64.  Entretenimiento y Crueldad

De cómo el dolor ajeno puede ser elegido como diversión.

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Ya a principios de la década del 2000 una directora de escuela me comentaba azorada que durante el recreo algunos grupitos de niñas se reunían y se organizaban bajo la consigna “vamos a hacer llorar a (una niña en particular)”. Por aquella época las noticias de bullying todavía no habían llegado a nuestro país, y estos episodios aun aislados no eran observados como manifestaciones de una patología social. Esa anécdota nos lleva a prestar atención a tantas prácticas nocivas que habitan entre nosotros, algunas de ellas de larga data que utilizan el dolor ajeno como instrumento de regocijo personal. Se trata mayormente de costumbres instaladas en nosotros desde hace tanto, tanto tiempo que al volverse habituales pasaron desapercibidamente a ser  parte común de nuestra idiosincrasia. Sin embargo, en el caso de muchas de ellas sería preferible, más que continuar su tradición, erradicarlas por completo.

Existen a lo largo de la Historia múltiples ejemplos en los que el hombre parece haber internalizado el hecho de que existen comportamientos de diversión que son aceptables a pesar de basarse en el dolor ajeno, cuando no en la muerte de un semejante u otro ser vivo. En la antigua Roma por ejemplo, en los torneos en donde se aplaudía cada vez que un león acababa con la vida de un cristiano (léase: un hombre), en los que el público entusiasta participaba apasionadamente y sentenciaba con su dedo pulgar hacia arriba o hacia abajo salvando o condenando al miserable, según lo llevara la arenga general.  O en el mundo precolombino o el precristiano la algarabía que entrañaba el sacrificio de un niño consagrado a los dioses bajo el beneplácito de los emocionados espectadores. O asimismo en nuestro mundo actual el “deporte” del boxeo con su pléyade de seguidores que vociferan alentando a uno de los participantes a “noquear” (sinónimo socialmente conveniente de “matar”) a su contrincante, o una cualquiera de las guerras contemporáneas en las que se “aplaude” la matanza generalizada, considerando el conteo de las víctimas con la misma trascendencia con que se presta atención al tanteador de un partido de fútbol, sin contar el entretenimiento de la mayoría de los videojuegos que alientan a destruir a cada silueta humana que se atraviese en el camino del jugador para de ese modo llegar a una “felicidad” completa. Todos ellos  constituyen apenas un puñado de ejemplos de cómo a través de todos los tiempos, el dolor (y la muerte) de un ser vivo (o de miles de ellos) ha servido (y lamentablemente continúa sirviendo) para entretener (con el “motivo” religioso, comercial o político que sea) a las multitudes.

Estas prácticas morbosas, algunas de las cuales se catalogan increíblemente como “deportivas”, “culturales” o incluso “patrióticas” han contribuido para deformar tristemente la percepción de la alteridad a muchos hombres, mujeres y niños a lo largo de la Historia haciéndoles creer firmemente en la legalidad o validez del derecho a destruir a sus congéneres, cuando en realidad deberían ser condenadas y nunca más repetidas. De ellas, el maltrato animal como espectáculo continúa cultivándose aún hoy con simpatizantes que lo mantienen e inclusive lo exaltan  como acervo cultural o atractivo turístico de su país. La caza mayor, por ejemplo en que se sacrifican (solo por placer) ejemplares magníficos de animales exóticos, condenándolos a una extinción artificial, o las “corridas de toros” en las que se tortura sádicamente hasta la muerte a un animal al mismo tiempo que la aberrante multitud espectadora lo abuchea  por el hecho (natural y comprensible) de luchar por su vida (o acabar con su torturador), son costumbres que no por ser viejas o arraigadas carezcan de crueldad.  Parecería que nos viéramos obligados a creer que el criterio comercial, turístico o mercantilista tuviera la potestad de anestesiar nuestro “sentimiento humano” impidiéndonos considerarlas inhumanas. Lo mismo sucede con las guerras, cuya lejanía o falta de incumbencia con uno mismo las convierte en anécdotas que parecen evaporarse al apagar el televisor o al cambiar de canal.

La crueldad es una de las formas más sofisticadas de la violencia. Ya sea burlándonos de alguien o quitándole la vida, aplicar nuestro poder en hacer sufrir intencionalmente a otro ser vivo denota una patología de nuestra conciencia moral de no poca importancia. La tortura, el maltrato o la mortificación deberían ser lo opuesto al entretenimiento y la diversión. Sin embargo la utilización del sufrimiento (ajeno) como diversión es alentada hoy por otros agentes perversos además de los conservadores tradicionalistas: los noticieros y programas periodísticos, que utilizan en su provecho las desgracias mundiales para sacar un rédito de audiencia.  Muerte y destrucción en cualquier lugar del planeta son los “head lines” que mueven multitudes. Cualquier hecho de sangre, por más remoto que este sea, concita nuestra atención y nos estremecemos al escuchar la nómina de muertos y heridos en un accidente, un evento climático o una guerra. Pero lo cierto de la cuestión es que cada día al encender nuestra radio o nuestra TV la costumbre nos lleva a recibir sin pena ese tipo de noticias alarmantes y lo que es peor, de algún modo las “esperamos” porque inconscientemente nos excitan. Porque para un comunicador es más efectivo desde el punto de vista del rating mantener en vilo (y de paso venderle lo que el anunciante promociona) a una teleaudiencia azorada y con los pelos de punta frente a un relato de homicidio, abuso o violación que a otro grupo de gente que sigue tranquilamente un relato cultural o de cualquier otra índole. Así se manipula lamentablemente nuestra conciencia moral. El miedo y el odio son los mayores manipuladores de la conducta humana y los mejores movilizadores para producir acciones y respuestas, en particular acciones y respuestas violentas, y excepto que tengamos un gran dominio de nosotros mismos, todos somos proclives a caer en sus trampas. Por eso la educación humana, que aporta desarrollo de la conciencia moral, debe ir siempre un trecho más adelante que la “educación mediática” que solamente aporta diversión y espectáculo.

A pesar de estar habituados a la premisa de que “solo son noticia las malas noticias” y dejamos que éstas capten más fácilmente que otras nuestra atención, es necesario educarnos para apercibirnos de esas malas prácticas de vida. Nuestro interés en el sereno espectáculo de la vida y de la dignidad de todos los seres humanos y los seres vivos que conviven con nosotros no debería ser desplazado por el espectáculo sensacionalista y enfervorizador del dolor y la muerte. Aunque los hechos de maldad tiendan en algún triste momento a instalarse como diversión en nuestras diferentes sociedades y a naturalizarse en nuestras tradiciones y costumbres concitando nuestra frágil atención y oscureciendo la capacidad de entendimiento de nuestra mente,  NADA se opone sin embargo (desde el punto de vista de  una lógica humana) a que tengamos la potestad en cada ocasión que lo requiera de deducir su inaceptabilidad y en consecuencia rechazarlos.

 

Nora G. Sisto

28 de agosto, 2017