79.  To Buy or Not To Buy

Comprar o No Comprar: el dilema existencial del mundo del consumo.

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      Es verdaderamente interesante observar a un individuo cualquiera frente a un escaparate. Ya sea que se trate de un escaparate real en una tienda física, o de un escaparate virtual en la pantalla de una PC, es llamativa la atención que (en cualquiera de las dos modalidades) ésta suscita en el presunto comprador. Podríamos decir que en ese momento se produce una tensión emocional entre el consumidor y su producto codiciado, que da origen a una sorprendente comunión entre ambos: el nacimiento de una “amistad”.

      Pero esta supuesta amistad no es superficial. Por el contrario, encierra una profunda artimaña que se introduce en la mente del promitente comprador inyectándole ideas tendenciosas y arbitrarias que no serían tan importantes si solo lo predispusieran a comprar, pero que se vuelven trascendentes al comprometer seriamente su forma de pensar y, en consecuencia, su capacidad de decidir. Este aprendizaje (es decir, esta modificación intencional del pensamiento y del comportamiento) ha logrado edificar una singular catequesis que, desde mediados del siglo XX ha venido trabajando nuestras mentes. Y es importante que, con el fin de lograr una libertad de elección, sepamos identificarla.

      El espacio comercial es, desde hace mucho tiempo, un campo de batalla. En este se miden dos adversarios: los objetos producidos y el público consumidor. Pero es un campo de batalla muy particular, porque en él no se trata de derribarse entre oponentes, sino de capturarse entre sí. Y esta es la primera regla del “juego” consumidor: vivimos en un coto de caza y, a como dé lugar, es necesario apropiarse de otro (ya sea objeto o persona) para poder sobrevivir. Solo que esa sobrevivencia no se contextualiza exclusivamente en el mundo del consumo, sino que se transfiere, por habituación, al mundo real.

      Dicho campo de batalla se riega incansablemente con diferentes estrategias y mecanismos cuyo cometido es fijar la atención sostenida de las personas sobre los objetos a la venta (para llegar tarde o temprano a quebrar su resistencia a la  compra). De esta manera, la  pasmosa mayoría de las veces, el incauto ciudadano sucumbe a una compra que no representa una mejora para la calidad de su vida, ni siquiera un beneficio para el mundo en general y, al revés, representa probablemente un deterioro progresivo para su economía y (lo que es aún más interesante) para su propio bienestar (por no decir, su salud física y  mental). La premisa es siempre la misma y constituye el axioma central del consumismo: el consumidor no necesita verdaderamente lo que se le intenta vender, pero es necesario convencerlo de lo contrario. En pocas palabras: compramos sin saber por qué.

      Los denominados “bienes de Giffen” son aquellos objetos que se adquieren sin mediar una consideración restrictiva de su costo, es decir que no son dejados  de adquirir aunque la relación costo/beneficio sea desproporcionada (por el excesivo costo frente a un magro o nulo  beneficio). Tomemos el  paradigmático ejemplo de los refrescos azucarados. Su arraigo es tan fuerte que no permite que éstos sean descartados de la dieta diaria y de la mesa familiar, siendo que, a pesar de que no brindan un beneficio real (y por el contrario, producen un perjuicio notorio a la salud de quienes los beben) su consumo se refuerza retroalimentando la ilusión de un cierto beneficio emocional (porque la gente que los consume sería más “feliz”). ¡Y quién no aspiraría a la felicidad! Solo que para buscar la felicidad sería mejor hacerlo por senderos humanos y no por desvíos  de interés comercial.

      Otra de las situaciones curiosas es la compra de aquellos productos que se adquieren como un trampolín para lograr un ascenso social, como los denominados “bienes de Veblen”. Si antiguamente la posesión (y sobre todo la ostentación) del oro y las piedras preciosas (inaccesibles para la población vulgar) era símbolo de estatus, actualmente otro tipo de objetos (como un par de zapatillas “de marca”, un teléfono celular sofisticado o un coche de “alta gama”) son adquiridos obsesivamente a pesar de que su precio constituya una seria amenaza para la economía de su comprador.

