48.  Monstruos y Hadas Adolescentes

La fantasía que introducen ciertos símbolos de violencia en la mente juvenil.

 

Odoo CMS - una imagen grande


Según el famoso psiquiatra infantil Bruno Bettelheim (1), los cuentos de hadas sirven a los niños pequeños para elaborar irracionalmente la realidad a través de situaciones fantásticas que albergan sus temores y miedos más profundos. A través de esos  cuentos, el niño puede imaginar (2) una situación temida, que sin embargo es resuelta por los personajes de la fábula (generalmente omnipotentes como sus padres) dando un final feliz a la historia sin perjuicio para nadie. Según Bettelheim, para un niño la idea de que en su interior puedan existir fuerzas primitivas e incontrolables es demasiado amenazadora como para racionalizarla. Entonces, a través de la conexión directa de su inconsciente con las imágenes de ira, terror o frustración que le proveen dichas historias a través de personajes ficticios, es posible para el niño calmar su necesidad de comprensión. Porque a pesar de que estos personajes hagan maldades, después de todo al ser imaginarios son inofensivos en la realidad. En la adolescencia esta situación se continúa pero con otra versión actualizada. Porque a partir de esa etapa el individuo ya es capaz de reconocer sus propias emociones. Ahora sí las explicaciones realistas tienen asidero, y por lo tanto no es necesaria la fabulación mediante los cuentos para comprender la realidad. Tampoco es necesario para el adolescente (como sí lo era en su momento para el niño)  entender las cosas a través de parejas de contrarios (amor-odio, obediente-rebelde, deseo-temor), sino que ahora pueden mezclarse entre sí produciendo nuevos sentimientos comprensibles. Pero ¿a dónde fueron a parar aquellas fábulas en la mente adolescente? ¿No son acaso necesarias otras fábulas para continuar el proceso de comprensión?  Ciertamente lo son, aunque de muy diferente naturaleza.

El principio de realidad es difícil de digerir. Y para los adolescentes es como un tónico amargo que debe ser tragado sin demora para poder avanzar. La esencia humana agresiva, necesaria para sobrevivir en el mundo dista demasiado poco de la agresividad gratuita, la que se aplica por compulsión o por placer, y lo borroso de esa diferencia  tiende a generar un sentimiento de inseguridad en cada uno de nosotros, una idea de  inestabilidad y desconfianza en nuestros instintos que requiere ser dominada. Si para el niño la agresividad podía ser traducida en la fantasía inquietante de la muerte, para el  adolescente pasa a serlo en la fantasía-acto del homicidio. Este complejo psíquico-agresivo cuenta, según los psicólogos con una doble posibilidad. Por un lado con la de ser elaborado psíquicamente (porque el pensamiento evita los peligros de la experimentación real) y por otro con la crudeza del acting (que adiciona la cuota de descarga de energía física).

De acuerdo a esto, es factible preguntarse por ejemplo cuál es el rol que cumplen, desde este punto de vista los videojuegos para los adolescentes. Extrapolando el concepto de Bettelheim, podemos suponer que en cierto grado los videojuegos proporcionan un escenario fabular a través del cual el chico puede elaborar sin compromisos reales su tendencia a la agresividad. Porque el guerrillero que elimina con sus armas a todo aquel que se cruza en su panorama visual, después de todo desaparece al apagarse la consola, por lo cual el videojugador permanece inafectado por esos hechos (porque no son reales). Por otro lado, ese mismo videojuego convoca un movimiento muscular que equivale al acto de matar, ya que por intermediación de su joystick son las propias manos del jugador las que aprietan el gatillo. Es decir, la función del videojuego podría ir más allá de su interpretación literal de “juego violento”. Porque podría estar proporcionando a los jóvenes la instancia inofensiva de manifestar su deseo inconsciente de asesinar. Esta facilidad de simular un hecho que en la realidad sería demasiado penoso, podría sin embargo sospecharse como una preparación para asumir el acto real. A pesar de eso, no podemos suponer que  todos los chicos aficionados a los videojuegos vayan a desarrollar tendencias antisociales, porque no es esa la condición suficiente para ello. De todos modos, la vigilancia del adulto siempre es necesaria para establecer pautas saludables que mantengan a estas actividades exclusivamente dentro de la ficción, impidiéndoles el paso a la realidad.

Es un hecho que los chicos adoran las armas de fuego, y parecen existir varios motivos que los llevan a eso. En primer lugar estaría la arraigada creencia popular de que ante la vergüenza que nos produce una ofensa se debe siempre responder ofensivamente. Es decir, si alguien es ofendido debe responder con una agresión de la misma magnitud  o preferiblemente mayor. Y para esto un arma de fuego aparenta ser el mejor instrumento. Porque parece tener la facultad suficiente para borrar de un plumazo el bochorno, el sonrojo y el sofoco que provoca una situación embarazosa. Tengamos en cuenta que el sentimiento de vergüenza (así como el de deshonra) es uno de los motores más potentes de la violencia. Mediante un disparo directo a su provocador (y si es posible que apunte a eliminarlo) se cree posible restablecer con celeridad el equilibrio perdido. Es decir, en forma absolutamente equivocada se deposita en el arma de fuego una potestad casi mágica de solucionar “limpiamente” (sin necesidad de tocar al oponente) una situación de vergüenza.

