31. La Vida Consumida

Cómo el culto al consumo consume la cultura de la vida.

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Un “bien de consumo” no es otra cosa que un artículo de uso común que se toma y se procesa agregándole atributos que lo hagan apetecible para su venta. Ya sea a través del envase o de sus propiedades, la manipulación de un artículo cualquiera es el proceso clave para obtener de él un “bien de consumo”. Técnicas de mercadeo sofisticadas estudian exhaustivamente y con rigor científico los mejores packings, los colores, los olores, las sensaciones táctiles y muchos más efectos psicológicos que  puedan ser ejercidos sobre el posible comprador, con el fin de proveer a su producto de las armas más eficaces para vencer su voluntad de compra. Vender es vencer. Y cada “tanto” obtenido por la rendición del usuario es un tanto acumulado para la ganancia del vendedor. Además, el marketing de un producto apunta siempre al target más vulnerable porque está llamado a ser el más lucrativo. Es la “presa” perseguida por los industriales y comerciantes para colocar la mayor parte de sus productos. Entonces sobre éste se descarga toda la batería publicitaria con tal de  conseguir torcer su intención de compra en su beneficio. Y podríamos decir que los adolescentes constituyen, en este sentido una de las presas más codiciadas (por ser fáciles de seducir), por lo que sus vidas transcurren corrientemente al borde del abuso comercial, es decir su acuciante orden de captura que los impele a comprar artículos tras artículos los coloca en la posición de víctimas de violencia por hostigamiento.

Este acoso que persigue sin tregua al posible comprador se instrumenta a partir de las más inverosímiles estrategias de persuasión, las que son desarrolladas por equipos multidisciplinarios formados por psicólogos, sociólogos, diseñadores y otros técnicos  especializados, y luego puestas al servicio de los departamentos comerciales de las empresas. Estudios de preferencia de elección, de facilidad de uso, de afectividad hacia el producto, y muchos más respaldan las campañas publicitarias y de venta masiva, llevando al individuo común a ser un rendido vasallo a los pies de un aparato comercial poderoso. Frente a una botella de Coca-Cola, el consumidor le ruega a ésta “acostúmbrame”, al igual que el zorro le pedía al Principito “domestícame”, y seré tuyo para siempre… Ya en su promocionado libro “Los moldeadores de hombres” (1), el economista y sociólogo  norteamericano Vance Packard nos advertía acerca de las estrategias que utilizaban (o estarían próximos a utilizar) los científicos para moldear a las personas, tales como estímulo y modificación del cerebro, programación de la conducta, manipulación de los genes, control por medio de la radio (y la TV), creación de nuevas formas de vigilancia y fabricación de órganos humanos.  Casi cuarenta años después, podemos constatar la veracidad de sus “predicciones”. Y en su momento, el psicólogo también norteamericano B.F. Skinner (2) nos advertía que “no hemos visto aun lo que el hombre puede llegar a hacer del hombre”… y en consecuencia del Hombre.  Increíblemente, el mañana de estos pensadores es nuestro hoy.

La ideología consumista se  basa en hacer que las personas se rindan a los usos y preferencias que se les imponen (y que terminan por dominarlas). De esta forma se logra que todos adopten exactamente los gustos que se les indica (por otra parte, idénticos a los de los demás), vistan todas las mismas prendas de ropa, utilicen los mismos artefactos, pronuncien exactamente las mismas palabras y luchen por la defensa de los artículos de consumo masivo de “última generación” como estandarte de sus ideales. En particular, los adultos partícipes en esta ideología son los que contribuyen a naturalizar y replicar todos aquellos preceptos que la fortalecen, transmitiendo con su actitud a las nuevas generaciones la idea de que el logro de una madurez biológica, intelectual o afectiva no sería otra cosa que la adquisición de un alto estatus consumista. Así, el cuidado y la conservación del planeta y del hombre que en él habita son dejados de lado, arrollados por una avalancha de consumo que oculta adrede la percepción natural de las cosas al superponerles sus propias formas de percibir y sus propias reglas. Haciendo caso omiso a advertencias que desde hace más de un siglo se han venido acentuando (como la inmortalizada en la conocida declaración del Gran Jefe Seattle de hace casi dos siglos (3)), el hombre se ha venido convirtiendo él mismo en un bien de consumo. Y a los jóvenes se les hace muy difícil aprender a vivir en un mundo en el cual la regla de juego no es elegir algo bueno por ser bueno o defender  una vida mejor por ser saludable, sino elegir lo arbitrario por estar de moda o conformarse con lo mediocre solo por ser redituable.

