130.  El Espectáculo de Ser

El protagonismo y sus malignas patologías.

Odoo CMS - una imagen grande

      Generalmente se considera al ombligo como el centro de gravedad de nuestro cuerpo. Por eso, ser “el ombligo del mundo” significa para nosotros estar en el punto justo de convergencia de las fuerzas (mayormente sociales) que accionan a nuestro alrededor. Debido a esto, una inmensa mayoría de gente busca “centrarse” en la escena pública para que los demás no pierdan el enfoque sobre ellas.

      Muchas son las formas en que alguien puede acaparar la atención de los demás, y han sido cambiantes a lo largo de la Historia. Desde el señor feudal, vértice absoluto de convergencia no solo del espacio geográfico (porque su prominente lugar de residencia así lo imponía) sino también del pensamiento popular (ya que su preponderancia descomunal hacía para sus vasallos imposible sacárselo de la cabeza), siempre ha habido en nuestro mundo personajes cuya prepotencia presencial era por sí sola indicadora de superioridad. Grandes (e inimitables) dominadores del mundo (como los emperadores, los dictadores o los indiscutidos “influencers” del pensamiento popular), así como los héroes de hazañas inigualables (como los victoriosos combatientes de las guerras, los virtuosos de la música, los chamanes de la medicina o los genios de la creatividad) han concitado a través de los siglos la atención, la admiración y, por qué no la envidia de la población universal.

      Es así que la aparición en un escenario o en un podio reservado a personalidades descollantes haya servido no solo para diferenciar individuos sobresalientes por su presencia prominente sino que (ante la imposibilidad de superarlos, o igualarlos) ha puesto a la gente común en la posición de espectadores resignados a admirarlos desde la llanura, cual dioses en lo alto de un Olimpo terrenal. Pero estos puntos focales no solo han servido para comparar su magnitud con la de los simples mortales, sino que han constituido en muchos casos un factor motivacional para intentar construir un destacado camino propio de superación personal.

      Hoy, sin embargo para quien se proponga sobresalir existen otras formas (menos exigentes, más cómodas y disponibles) de lograrlo. Desde mostrarse en las redes sociales mediante selfies sexys hasta aparecer en la crónica roja de los noticieros, son varios los medios gracias a los cuales aquellos individuos menos agraciados en dotes envidiables pueden hacer gala de su presencia (aunque no tengan en definitiva nada importante o trascendente que mostrar) y son utilizados denodadamente por éstos para aparecer, a como dé lugar, en la palestra.

      Si bien hasta hace algunos años el principal medio publicitario era aparecer en el encabezado de los diarios o en la tapa de alguna revista de gran tiraje, en la actualidad el principal instrumento de muestreo es la pantalla tecnológica (la TV, la Tablet o el teléfono móvil) y el summum de las pretensiones para cualquiera es ser visto allí por otros (en realidad, por muchos otros; cuantos más, mejor). El asunto es simple: no importa qué mostremos ni cómo; lo importante es que seamos identificables y que lo que mostremos sea suficiente para provocar en los demás un “shock” de tal magnitud que nos sitúe como tema de conversación o “trending topic”. 

      Sin embargo, un cambio sustancial parecería haberse producido con relación a la exposición tradicional: no parece haber necesidad de encontrar un motivo. Tampoco se necesita disponer de promotores publicitarios, porque es suficiente la auto-proclamación. Es que, en muchas de las mentes actuales, para alcanzar la realización en la vida parecería ser suficiente alcanzar la cima de la notoriedad. Porque eso, absurdamente parecería simbolizar alguna forma de poder.       

      Pero, ¿de qué poder estaríamos hablando? ¿Acaso la auto-exposición cuenta como potencia personal? Ciertamente que no. Pero desafortunadamente nuestra cultura ha sido abonada con la ideología del consumismo, para la cual la exhaustiva exposición (de artículos para la venta) tiene el poder de potenciar las chances de enriquecerse (en dinero). Sin embargo, eso no cuenta si el “artículo en venta” es la propia persona. Y, salvo contadas excepciones, mostrarse no reditúa como para enriquecerse con dicha exposición.

      También es improbable que con mostrarse se busque incrementar el poder de convocatoria, ya que el hecho de exhibirse no viene impulsado en general por un afán de adoctrinamiento o de catequización de la masa espectadora. Tal vez podría pensarse que en cierta forma se apunte al poder de seducción, pero lamentablemente esto tampoco parece cierto, ya que los millones de fotografías que se “cuelgan” en la web terminan intrascendentemente en el “tacho de la basura” de quienes ya las vieron, o una vez que el efecto sorpresa deja de funcionar. Pero a lo que sin lugar a dudas la exhibición personal parece apuntar es a un incremento desmedido del egocentrismo y de la vanidad.

      Ahora, ¿cuál podría ser el móvil que hace que figurar en la escena pública se vuelva casi una necesidad? Posiblemente la carencia de afecto humano sea la causa primitiva de tal requerimiento, porque desde que el mundo es mundo la miseria humana siempre se ha curado exitosamente con el remedio de la atención de los demás. Y en un mundo en el que la emocionalidad parecería únicamente percibirse a través de situaciones de miedo o de demostraciones de sexualidad, el verdadero amor humano (principal sustentador de la existencia humana) debe ser forzado, ya que se extingue día tras día, cada vez más.

