78.  La Mala Noticia

El ejercicio irresponsable de la comunicación.

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Nuestra sociedad vive en estos momentos presa del ruido. En particular del “ruido” mediático. En este clima, los medios difusión de noticias (periódicos y noticieros de radio y TV) en su amplia mayoría parecieran haber “vendido su alma” a favor de una información que en realidad no informa sino que sirve para predisponer al usuario hacia una dependencia respecto a ellas. Su modus operandi (al igual que la propaganda comercial) se basa en el manejo habilidoso de la exposición de hechos inesperados de todas las maneras posibles, desde todos los ángulos visibles, en los momentos más insólitos y en los escenarios más recónditos, con tal de sorprender al espectador. Y evitando emitir cualquier juicio de valor, se insiste con la reiteración de cada uno de ellos del mismo modo que utiliza la propaganda comercial para anclar un artículo a la mente de los posibles consumidores de modo de no perder la más mínima oportunidad de dirigir su atención hacia él. En esta categoría mercantilista han caído las “noticias”.

El accionar de los medios de comunicación se apoya en una hipótesis de libertad de decisión que supuestamente ejerce el receptor (en realidad, el consumidor). Esta hipótesis (insustentable pero a la vez difícilmente refutable ya que nadie en su sano juicio repudiaría una “libertad”) afirma que, al no existir obstáculos  específicos (como no tener el dinero suficiente, por ejemplo) que impidan la reunión de cada comprador son su artículo ansiado, todo individuo es libre de elegir (comprarlo o no comprarlo), y el hecho de acceder a su compra es pura y exclusivamente una decisión personal. Por ejemplo, si en una sociedad está naturalizado el delito como forma de vida, debería ser decisión de cada ciudadano formar o no formar parte de él. Bajo este mismo criterio ver o no ver, escuchar o no escuchar una emisión noticiosa sería libre decisión de cada uno. Pero en esta argumentación se omite mencionar la “dependencia” que produce la habituación consumidora. Tampoco se tiene en cuenta la necesidad de que funcionen aceitadamente los obstáculos morales, éticos o aquellos que aporta el simple sentido común, que serían las señales de “pare” capaces de frenar el impulso de decisión insensata. Por eso la puesta en práctica de esta regla tan simple no es tan sencillo como parece ser. ¿Cómo se presenta una golosina a un niño y se aspira a que elija no comerla? Desafiando su fuerza de voluntad y su entereza cada consumidor es colocado en una posición de infantilismo similar, es decir primero se lo tienta insistentemente pero si cede, ¡ah, es “culpa” suya! 

Mostrar estimula el sentimiento de envidia. Lleva a desear tener lo que no se tiene y a desear ser quien no se es. Pero ¡oops!, no existe en esta sociedad (porque además parece haber sido eliminada de los programas educativos) una barrera contundente que separe límpidamente el buen obrar del obrar amoral o antiético (o simplemente inconveniente). Se borró. Y nadie parece querer hacerse cargo de recuperarla. Históricamente se manejó en diferentes épocas el “pecado” como freno institucional para evitar que la gente cometiera malas acciones, pero en la actualidad deberían ser otros los enfoques. El ideal de una sociedad sana y libre de “mala praxis” social radica en la didáctica de buenas formas de vida. Sin embargo, al no existir esa didáctica (porque alguien debería enseñarla y no lo hace) cada individuo debe gestionar (si quiere) su propio criterio moral o si no, dejarse arrastrar por la corriente. ¿Será que cuanto más inmaduro o socialmente inconsciente sea un individuo mayor es la probabilidad de que se convierta en partidario de una corriente ideológica o de consumo? Es fácil sospechar que cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia.

