que existen  hechos que se nos oponen y que nos recuerdan con su oposición que somos seres falibles e imperfectos (aunque factibles de perfeccionar).

      La satisfacción o insatisfacción de las necesidades humanas no constituye (no debería constituir) de ninguna manera un argumento cultural para motivar, desalentar, admirar o estigmatizar a las personas, ya que (solo) indican deficiencia, suficiencia o superávit. Sin embargo, en el caso de las metanecesidades su “déficit” conduce a un inédito concepto: el de “capricho sustentable”. “Capricho”, por ser postergable, y “sustentable” porque existen organizaciones dedicadas específicamente a no permitir su postergabilidad. (De ahí que el concepto de “libertad” también contenga ciertas reservas.)

      Es muy fácil confundir “derecho” con “capricho” o “necesidad”. Es por eso que hoy nos vemos constreñidos en usos que previamente a la presente  emergencia sanitaria teníamos fuertemente incorporados a nuestra vida cotidiana (como por ejemplo ir a la cancha a presenciar un partido de fútbol, asistir a un centro comercial o disfrutar de la pegajosa proximidad corporal).     No obstante, deberíamos analizar concienzudamente si reclamar el  restablecimiento de dichos usos debería o no  ser considerado un derecho ad hoc, es decir si en verdad con dicho reclamo se trata de restituir una necesidad básica que por deprivación derivó en insatisfecha (lo que significaría un derecho inalienable) o si solo intentamos volver a satisfacer un capricho habitual (aceptable en otras circunstancias pero reprimible en la situación actual).

      Para la vida de un individuo, la trascendencia que puede llegar a tener la omisión de la satisfacción de sus necesidades vitales (como el alimento, la seguridad o el amor) no es la misma trascendencia que tendrá limitar sus necesidades impulsivas de autorrealización, que en última instancia son caprichos (ponderables, pero caprichos al fin). Es decir, es legítimo e ineludible  reclamar el derecho a acceder a ingresos que nos permitan subsistir, aunque no parece lógico reaccionar negativamente ante la perentoria imposibilidad de adquirir el último modelo de automóvil o la de ver una película distinta cada día de la semana. Porque, por más que intentemos asemejarlas, no es lo mismo una necesidad vital que una metanecesidad.

      Si hoy encontramos restringido nuestro “derecho” a acceder a eventos evitables como el acudir al gimnasio para tonificar nuestra musculatura, al salón de belleza para acicalarnos, o no nos está permitido realizar festejos o salir a la calle para mostrarnos ante los demás, no deberíamos enfermarnos de angustia o sumirnos en una negatividad depresiva. Todo lo contrario, deberíamos dejar de mirar nuestros respectivos ombligos y volver nuestra mirada hacia aquellos individuos cuyas necesidades vitales han sido vilipendiadas por los efectos devastadores de la pandemia, los cuales pugnan lastimosamente por sostener su resiliencia y resguardar sus magros ingresos económicos para lograr subsistir.

      La satisfacción de las necesidades básicas y vitales del ser humano produce (o debería producir) empatía y solidaridad, y el objetivo central para los gobiernos, comunidades y/o personas individuales es (o debería ser) encontrar la manera de que todos, sin excepción, puedan alcanzarla. En cambio, la puja por la satisfacción de metanecesidades, es decir la fuerza por alcanzar metas individuales cuyo objetivo es la autorrealización (por supuesto también válida, aunque no vital en sentido estricto)  genera individualismo egocéntrico, así como  la frustración de las mismas da origen a metapatologías (como la desconfianza, el odio, el sinsentido o el aburrimiento) que mantienen a las personas dentro de  una opaca nube de polvo que les impide ver con ojos humanos la cruda realidad.

      Este desgraciado hito histórico nos ha hecho poner a unos cuantos las barbas en remojo. La histórica soberbia que nos ha motivado incansablemente  a sobresalir ha sido puesta en una pausa educativa magistral en la cual tenemos  que re-aprender ciertas condiciones para permanecer en el mundo. La autorrealización es una meta superlativa, pero postergable. La vida humana, por el contrario, no lo es. Por más que contemos con la incansable y altamente loable labor de médicos y paramédicos, el otorgamiento de la salud y la vida no es una potestad humana ni un bien que todos merezcamos y que por lo tanto, por capricho, podamos despreciar. La oportunidad de vivir es única para cada uno de nosotros y nuestros congéneres, por lo tanto respetarla y fortalecerla es (o debería ser) para todos la ÚNICA prioridad.

 

Nora G. Sisto

Diciembre, 2020