      A pesar de eso, actualmente el fenómeno parece haber ido más allá de un simple paliativo de la carencia emocional y haberse convertido en una especie de nueva idiosincrasia. Y desde el momento en que se ha instalado como un hábito de megalomanía generalizada, merecería ser observado atentamente. Así se trate de un resorte  de situaciones de narcisismo, de pérdida del pudor o de abandono de la conciencia ética y moral, debería ponerse atención en todos esos casos, pues es triste (y en algunos casos, peligroso) que un individuo pueda creer no existir si no aparece retratado como símbolo sexual, como criminal o como “freaky”.

      Es natural que nos envanezcan los aplausos. Comenzando en la niñez por  la aprobación parental ante una gracia o pantomima, pasando por la admiración del grupo de pares ante un logro académico, una hazaña deportiva o la conquista de una pareja excepcional, parecemos disfrutar del encomio público y nos empeñamos en replicar (y potenciar) aquellas instancias de destaque, cuantas veces sean necesarias, con tal de asegurarnos la complacencia general. Y eso no parece malo, si ayuda a que nos perfeccionemos como personas.

      Sin embargo, esa actitud se vuelve patológica cuando la búsqueda de aprobación se torna  obsesiva y más aún cuando el mérito para obtenerla es nulo, banal, insignificante e insubstancial, cuando no, aberrante. Es bastante preocupante la actitud de auto-denigración de algunas personas que creen que para ser “cool” y despegadas de la “normalidad”, deben por ejemplo delinquir cruelmente (y mostrarlo subiendo sus propios videos) o hacer de su cuerpo un folletín publicitario de su (supuesta) potencia sexual. En todo caso, este modo de protagonismo no parece ser la actitud más saludable para ser acunada (y privilegiada con el aliento del público) por una sociedad.

      ¿Cuál es realmente el “valor” de mostrarnos porfiadamente? Es cierto que la cultura de la imagen y el espectáculo —que es actualmente la que comanda nuestras vidas— se ha ocupado de inhabilitar como centro de interés a todo aquel otro ítem que no sea la apariencia, y nos ha sumido en un mundo paralelo en el que cualquier otro tipo de poder se muestra como más fuerte que el poder de la educación y la cultura individual. Es así que actualmente casi nadie admira (ni envidia) a quien exhibe con orgullo un título universitario (porque su poder ya no es “atractivo”) y en cambio un número creciente de individuos tiende a focalizar sus energías por ejemplo en la visualización de una “espectacular” violación grupal.

      Este nuevo (e inconducente) hábito de llamar la atención hace que cada persona se vea compelida a organizar la masa atencional de quienes la rodean, y concentrarla, no hacia propósitos trascendentes (como podría serlo algún logro social productivo o beneficioso para toda la Humanidad), sino a ponerla al servicio de un solo objetivo (tan vacío como pueril): alimentar su síndrome de “celebrity” colocándose en un altar (tecnológico) para ser venerada (vacía, aleatoria, tonta e indiferentemente) por los demás. Es decir hacer de sí misma el “centro” (generalmente imaginario) del mundo,

     Para cualquier individuo sumergido en ese sistema maligno, la sed de atención sobre él se convierte en su objetivo primordial (y a veces desgraciadamente, el único), produciéndole una angustia difícil de manejar. Es decir, una espiral dinámica e imparable que refuerza recurrentemente su angustia  (ya que la exigencia siempre supera a la posible respuesta compensadora), no dándose en consecuencia abasto a la creciente demanda de motivos por los cuales intentar ser admirado y no dejar de serlo ni por un segundo. Es como si el mantenimiento de la atención sobre su persona pudiera asegurar el mantenimiento de su “vida”.

      Al parecer, las necesidades de afiliación y reconocimiento son básicas, y deben ser satisfechas para que nos podamos desarrollar. Sabernos parte de algo y  sabernos reconocidos por otros individuos son demandas que no podemos postergar. El problema en la actualidad es encontrar quiénes estén dispuestos a hacernos formar parte de algo y a reconocernos por nuestro valor como seres humanos. Por eso parecería que, a falta de individuos que confirmen, con su actitud empática y solidaria (y por eso, educativa) nuestra existencia, nos vemos compelidos a enviar e imponer agresivamente nuestra presencia a los demás.

      Tal vez la dramática constatación de que el mundo es cambiante e impredecible (y que por lo tanto no podemos confiar en su perdurabilidad) haya actualizado dramáticamente nuestra percepción de lo eterno, y esta amarga realidad nos haya revelado en consecuencia que no existe nadie que pueda prometernos su atención “ad infinitum” (porque probablemente no exista tal eternidad). Y es posible que esta revelación nos apremie a “ser” instantáneamente en lugar de proyectarnos a un incógnito futuro, y en consecuencia a sentirnos vivos en la medida en que alguien desde afuera confirme nuestro “ser” con su (tonto) “like”.

      Pero la atención saludable y formativa no es aquella que se enfoca por apenas un instante sobre absurdas caricaturas de nosotros mismos y nos engolosina con aplausos sin sentido y millones de íconos de aprobación (placer que se disipa generalmente tan rápido como se gestó). Por el contrario, la atención deseable es aquella que nos lleva a ser íntegramente personas como culminación de un proceso de crecimiento y fortalecimiento, al lado de quienes nos apuntalan con su actitud educadora.

 

Nora Sisto

Junio, 2021