Cuando Abraham Maslow (4) sintetizó en su conocida pirámide (5) las necesidades básicas de los individuos, no imaginó tal vez que cada una de ellas podría llegar a ser presentada al público como un bien de consumo. Sin embargo es así. A medida que la industria del consumo se fue expandiendo, fue adueñándose de todos y cada uno de los aspectos relacionados con la vida de las personas que fuesen factibles de ser vendidos. Por ejemplo, la alimentación, cuya base es el sustento nutritivo del ser humano pasó a ser ofrecida al público por sus propiedades divertidas. Tanto es así que comer unos snacks parece ser elegido por garantizar un momento de esparcimiento, más allá de que pueda elegirse o rechazarse ya sea porque adicione alguna ventaja nutritiva o sea capaz de desequilibrar la dieta de quien los ingiere. El descanso por su lado, tiende a ser satisfecho por sus posibilidades decorativas más que por la necesidad de renovar energías, ya que por ejemplo cuando compramos un somier no lo hacemos pensando en una cómoda noche de sueño sino en lo decorativo y lujoso que se verá en nuestro dormitorio. La vestimenta es un caso extremo. Sus propiedades, que fueron en un principio protectoras y morales ya no cuentan, y en su lugar buscamos vestir prendas cada vez más extravagantes (o absurdas para su función) solo por seguir fielmente las exigencias de la moda.  El ejercicio de la sexualidad tampoco escapa a esta oferta feroz. La pareja feliz de otras épocas, que aspiraba a serlo tal vez “para toda la vida” es publicitada ahora como la pareja hot. No importa cómo ésta funcione, sino la esplendidez con que se muestra ante los otros. La higiene, representada tradicionalmente por la limpieza básica (con agua  y jabón) se ofrece ahora  insistentemente como protección antiséptica. La salud, o sea la conservación de un cuerpo saludable es vendida como la urgencia de “estar en forma”. La seguridad, que es la garantía de una vida plena se comercializa a través de las empresas de seguridad privada. Y la lista sigue… Incluso la educación, que pareciera tener que escapar a ese catálogo siniestro, se comercializa  también en la oferta de acreditación de innumerables diplomas y carpetas de curriculum. Y la autorrealización ya no tiene que ver con cuajar las aptitudes personales, sino que es comercializada a través de una serie de tips de realización espectacular. Parece ser más productivo, por ejemplo  “realizarse” a través de unos exuberantes implantes mamarios que a través de una carrera universitaria.

Parece casi ilimitado el catálogo de cosas que se pueden consumir (léase: comprar). La fabricación de objetos cada vez más sofisticados, como por ejemplo los microchips o hasta los órganos humanos por medio de las impresoras 3D, parece no tener un techo. Todos y cada uno de los objetos más preciados de este mundo pueden ser procesados, vendidos y comprados por quien los pueda pagar. Sin embargo, existirían algunos bienes  imposibles de comercializar. Tal vez por ser difíciles de “procesar” para su venta. Son los bienes in-consumibles, es decir aquellos objetos invisibles e incorpóreos que no pueden ser (por lo menos, no tan fácilmente como los demás) convertidos en bienes  de consumo. El conocimiento es uno de ellos, tal vez porque su informidad y su falta de concreción física no lo permiten (digamos…por el momento).

Pero, lamentablemente el comportamiento del público consumidor ya ha sido condicionado fuertemente para reaccionar positivamente ante la oferta de los bienes “consumibles”. Su atención ya está focalizada en una oferta que le es hecha sistemáticamente y ante la cual solo tiene que asentir. Y todos los otros productos que no respondan a esa dinámica escapan a su foco de atención. Por lo tanto, bienes como el conocimiento y el saber no son actualmente demandados y no forman parte importante en la gama de productos apetecibles. El saber no tiene forma, gusto, olor o sabor que pueda provocarnos. El conocimiento tiene casi un valor matemático: existe o no existe. Además, ambos parecen ser bienes improductivos a corto plazo. Por lo tanto, no bregaremos por ellos. El hecho de ser bienes perdurables hace que no puedan ser vendidos en ofertas imbatibles o liquidados en outlets a precios irrisorios. Tampoco admiten adornos superfluos que los promocionen. No producen ganancias inmediatas. No son taquilleros o bestsellers. No forman parte de la mayor oferta ni de la mayor tendencia de demanda, por lo que no nos sorprende que industriales, comerciantes y políticos no pongan en ellos su mayor atención. Es más: cuanto más escuetos sean, más probabilidades tienen de no convertirse en un escollo para la comercialización de todo lo demás.

Bajo este concepto, el hombre mismo corre el riesgo de convertirse en objeto de consumo. Es decir, si un individuo pasa a ser preciado en función de su superficialidad en lugar de serlo por sus cualidades personales o sus capacidades productivas, deberá atenerse a ser para los demás un objeto deseable o indeseable, útil o inútil, adquirible o no, según el precio con el que se cotice. Entonces, deberá ser tasado en el “mercado bursátil” social, según las leyes del comercio y de la demanda, pudiendo llegar a ser en consecuencia a-preciado si logra conmover el afecto de otras personas, menos-preciado cuando su valor no logre imponerse sobre la competencia, y des-preciado cuando la oferta de su persona ya haya pasado de moda.

 
Nora G. Sisto

18 de febrero, 2017


(1)    N. 1977

(2)    1904-1990

(3)    En la famosa carta enviada por Gran Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, en respuesta a la oferta de compra de las tierras de los indios Suqwamish en lo que ahora es el Estado de Washington, en1855, éste nos dice: “Ustedes deben enseñar a sus niños que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro pueblo. Enseñen a sus niños lo que enseñamos a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, le ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, están escupiendo en sí mismos. Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. …..La tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos. …..Este destino es un misterio para nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas obstruida por hilos de hablar. ¿Qué ha sucedido con el bosque espeso? Desapareció. ¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció. La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia.” 

(4)    Psicólogo norteamericano (1908-1970).

(5)    Esquema  visual para explicar su teoría de la «jerarquía de necesidades» humanas. Desde la base hasta la cúspide:   necesidades fisiológicas, de seguridad, sociales, autoestima y autorrealización.

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