Dentro de este tendencioso panorama se inscribe la abusiva exposición del delito. En efecto, los noticieros (que acostumbramos ver y escuchar diariamente como entretenimiento) nos transmiten de manera reiterada y sin ningún tipo de pudor, hechos delictivos de toda índole, que solo por el hecho de aparecer a toda hora  ante nuestros ojos se constituyen en espectáculos en sí mismos, son “esperados” de alguna manera por una ávida audiencia que los “califica” dentro de una peculiar escala de sensacionalismo como más “espectaculares” cuanto más sangre o víctimas involucran, y son replicados como infeliz tema de conversación en todo ámbito, abonando de este modo el camino de su naturalización. Haciendo uso de un espacio  (comercialmente) privilegiado los “periodistas policiales” describen con un espíritu casi didáctico las “hazañas” criminales, y de paso las realzan con calificativos positivos como por ejemplo “el robo del  siglo” o “el mayor criminal de todas las épocas”. Se relata con lujo de detalles la forma artera en que los malvivientes pusieron en práctica  sus técnicas de criminalidad (y se los tilda de “profesionales” o de “genios” por haberlas inventado), cómo se las arreglaron para burlar a la policía o escapar de la justicia (por lo que son admirados por su “destreza”), y a algunos delincuentes  se los considera “de guante blanco”, casi aristócratas que hasta podrían ser agraciados con algún título nobiliario como por ejemplo “el zar de la droga”. Sin hablar del tiempo concedido a violadores, ladrones u homicidas en reportajes que son emitidos en un “prime time” en donde cuentan sus andanzas, y para colmo de males reclaman al público su simpatía. ¿Y por qué? Porque el crimen “vende”. Por eso ser omisos ante el delito parece estar justificado. Pero lo más oscuro de esta omisión es que la difusión de la anécdota criminal constituye una verdadera “enciclopedia” del delito de la que “aprenden” sus trucos individuos que de no mediar ésta posiblemente nunca los habrían imaginado. Además esta popularización de la actividad delictiva ha venido dando cuerpo a un nuevo relato social enmarcado como un ala del “show business” haciendo que esté “de moda” parecer (o ser) delincuente,  propiciando que muchos individuos (jóvenes y adultos) suponiendo en su publicidad un implícito “permiso” opten por convertirse ya sea en un “fascinante” narco, un “seductor” asesino a sueldo o una “simpática” estafadora.

Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad en el contenido  que transmiten. Pero la ejercen con habilidad, “tirando de la manga” hasta el umbral de conciencia del espectador. En su afán por conseguir más y más audiencia parece no mediar en ellos ningún criterio ético o lógico más que la “lógica” de la medición de su rating.  Con la excusa de comunicar noticias de interés general y haciendo uso de una “inmunidad” insólita se exhiben sin ambages  dentro del horario ATP “flashes informativos” o “trailers” de películas repletas de escenas de violencia o acompañadas de relatos malsanos. O sea, nadie parece darse por enterado de que la exposición concedida a hurtos, asesinatos, copamientos y otros delitos (incluidas guerras, golpes de estado o corrupción de los gobernantes) convierte a sus espectadores en testigos pasivos (y por lo tanto cómplices de facto), y que al destacar su “espectacularidad” y el “profesionalismo” de sus autores se hace de hecho (aunque se niegue férreamente) una valoración positiva de los mismos. Pero además forma parte de toda la difusión absurda, irrelevante y de difícil discernimiento que el público receptor ha aprendido a observar con desidia (pero a responder afirmativamente desde su aparato afectivo), ya que lamentablemente está habituado a no leer la “letra chica” (porque eso cansa), haciendo que  su poder de inteligibilidad quede detenido automáticamente en el borde de las grandes letras del titular. Igual que cualquier producto de consumo masivo que se familiariza con el público por medio de la acción de habituación (y por eso la gente consume ese producto mayormente porque le es familiar y lo asocia en consecuencia a su vida), la difusión de hechos delictivos equivale entonces a la incorporación “natural” de los mismos a la propia vida. De nada sirve una cínica cara consternada del presentador cuando lo trascendente es haber mostrado (o sea, publicitado) un acto aberrante.

