65. Vedettismo y Virtud

Los curiosos grados de exposición de las personas a lo largo de los últimos tiempos.

Odoo CMS - una imagen grande

 

La Vedette y la Virtud caminaban tranquilamente por la calle. 

Luego de cierto trecho, la Virtud exclamó  emocionada: “¿Has visto cómo la gente no cesa de mirarme?” 

“Mmm, es posible…” murmuró Vedette “… pero por las dudas no te separes de mi lado.”

 

La evolución de la exposición a lo largo de los últimos cien años se dio fundamentalmente en dos aspectos. Pasó desde aquella “modestia” signada por el ocultamiento del cuerpo bajo innumerables capas de prendas y el ocultamiento del pensamiento bajo capas infranqueables de represión, a la actual exhibición casi “nudista” de ambos. El primero mediante un manojo de vestidos y el otro mediante un cúmulo de inhibiciones estuvieron durante largo tiempo al servicio del camuflaje de pequeñas y grandes imperfecciones corporales (como una extrema delgadez u obesidad excesiva), así como de situaciones socialmente delicadas u “ofensivas a la vista” (como un embarazo o una pierna ortopédica),  y de situaciones “indecorosas” como la falta de códigos morales o sociales, porque aventurarse a mostrar las carencias propias habría sido en ese tiempo histórico sinónimo de una falta imperdonable a la fachada impoluta que estaba obligada a exhibir la sociedad. No mostrarse como se era en realidad y en su lugar mostrar una apariencia exquisita equivalía en aquel entonces a “ser”. Igual que una identidad oculta al estilo Clark Kent, todo “superman” debía ser descubierto únicamente hurgando en su intimidad más profunda. “Hacerse ver” solo valía como recurso para adquirir notoriedad por algún motivo justificado, como por ejemplo en el caso de un político, un artista u otro personaje público, a quienes se les podían “perdonar” sus actos de exhibicionismo.

Pero con el paso de los años y paralelamente a un desvanecimiento de las reglas patriarcales y moralistas y con el advenimiento de la acción mediática y de la propaganda las personas comunes comenzaron a reclamar cierto protagonismo en  cuanto a decidir si sus usos vestimentarios y comportamentales tenían o no en realidad vinculación alguna con su forma de ser. El primer reclamo fue romper con el uso de tener que responder a una virtud concebida formalmente (como lucir modales y apariencia de acuerdo a su estatus) y que obligaba a “lucir virtuoso” para no ser confundido con alguien de “mal vivir”. Entonces comenzó la des-inhibición. Un ejemplo paradigmático está en el cabello de los hombres. Cuando los Beatles mostraron al mundo un peinado que no solo nada tenía en concordancia con el rito del corte de cabello acorde a la figura aceptada de su género, sino que también se acercaba peligrosamente al género femenino, el mundo se escandalizó. Fueron puestas sobre la mesa consideraciones filosóficas sobre el hecho, y cada individuo tuvo que hacer un autoanálisis sobre su posición personal. Aun así, millones de hombres en todo el mundo pasaron a usar el cabello largo, algunos como un símbolo de rebeldía, otros como una moda, y otros simplemente porque así lo quisieron. Algo similar sucedió entre las mujeres cuando Mary Quant inventó la minifalda.

Pueden adoptarse infinitas formas de estar en presencia de otras personas. Y cómo yo me visto o me comporto (qué vestimentas uso, cómo llevo mi cabello, cuáles son mis gestos, mi manera de hablar o de caminar) son los indicios que hacen que los otros me “conozcan”. La forma en que se  aparece en presencia de otros tiene una parte de guía perceptiva y otra de espectáculo. Y si lo que se desea es dar espectáculo, es indispensable conjugar al máximo el verbo “mostrar”. Cuando Pink Floyd nos hizo mirarnos como “another brick in the wall”  nos estaba arengando a romper con aquella uniformidad a la cual arribaban las personas al final del proceso civilizador y educativo vigente en aquella época. Esta uniformidad, que nos llevaba a ser nada más que “ladrillos” indiferenciados dentro de un muro tan uniforme como monótono (aunque para aquella época, fuerte y seguro debido a su rigidez), había comenzado a ser percibida cabalmente y en consecuencia a ser rechazada. Se estaba ante un descubrimiento trascendente para todos: era posible ser diferente (sin sentirse culpable). Salir del montón ya no sería considerada una posición transgresora y quien deseara escapar de  aquella uniformidad podría ya no ser señalado como delincuente.