También su porte y el sentimiento de amenaza que despierta en los otros su sola presencia son considerados por algunos individuos como medios para suscitar el respeto de los otros. El arma (y el arma de fuego en particular) es tomado como un símbolo de estatus de poder que viene en muchos casos a sustituir la carencia de atributos personales (como la falta de cultura general, la pobreza de lenguaje, la indigencia afectiva) que podrían, en el caso de haber sido desarrollados oportunamente de manera saludable, servir como legítimos factores para el otorgamiento de ese respeto.

Otro de los motivos de la tendencia al uso de armas de fuego es la violencia naturalizada. Muchos individuos están acostumbrados a vivir agresivamente porque en sus lugares habituales (familia, barrio, país) está naturalizado el hecho de que el lenguaje comunicacional es la violencia, por lo que se habitúan a vivir rodeados por personas que deambulan armadas en su propia casa o a  presenciar a sus vecinos (o a sus gobernantes) resolver a tiros sus problemas. En particular en el caso de los chicos, esa convivencia diaria con las armas hace que éstos las valoren equivocadamente de manera equivalente a cualquier utensilio de uso cotidiano, considerándolas en consecuencia sencillas de usar y hasta inofensivas. Por ese motivo, es frecuente que protagonicen accidentes graves (y muchas veces mortales) ocasionados por su imprudencia o por querer hacer un alarde indebido de pericia frente a sus amigos.

Un factor afectivo que influye mucho en el uso de armas es la emoción. Las armas de  fuego evocan en los chicos (y en muchos adultos) sentimientos positivos, producto de la emoción desatada por ejemplo al rememorar las fechas patrias que afirman la honra  nacional a través de la victoria en batallas sangrientas, o al contemplar películas épicas donde estas armas (cada vez más voluminosas, exóticas y sofisticadas) son glorificadas por los personajes como las salvadoras del mundo. Se transfiere la limitación lógica de poder que tiene la figura humana a una extensión ortopédica representada por la potencia casi inimaginable de esas armas, apoyada a su vez en una factible representación de las mismas como símbolo fálico. También el sentimiento de seguridad que otorga en el imaginario popular de este tipo de armas se considera motivo de su uso.

Por otra parte, este ascenso vertiginoso de la tendencia al uso de armas de fuego parecería estar inscripto dentro de un marketing especialmente formulado para el desarrollo de las industrias armamentistas. La difusión (casi como una campaña publicitaria) de la teoría de una violencia generalizada en la sociedad, parece ser suficiente para convencer al público consumidor de comprar por lo menos una pistola o una escopeta para su defensa personal (y justificar así la venta de las mismas). La excesiva preponderancia que tiende a asignárseles en la vida común por la creencia de la inevitable necesidad de autoprotección, ocasionada a su vez por un decrecimiento paulatino en la eficiencia de las políticas públicas de protección a los ciudadanos de la delincuencia, hace que la vida pase a depender (como en el Far West) en cierta forma de su uso. Y esto unido a la facilidad actualmente pasmosa que tiene cualquier persona (y los chicos en particular) de conseguir un revólver, una metralleta o hasta un misil, adquiriéndolos online o en armerías de barrio con controles mínimos y hasta dudosos, se convierte para padres y gobernantes responsables en un problema cada vez más difícil de manejar, haciendo que la reproducción exponencial de este hecho lo  esté llevando a convertirse en una pandemia. Además, la multiplicación de guerras que parecen contagiarse entre los países confirma y refuerza a su vez en el pensamiento popular la necesidad de su uso.

Bajo esta ideología es prácticamente insostenible la tarea de separar a los chicos de las armas, ya que cualquier otra teoría contraria a la carrera armamentista (doméstica o nacional) es fácilmente echada por tierra por ésta. Siguiendo ese hilo conductor, la sociedad va transformándose cada vez más en un terreno hostil y violento en el que las personas aprenden la desconfianza mucho antes que la solidaridad, y se justifican a sí mismas cuando matan a otro ser humano sin sentir culpa. Conflagraciones y conflictos armados de todo tipo inundan el paisaje directo o indirecto que presenciamos todos los días, y convocan (en el campo de batalla propiamente dicho, en las calles de barrio o frente al televisor) a soldados cada vez más jóvenes, haciéndolos cargar con el peso de la muerte cuando no tienen edad aún para saber siquiera quién es cada uno de ellos. Pero lo cierto en cada una de estas lamentables situaciones es que su ocurrencia no radica en la imprudencia adolescente sino en la omisión y la irresponsabilidad de los adultos que las facilitan o las producen sin el más mínimo acercamiento a recursos pacíficos de resolución de sus conflictos (como las políticas de negociación o la diplomacia), sembrándolos en cambio con saña y  heredándoselos a su descendencia, comprometiéndola a mantenerlos vivos o a reivindicarlos sin tener éstos la mayoría de las veces la más mínima idea de sus causas.

Nora Sisto
8 de marzo, 2017

 

(1)    1903-1990

(2)    Bettelheim hace hincapié en la ventaja de la trasmisión oral de las historias en lugar de utilizar libros con ilustraciones, que entorpecen esa facultad en los niños.

 

 

U