35.  Esa Maldita Mujer

La construcción social de la figura de la mujer (hecha  históricamente por hombres).

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El año pasado tuvimos la suerte de ver por TV la telenovela de origen turco “¿Qué culpa tiene Fatmagϋl?”. Fuera de todo lo esperable en materia de culebrones, nos sorprendió gratamente el tratamiento que se hacía en dicha telenovela sobre la condición de la Mujer, casi como una lección a ser aprendida por sus televidentes. El argumento versaba sobre una chica pobre asaltada y violada salvajemente por tres muchachos de clase alta al comienzo del primer capítulo, lo que sacudió a los espectadores desde un comienzo. Esta anécdota constituyó el hilo conductor de todos los episodios de la serie, mostrando con gran acierto distintas actitudes respecto a ese hecho, encarnadas por cada uno de los personajes. En una oportunidad anterior me explayé sobre los personajes femeninos, destacando en primer término a Fatmagϋl. Pero hoy quiero hablar de los personajes masculinos, porque representan las diferentes actitudes que los hombres tienen hacia la mujer en general.

El primero es el personaje de Mustafá, inicialmente el prometido de Fatmagϋl. Mustafá ha recibido una educación típicamente machista, sustentada principalmente por su madre. Por este motivo aspira a tener para sí una mujer ama de casa, exclusiva y especialmente virgen como indica la tradición. Pero dada la agresión que sufre su prometida, todo ese mundo ideal queda reducido a cenizas (literalmente) y su efecto devastador comandará en lo sucesivo todas sus acciones, en particular su sed de venganza, sobre todo hacia la chica ya que ella es señalada como la “culpable” (por ser considerada “incitadora” y más tarde sospechosa de “traición”) de toda esa tragedia. Incapaz de dar marcha atrás a sus decisiones, sobre todo para no mostrar a su familia y amigos una “debilidad” de carácter,  Mustafá se aleja cada vez más del rumbo que había planeado y se convierte en un individuo vil y despiadado. En un pasaje de la telenovela conoce a una prostituta con la que tiene un hijo. Comienza así una lucha interna de sentimientos encontrados entre el amor que ésta le profesa y que él no se permite corresponder por el estigma que ésta carga. Se debate así entre lo que sus sentimientos le dictan y lo que su “deber” como exponente social del estereotipo masculino le permite, no pudiendo encarar una saludable reconversión de su vida, y por eso involuciona y muere.

Los responsables de la violación son cuatro jóvenes. El más sobresaliente es Erdogan, un chico de la alta sociedad proveniente de una familia de gran poder económico pero con un padre de poco peso contrastado con la brillantez y el poder que ostentan otros ejemplares masculinos a los que admira y envidia. Compite implícitamente con un personaje despótico (Reşat, el “macho alfa” de su familia) que es el que domina la empresa, y busca la forma de afianzar su poderío desplazándolo. La figura de la mujer es para él solo un instrumento, un trofeo en disputa, un medio disponible para utilizar y alcanzar  sus metas. La chica a la que viola es para él solo un objeto disponible en ese momento, y su vulnerabilidad una vía libre para sus actos. Al verse acorralado ante un jurado intentará culpar a la víctima y desarrollará un comportamiento sádico y obsesivo para desacreditarla y acabar con ella. Reşat por su parte es un hombre maduro e inescrupuloso cuyo poder económico y empresarial le “permiten” hacer y deshacer no solo en lo relativo a los negocios de su empresa (muchos de ellos fraudulentos o abusivos hacia terceros) sino en su vida personal. Una mujer hermosa, poderosa o valiosa en algún sentido es para él un botín a ser disputado con otros hombres y conseguido a cualquier costo.