      Es así que las personas se embarcan en cuotas impagables y en plazos absurdos de amortización, con tal de poseer (a cualquier precio) esos objetos que les prometen prestigio. Se instala de este modo la idea del sacrificio personal a cambio de su “salvación”, la necesidad de hipotecar una  posible existencia libre de sobresaltos en aras de brindar a ese objeto endiosado un altar en la propia casa.

      Es que la prepotencia del mensaje publicitario nos lleva a “divinizar” el artículo que compramos y a desarrollar en nosotros una especie de cábala irrenunciable, que lleva a que nos sintamos “salvados” por su consumo. Y a la vez nos sentimos satisfechos al compararnos con aquellos otros que, por su escaso poder adquisitivo (o tal vez porque no seamos capaces de advertir su buen sentido al no desvivirse por él) no lo llegan a poseer.

      Pero sabemos bien que actualmente el consumo no se presenta como una relación simbiótica espontánea entre un  producto cualquiera y un comprador casual. Por el contrario, es una relación siniestramente premeditada entre un producto perversamente atractivo y un comprador ingenuamente crédulo. Y que actualmente está (demasiado) bien estudiada y orquestada para convertir a un artículo trivial en uno vital.  Sin embargo, es paradójico saber que los principales verdugos de nuestro condicionamiento consumista somos, en última instancia nosotros mismos.

      Esto se debe a que es el mismo funcionamiento electroquímico de nuestro cerebro el que nos predispone a enredarnos y a atarnos a consumos indeseados, y a dependencias difíciles (aunque no imposibles) de abandonar, y que es por su lado la propaganda, con su refuerzo continuo, la que se encarga de hacer que el placer que nos produjo en cierto momento el comer por ejemplo un bombón o calzarnos un par de zapatos nuevos, sea compelido  a ser repetido a como dé lugar. 

      El placer de comprar puede ser comparado con el placer sexual (aunque este último sea fisiológicamente natural y el otro sea, en cambio, fabricado). Porque  el acto de la posesión de ese objeto que nos moviliza (literalmente nos moviliza porque: primero nos sacude, después nos despierta una ansiedad incontenible y finalmente nos empuja a ir a conseguirlo) produce una intensa sensación de placer instantáneo comparable a un orgasmo (porque además, como éste, caduca irremediablemente). Y para el ciudadano común parece ser imprescindible alcanzar cada día emociones tan fuertes.

      La compra compulsiva es similar a una adicción. Del mismo modo que para un drogadicto la absorción de una dosis de sustancia sirve para aliviarlo momentáneamente, la satisfacción de lograr poseer un objeto anhelado aplaca el deseo ferviente del consumidor. Pero solo por un rato. Porque el mercadeo se encargará, acto seguido de que su tozudez sea exigida nuevamente por otro objeto o por la re-posesión del mismo, ahora convertido en “NEW”, o sea con diferente forma, color o alguna nueva característica. Es decir, nos acostumbramos a necesitar calmar nuestra ansiedad con objetos (y personas) diferentes de los que ya tenemos.

      Cuando estamos en presencia de un artículo en venta, parece que éste nos hablara, que nos sedujera incitándonos a hacernos de él. Pero la “palabra” del artículo publicitado no es, ni más ni menos que la palabra mediatizada que sale de la boca del muñeco, mientras que el ventrílocuo, el verdadero comunicador,  es el empresario que lo vende. Sin embargo, suspiramos felices delante de la cortina de humo.

      La propaganda de un artículo se basa generalmente en la publicidad de “argumentos” relativos a su idoneidad o sus propiedades. Estos son comunicados a los posibles compradores a través de un formato irrisorio: se trata de anécdotas triviales (por supuesto, imposibles de comprobar) relatadas por “testigos” (imposibles de identificar), los cuales nos pretenden convencer de la “veracidad” de sus testimonios, como por ejemplo: “ahora sí mis axilas están  suaves”, “después de siete días el resultado fue comprobado”, “me veo dos años más joven”, y tantos otros. O sea, el chisme inverificable pasa a afianzarse en nuestro pensamiento adueñándose de nuestra fe y desplazando de ese modo al razonamiento lógico y descartando hasta nuestro propio sentido común. Y lo que es peor aún, acostumbrándonos a replicar “noticias” sin asidero.