Si consideramos que cada uno proyecta una imagen sobre los otros, la lectura de esa proyección no solo pierde inexorablemente su facultad al dejar este de existir un código único de interpretación (como el apoyado en una “formalidad” en la vestimenta y las costumbres), sino que también puede inducir a la violencia, porque puede surgir un choque entre quienes adoptan formas inéditas de “imagen personal” (como los tatuados, por ejemplo), y quienes no han cambiado aún su código de lectura para adaptarse a éstas. Mostrarse “como una mujercita” o  “como un hombrecito”, “como una persona decente” o “como un individuo responsable” fueron abolidos como signos del catálogo de percepción habitual, y al no haber respuestas automáticas preestablecidas, la inteligibilidad del otro se fue haciendo más complicada (o por lo menos, menos cómoda). Ya no está sentado que quien haceeso” quiere significar “eso”: quien hace “eso” no se sabe qué quiere significar, o más aún: quien hace “eso” no se sabe si quiere significar algo. El verbo “mostrar” entonces cambió de acepción: dejó de servir para ayudarnos a captar cosas específicas y pasó a ser un muestrario de cualquier cosa. Inclusive el lenguaje se “destapó” a tal punto que el inicial y loable  “hablar sin tapujos” pasó a ser el hablar “solo por decir algo”.

Para quien quiera dar espectáculo con su presencia, el primer paso es resaltar sobre un telón de fondo. Deberá delinear su imagen de modo tal que se destaque sobre cierto paisaje. Y si se trata de su voz, deberá gritar lo más alto posible para sobrepasar todas las cotas auditivas. Aunque no solo el paisaje ambiental puede servir a este propósito sino también el “paisaje” de la alteridad, es decir “el resto de la gente”  cuya masa puede servir como contexto  que conceda a ese ser humano el estatus de “ser”. Pero no en un sentido filosófico o metafísico, sino únicamente en el sentido de haber superado cierto nivel del rango de prominencia necesario para ser advertido por los otros. Según esta creencia no se “es” por quien se es; solo se es a través de lo que se muestra y “se es más” a razón del mayor contraste de lo que se muestra con respecto a todo lo demás. Por eso el mayor logro parece ser el aparecer en una pantalla de TV. Es decir, si me ven, entonces existo, y cuanto más me vean existo más. Y como las virtudes personales son inmateriales y en consecuencia no son “mostrables” físicamente no vale la pena cultivarlas, por lo que es más redituable la “actitud” que sí lo es. Las “virtudes” que nos ocupamos de exhibir como espectáculo, las que ostentamos  con mayor petulancia (como por ejemplo poseer un coche de alta gama o asistir a un evento exclusivo) distan mucho de ser virtudes espirituales o morales pero son las que en la percepción general nos confieren una “categoría” superior a la de los demás y nos dan una precaria felicidad, aunque no son las que nos hacen mejores personas.

El individualismo se apoderó del escenario y de todos los guiones de la vida, poniéndonos en posiciones más cercanas al egoísmo que a la realización personal legítima. El olvido voluntario de las bondades de la cooperación y de los beneficios de la solidaridad fue oscureciendo el panorama de las relaciones humanas. El decreto mediático de obsolescencia de la fe y de la esperanza reales (es decir, no la fe y la esperanza en un producto que se compra) nos obligó a depreciar nuestro valor como personas al hacernos enfocar nuestra visión de la vida en nuestro propio ombligo. Se introdujo la siembra de sentimientos negativos como la envidia, la discordia, la desconfianza y la competición, y los hombres en lugar de aliados  se transformaron en enemigos. Se arribó de este modo a una figura extrema: el hombre “vedette” que puja por sobresalir, por ser “el número uno” entre una multitud sospechosa. ¿Para qué prestar ayuda a quien puede convertirse en nuestro rival y en el  momento menos pensado pasar a superarnos? Y si alguien se nos acerca, ¿qué beneficio estará pensando obtener de ello? Emulando a la malvada madrastra de Blanca Nieves, el hombre actual se pregunta delante de su espejo: “¿en verdad soy el mejor del mundo?”, y lo que es más importante para él: “¿los otros se dan cuenta de que efectivamente lo soy?”.

El instinto gregario es el más fuerte de los motivos de la construcción social y ese instinto de fusión (no de confusión) entre los hombres no debe ser leído como un peligroso disolvente del perfil personal de cada uno de ellos, ni como un campo minado aunque tampoco como la construcción virtual de un grupo de Facebook. Los hombres deben juntarse, asociarse, agruparse para sobrevivir, pero este agrupamiento no debería constituir un motivo de indiferenciación entre ellos, sino un terreno fértil donde cada uno pueda desarrollarse individualmente. Aunque en casi todas las especies animales el recurso de “sobresalir” es justificado para la conquista sexual y además en el caso de los hombres, entendible como técnica para atraer a otros con fines de dominación, no cumple sin embargo ninguna otra función humana. Mostrarse es solo una opción, no una necesidad, menos que menos una proeza, y sí un acto de vanidad, y quien se expone, se sobreexpone o se híper-expone se arriesga a que la multitud le confiera tanto el “paraíso” del éxito como el “infierno” del rechazo. Si exhibir una virtud podría ser considerado como un acto educativo o aleccionador y por lo tanto positivo, el espectáculo de la exhibición vacía no pasa de ser un entretenimiento banal, efímero y absurdo.

Nora Sisto
28 de setiembre, 2017