El segundo personaje que interviene en la violación es Selim, único hijo de Reşat y por consiguiente poseedor de un espléndido linaje social y heredero de una empresa millonaria. Su vida ha transcurrido como la de un príncipe, sin contacto con la realidad del mundo, dentro de  una burbuja donde todo le ha sido otorgado sin tener que mover un dedo. Esto le ha valido una cierta candidez en muchos aspectos de su vida, fruto de su inexperiencia y su poca “calle”. Es el candidato ideal para sumarse a las andanzas de Erdogan, interpretándolas como un aprendizaje para ser él también un “chico malo” replicando así el concepto de adultez varonil que le han llevado a construir  los modelos masculinos que ha percibido durante todo el transcurso de su vida. Al ser enjuiciado y encarcelado no revelará nunca un estado de conciencia real sobre lo sucedido, quedando a la espera de aquella ayuda mágica o milagrosa que lo saque de ese trance desagradable. Tampoco experimentará arrepentimiento por haber protagonizado el hecho, sino angustia por lo que el hecho le ha producido a su propia vida.

El tercero de los violadores es Vural, chico tímido, hijo de una pareja heterosexual disfuncional. Dado su enorme sensibilidad, Vural internaliza todos los pormenores de la  desavenencia de sus padres, y absorbe penosamente la falta de acompañamiento y de afecto verdadero de éstos hacia él. Su escape consiste en  adicciones que lo ayudan a evadirse de la realidad y del mundo. Es prácticamente una hoja al viento. Por eso participa por inercia de cualquier cosa en la que lo involucran sus amigos sin anteponer su voluntad o hacer valer su criterio. Viola a la chica sin interés ni convicción, solo porque los otros dos se lo demandan. Vural es el único de estos tres personajes que cargará con un peso tan grande en su conciencia que lo llevará a buscar su propia muerte.

Por último tenemos al personaje de Kerim, un chico “de barrio” criado dentro de buenas costumbres y fortalecido afectivamente. A pesar de su condición humilde  ha sido “aceptado”  en el círculo de los tres chicos adinerados y considerado (a los efectos de sus andanzas) como un par. Kerim es engañado por sus “amigos” haciéndole creer que es él el violador y por eso se casa con la víctima (“castigo” impuesto al parecer por la sociedad turca para compensar el acto delictivo). Kerim desarrolla una empatía hacia ella que deriva en amor, por lo que elige pasar a segundo plano a pesar de sufrir por el mismo hecho y pone a la chica en un lugar preferencial de atención, ayudándola con cariño y paciencia a hacer frente al episodio traumático, a solicitar ayuda psicológica y a encaminar el proceso de recomposición de la confianza en sí misma, a recuperar su esperanza en el futuro y a volver a creer en (la mayoría sana de) los hombres. Y como sucede en la mayoría de las novelas, se llega a un final feliz.

Me pareció por demás interesante rememorar esta situación ficticia como punto inicial para hacernos reflexionar una vez más sobre la violencia hacia las mujeres. No tanto por la violencia en sí misma, que ya es bastante sino por lo inevitable que ésta parece ser en todos aquellos casos en que se señala a la mujer como la “culpable” de la agresión a la que es sometida. La violencia hacia las mujeres no se dispara, como muchos hombres quieren creer, por la actitud de la mujer. Esta violencia comenzó hace muchísimo tiempo cuando en el mundo se tuvo la necesidad de interpretar culturalmente  a la mujer para “catalogarla” y no se disponía más que de dos o tres aspectos muy simples que la caracterizaban, a diferencia del hombre cuyo protagonismo social (sobre todo por su actuación notoria en las guerras, en la dirigencia política y en el patriarcado de los grupos humanos) ya había aportado señas suficientes.  Tengamos en cuenta que en cada época, la figura de la mujer así como la del hombre han tendido a ser estereotipos o construcciones culturales, interpretaciones simplificadas y operativas de una emergente y extraordinaria biología que no se ha podido hasta el momento descifrar.