      Una de las tendencias que está fuertemente arraigada en la población es la adquisición de objetos nuevos. Es decir, la preferencia del comprador parece inclinarse hacia el objeto “flamante” en lugar de aquel objeto usado o “de segunda mano” (o sea, el que ya ha pasado por la mano de alguien más). Y esto se aplica tanto para la adquisición de una prenda de vestir, de un coche y hasta la “adquisición” de una mujer. (Incluso el concepto de “adulterio” tiene que ver con esta concepción, ya que la persona “adúltera” es concebida como “adulterada”, o sea, mercancía de segunda calidad.)

      Es cierto que un objeto usado es más fácil de conseguir, porque “cuesta” menos, es decir, hay que desembolsar una menor cantidad de dinero (y de esfuerzo) y no existen tantas personas pujando por  él. Sin embargo, seguimos prefiriendo elegir cosas nuevas porque la sola idea de ser “segundones” de alguien podría mancillar nuestro ego y sumirnos en una inevitable frustración. Por eso, el “recambio” (sea de lo que sea) es internalizado como la actitud madura a seguir.

      La publicidad no se limita a ensalzar unas teóricas propiedades intrínsecas de aquel objeto a la venta, sino que además se ocupa de demonizar a su competidor. La falacia del hombre de paja (o del espantapájaros) nos convence de  que es posible engrandecer el producto que se promociona (que puede ser inclusive un candidato al gobierno), aun a pesar de su irrelevancia, con solo  hacerlo resaltar sobre las cenizas (convenientemente quemadas y pisoteadas) de sus oponentes. Sin embargo, desde el punto de vista de la socialización, este recurso miserable nos lleva indefectiblemente a valorizar la violencia como forma de sobresalir, ya que plantea que la manera más efectiva para esto es aplastar deshonestamente a los competidores.

      El hombre es de por sí un animal competitivo. Pero la civilización se ha ocupado históricamente de aplacar ese afán de competición (que generalmente le costaba la vida) y de desviarla a otros escenarios menos dramáticos (como el fútbol, las carreras o las partidas de naipes) en las cuales su vida deja de estar en peligro como tal, así como de reglamentar dichas actividades de modo de causar el menor daño (físico). Sin embargo, el consumismo ha sabido estimular ese concepto (por supuesto, en provecho propio), y ha introducido reglas específicas para su propio “juego” (que consiste en aventajar a los demás consumidores), como el manejo de los precios (incitando a aprovechar las rebajas y liquidaciones, a comprar ”ya” o a aprovisionarse con superávit ante una amenaza de escasez), el manejo de la diferenciación cualitativa (señalando productos únicos o exclusivos e incitando a elegirlos para integrar una élite desmarcada de los consumidores vulgares) y el manejo de los segmentos interesados (creando “castas” consumidoras —de forma similar a ciertos títulos de “nobleza”— a las que es posible acceder desembolsando ingentes sumas de dinero). De este modo, hasta el más indigente asume que, no es otra cosa más que El Capital el que puede salvar nuestras vidas.

      Pero como dijera, toda esta historia parece reducirse a un “juego de neurotransmisores” (como la dopamina o la serotonina) que, como niños traviesos “saltan” de neurona en neurona, componiendo un trastornado circuito de recompensa que nos hace felices al comprar, haciendo de ese acto un antidepresivo instantáneo, ya que resuelve nuestra ansiedad con un ciego «». Sin embargo, es importante reflexionar que aceptar dicho trastorno solo porque nos “hace bien”, nos convierte en fáciles receptores del mandato consumista.

 

Nora G. Sisto
24 de julio de 2020