Es muy sencillo mantener la ilusión de una amabilidad de contenidos en las nuevas generaciones que nacieron dentro de la propaganda y desconocen la “malicia” de la persuasión.  Pero lo que hoy se vive ¿es realmente libertad de expresión? ¿O será en cambio impunidad de enunciación? Decir (o mostrar) cualquier cosa pareciera tener poco de libertad y sí mucho que ver con una falta de criterio de cualificación, racional y ético, más aun cuando por su intermedio se “enseña” a priorizar la emoción flagrante y a reaccionar a partir de ella, haciendo que las “decisiones” sean tomadas “en caliente” en lugar de ser acciones meditadas y concienzudas. Es decir, la información “sin ton ni son” no parece conducir a una claridad de la mente sino más bien a un ofuscamiento que la nubla. Ahora bien, defender esa versión de la libertad de expresión es extorsionar nuestro  libre pensamiento para evitar lo contrario. Es decir, la coartada perfecta de ese concepto impide la defensa de la legítima libertad de expresión, de elección y la libertad mental de quienes la sustentan. Es como un despotismo cultural.

Entonces, ¿se deberían censurar las noticias? ¿Debería recortarse (lo que no significa maquillar) su contenido? ¿Sería posible hacer primar un control de calidad sobre la comunicación de hechos, sobre todo cuando involucran la exposición de víctimas? Cuando la cámara se estaciona en un rostro compungido esperando que de él broten las lágrimas, ¿es honesto explotar el llanto como un recurso taquillero? La sangre de otros ¿es realmente un espectáculo? Tal vez habría que recapacitar sobre estas y otras interrogantes para emitir finalmente una información noticiosa realmente constructiva. Es cierto que “la gente tiene derecho a saber”, pero ¿esto significa que la información deba concebirse necesariamente como el corrillo irresponsable de un conventillo? ¿O podría ser utilizada con otros fines como por ejemplo educativos o simplemente humanos? A diferencia de la censura reinante en aquellos regímenes oscuros por la cual los ciudadanos no tienen la posibilidad de manifestar a viva voz sus propias ideas, deseos y sentimientos, la censura del contenido de la emisión mediática debería tener una finalidad muy diferente, que es justamente la de no entorpecer el desarrollo de esas ideas, deseos y sentimientos genuinos de cada individuo evitando que le sean inyectados otros advenedizos y posiblemente incompatibles con ellos. En pocas palabras, el cometido de la censura de los medios debería ser el de frenar el “lavado de cerebro” posibilitado por la acción de la propaganda, o sea el de obstaculizar la perversión de  la persuasión. Aunque en una sociedad consumista este cometido parece ser por lejos una utopía.

No necesitamos vivir pendientes de las noticias, y menos aún pensar que solo valen como noticia las noticias escabrosas, las que nos avisan desgracias, las que nos hacen llorar, las que nos erizan la piel, las que nos indignan o entristecen  y las que anuncian  violencia. No es necesario apabullar nuestra vida procurándole sin pausa “algo que decir” o “algo que mostrar” (por no decir “algo que pensar”) o teniéndola pendiente de “algo que ver”,  “algo que escuchar” o “algo que contar”. El “interés general” no puede ser la notificación masiva de hechos lamentables. Por el contrario, debería ser el uso de los medios de información para colaborar en gran escala con la educación beneficiosa de su  público. Antes que ocupar nuestro tiempo y nuestro espacio mental soportando el atropello continuo de datos banales que no aportan nada (y en cambio restan) a nuestra inteligencia, o pendientes de una escalada sensacionalista de hechos dramáticos y conmovedores cuya única finalidad es atraer más y más nuestro interés para hacernos poner atención en algún producto comercializable, es mejor aprender y enseñar a filtrar ese “ruido” para extraer de él sólo aquello que verdaderamente nos enriquece como personas.

 
Nora G. Sisto

10 de enero, 2018