Desde la antigüedad entonces, la mujer ha sido una fuente de interrogantes y sorpresas. Para el hombre primitivo que no disponía de un lenguaje de comunicación, las mujeres eran nada más que hembras que usaba para saciar su instinto sexual, por lo que  preñaba al mejor estilo animal a cualquiera que se le apareciera en su camino. Pero con el avance de las civilizaciones, la mujer fue desprendiéndose de aquel estigma como simple vertedero de semen y procreadora, para conquistar nuevos lugares. Versionar en cada época a esa figura femenina que no se presentaba tan claramente como la del varón era sin dudas trabajoso, y la cultura tuvo que comenzar a abreviar y a sintetizar los signos que parecían más llamativos para perfilarla. La sola conformación corporal de la mujer, con sus órganos sexuales internos (a diferencia del cuerpo del varón en el que todo está “a la vista”) dio pie desde el comienzo de la Historia a la creación de los mitos y misterios más profundos. Solamente con pensar en el efecto de rechazo que la sangre menstrual y las secreciones vaginales fuente de olores nauseabundos (1) tuvo seguramente en algunos hombres, podemos entender de qué manera esto alimentó la idea de que introducir un pene en una vagina era casi como introducir un dios en una cloaca.  La mujer era en aquella época prácticamente un “alien”. Además, ni su voz ni su voto existían en ningún ámbito, limitándose a obedecer a sus respectivos “dueños” masculinos.

Vale decir que desde tiempos remotos se fue afianzando un concepto cultural de la mujer como un ser secundario, solo e ineludiblemente necesario para la procreación. Más tarde, la construcción cultural pasó a centrarse en la visualidad del cuerpo femenino, ya que por una evolución de la vestimenta, sus partes y sus formas comenzaron a salir a la luz. De este modo se comenzó a tejer una trama moral asociada al mayor o menor grado de muestreo. Se cuestionó el largo de las faldas, lo osado de sus escotes, lo aventurado de los colores de las prendas, asociando directamente el rango de su exposición pública a una puntuación de virtud o desvergüenza. También las actitudes de las mujeres tuvieron que pasar por la óptica cultural que se ocupó de calificar con malas notas a las mujeres fumadoras, a las fiesteras, a las madres solteras y a otras cuyo comportamiento dejara lugar a dudas sobre su “buena reputación”. En toda esta evolución, fue necesariamente el hombre quien marcó las pautas culturales, ya que las mujeres por todo lo antedicho se encontraban recluidas en sus hogares y solo aparecían en público como acompañantes y adornos de sus maridos (2). Es decir, cuando la “marea” femenina comenzó a agitar las aguas de un océano cultural que mantenía su quietud y su orden basados en la opresión de las mujeres, muchos hombres perdieron su orientación. Pero en esta empresa algunos hombres no entendieron los cambios o no quisieron darse por aludidos para poder mantener cómodamente su posición hegemónica.

Es hasta cierto punto entendible que los hombres se hayan visto desbordados por las sucesivas conquistas de las mujeres en el panorama social y no hayan tenido el tiempo suficiente para procesar los cambios. Es entendible que se hayan visto incluso amenazados por la inminente competencia con que estas mujeres irrumpieron en la escena comenzando a rivalizar con ellos en muchas áreas. Es entendible que muchos hombres no hayan podido desatarse del mandato machista que los aseguraba como dominadores del mundo. Pero no es justificable que por estos motivos deban considerar a las mujeres como el enemigo. No es defendible el argumento de  que  muchas mujeres puedan ser víctimas de agresión por su condición de tales. Es decir, es impensable que algunas mujeres por ser llamativas, sexys, populares, alegres, inteligentes, insuperables en su trabajo o por tener en general cualidades imposibles de ser sostenidas por algunos hombres, provoquen en éstos la “necesidad” de acabar con ellas.

La mujer al igual que muchos especímenes de animales está signada por su capacidad de provocar a su partenaire sexual. Todo su cuerpo emite señales que sirven para captar la atención de una pareja. Sus curvas, el contoneo de sus caderas, sus senos, la belleza o la expresión de su rostro, su voz y sus actitudes son mecanismos de atracción que no podemos desconocer. Es decir, las mujeres son por naturaleza seductoras (3). Pero si nuestra cultura las califica como “incitadoras al mal”, es entendible que ciertos hombres se sientan incómodos o amenazados por ellas. Pero no se mata o se mancilla a un pavo real por desplegar su hermoso abanico de plumas. Se debe aprender a convivir con su magnificencia. Es la rigidez de esa costumbre afianzada durante años y años de comparación y demérito de la mujer frente al varón  la que impide por ejemplo que algunos hombres acepten ser subalternos de una jefa, que admitan las buenas ideas de una compañera de trabajo sin hacerlo a regañadientes, que respeten la voz de una mujer sin sonreírse por detrás irónicamente, y la que asegura que ante la menor  falla femenina exclamen burlonamente “qué se podía esperar: ¡es una mujer!”. Ya sea por una educación pasada de moda y difícil de corregir, por incultura, minusvalía (4), por patologías psíquicas, adicciones o por la simple arbitrariedad es que  se abona el camino que conduce a la siniestra violencia de género.

A esta altura de la evolución del mundo, la conservación del desprecio a la figura femenina signada absurdamente como la “pecadora original” gracias a la famosa entrega de la manzana, ya es hora de que sea erradicada. Ese pretexto mantenido a través de los siglos, que parece ser la coartada perfecta para dar a las mujeres un estatus  de inferioridad debe caducar inmediatamente. La utilización de las mujeres para beneficio de algunos individuos, ya sea por explotación laboral, sexual o familiar a esta altura de la edad del planeta también es digna de ser abolida. Una chiquilina pobre por ejemplo no es una “atorrantita” que pueda ser abusada impunemente, una humilde mujer que atraviesa el campo en noche cerrada para tomar un bus que la acerque a su trabajo no es un “blanco fácil” que puede ser naturalmente atacada, una directora ejecutiva no es la “opción cantada” para servir el café a los demás miembros del directorio, una mujer ilusa que “cree” en su matrimonio no es la candidata ideal para ser engañada por su pareja. En fin, la mujer no es igual al varón, y esto es lo interesante del planteo: jamás lo será. Pero lo que sí debemos conquistar y resguardar es el respeto a sus diferencias.  La cultura que nos hizo avalar una disparidad  de  valor entre un hombre y una mujer hoy tiene que evolucionar y plantar en su lugar la equivalencia. Para valorar a una mujer ya no son irrevocables los argumentos denostadores  de la “mala mujer”, de la mujer “desvergonzada”, de la que ha tenido sexo con varios hombres, de la que tiene sexo con mujeres, de la mujer “de la vida”, la que usa minifalda, se maquilla o se le transparenta la “ropa interior”. Solo tienen rigor (como también para los  hombres) los argumentos de su valor humano, de su honestidad, su buena fe o su responsabilidad hacia el resto del mundo. Nuestra sociedad está cambiando. La población mundial está actualmente formada en partes iguales por hombres y mujeres, por lo que la superioridad numérica de ninguno de ellos  es argumento para fundamentar un predominio. Sin embargo este cambio es lento y aún se producen muchos hechos de violencia hacia las mujeres, y los reiterados llamados de atención de la población en rechazo a estos episodios aberrantes, ya sea por medio de marchas o protestas multitudinarias no son suficientes. Solo la evolución saludable de la conciencia personal de cada hombre que deje de ver a la mujer como un ser apocalíptico y amenazador, como una contendiente  a ser vencida, como un objeto disponible y usable, como un adorno bonito o como un medio o un obstáculo para sus aspiraciones personales sumará oportunidades invalorables para eliminar este flagelo.

Nora Sisto 
15 de marzo, 2017

 

(1)    Con el agravante de la poca higiene con que se contaba en la antigüedad y de los tabúes con que se consideraba el período menstrual.

(2)    Ni pensar que se mostrara con una pareja cualquiera que no fuese un marido legalmente válido.

(3)    La sabia Naturaleza por este camino se asegura de que serán fertilizadas y así asegurarán la continuidad de la especie.

(4)    No discapacidad, sino “menor valor humano” que la mujer que tienen a su lado.