81.  “Nacionalismo”, “multinacionalismo” y estupidez.

La pertenencia, sentimiento necesario pero no suficiente para consolidar un verdadero grupo humano.

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Un  ejemplo tragicómico de la ingenuidad humana es aquel que fue presentado en el episodio “To Serve Men” de la conocida serie de TV “The Twilight Zone” (“Dimensión Desconocida”) allá por el año 1962. En dicho episodio se relata la visita a la Tierra de un grupo de alienígenas que como atención obsequian a los humanos que los reciben un extraño libro escrito en su idioma. El libro se titula “Cómo Servir al Hombre”. En un principio los humanos se ven sorprendidos por lo amable de su título, pero como el idioma alienígena es bastante complicado el libro va siendo traducido por los terrícolas, que intentan descifrar su contenido a lo largo del episodio con bastante dificultad. Pero al avanzar en la traducción se descubre con estupor que el libro en cuestión es no en realidad una guía de cómo tratar bien a los humanos sino un compendio de ¡recetas de cocina!

La ingenuidad humana ha dado ingentes muestras de estupidez a lo largo de la Historia. Más de una decisión trascendente tomada en circunstancias críticas por dirigentes sociales o políticos, o por personas en forma individual fue motivada por haber dado crédito a una bondad o a unas promesas hechas por conquistadores, políticos u oportunistas. El cultivo de la excesiva confianza y la fe en las propiedades salvadoras de la novedad llevaron en muchos casos a la cosecha de una estupidez generalizada que en algunos de ellos dio por tierra con la paz mundial, así como en otros al exterminio de civilizaciones enteras.

El ser humano es gregario. Tiende a reunirse en colonias, y en el mejor de los casos esta reunión responde a estrategias convenientes para su auto-conservación, así como para la gestión de aquellos objetivos demasiado complicados para ser logrados por un individuo aislado. En este sentido,  asociarnos con congéneres refuerza nuestras posibilidades de subsistir y de llevar a cabo empresas importantes, y es por lo tanto un objetivo loable y favorable a todos los hombres. Es decir, el ente individual al agruparse crea el ente colectivo y su fuerza mancomunada produce una fuerza superior. Esta conformación, sin embargo ha mutado en una formación social con objetivos totalmente disímiles (o sin objetivos) que llamamos comúnmente la masa.

Cuando en las primeras décadas del siglo veinte, analistas sociales comenzaron a percibir (y luego a estudiar en profundidad) los fenómenos de la comunicación masiva, principalmente en lo relativo a la propaganda política, se tomó conciencia de la importancia de la sugestión para el logro de  comportamientos colectivos, es decir de cómo por medio de mecanismos sofisticados de persuasión era posible conducir a un grupo de individuos sin intereses comunes hacia la adhesión a un objeto específico (lo novedoso consistía en que este objeto no surgía de su propia iniciativa sino que les era impuesto exteriormente). Sociólogos como el francés Gustave Le Bon (1841-1931), el estadounidense Harold Lasswell (1902-1978) y otros dedicaron buena parte de su investigación al estudio del comportamiento de los individuos cuando sobre ellos actúa una fuerza persuasiva que los domina. Del mismo modo que una “aguja hipodérmica” que inyecta un mensaje sobre un lote de individuos pasivos (o una “bala mágica” que impacta directamente sobre sus cabezas) era posible producir un efecto social inédito, radicalmente distinto del efecto aglutinador que producía por ejemplo la coincidencia de ideas promovida por un liderazgo.

El procedimiento de masificación surge a partir del descubrimiento de que es relativamente sencillo movilizar a los individuos por medio de estrategias para nada violentas (o por lo menos no apreciables como violentas) porque únicamente basta con enfocar su afectividad hacia un objeto concreto, asociarlo a sus vidas y a través de la ilusión de su posesión (o su imitación) hacerlos sentir omnipotentes (cuando no, temerosos de él). En suma, manipularlos sutilmente. Esta manipulación es posible gracias a la publicidad, cuyo recurso infinitamente prolífico de la persuasión no es usado para convencer a uno por uno sino para contagiar un comportamiento (generalmente de consumo) a través de la repetición de palabras y modismos (como los jingles y las consignas pegadizas), de la habituación a comportamientos (como el beber una gaseosa o participar en un evento) y de la excitación incesante a través de imágenes imposibles de resistir (como las actitudes sexuales, de poder económico o de dominación). Y todo esto a modo de liberar todo recato y resistencia moral, anular su capacidad de discernimiento y librar su vida al  ejercicio intensivo e indiscriminado de la nada. El hombre masificado cree gozar de un poder invencible y una certeza irrefutable (ambos imaginarios), y estar afiliado a un alma colectiva que transversaliza las modestas individualidades de los otros convirtiéndolo en un ser superior. Sin embargo, la “traducción del libro alienígena” puede revelarle otra cosa.

“La unión hace la fuerza.” Esto es cierto y muy fácil de comprobar. No ofrece la misma resistencia por ejemplo un manojo de cuerdas que cada una de ellas por separado. Pero la masa no tiene cohesión. Es solo una ilusión volumétrica. Y la imaginada  voluntad unánime de sus integrantes no existe porque ha sido colonizada por la voluntad omnipotente de su conductor (llamémosle personaje político, artista de TV o un electrodoméstico). Aun así, cada integrante de la masa se convence de que la voluntad de su conductor es la suya propia, por lo que la defiende y la preserva aunque ésta solo sea una vanidad narcisista transferida a él por medio de una fascinación hipnótica. No es difícil de “entender” a quienes se rasgan las vestiduras por un nuevo Iphone.

Pero la universalización (o sea, la globalización) de las masas no lleva a la gestación de una patria global. Ser “ciudadanos del mundo” no debe confundirse con ser “consumidores universales”, así como interconectarnos con miles de personas en una red o consumir una misma cerveza no nos hace fraternos. A su vez, la conservación del “statu quo” que asegura la consecución de la acción masificadora de una empresa (y por lo tanto el éxito mercantil del producto que patrocina) insume la energía de todos los integrantes de la masa pero no es retribuida a ninguno de ellos con algún fruto importante. Por el contrario, se los mantiene sumisos al “prestigio” de su conductor y pendientes de sus órdenes prepotentes (“ahora deben comprar este nuevo artefacto”, “ahora deben vestir de esta manera” o “ahora deben votar a este candidato”), suprimiendo su capacidad de crítica y de independencia de pensamiento, haciéndolos creer ciegamente en la magia de unos logros inverosímiles (como por ejemplo la obtención de un alto “rating” o un disco de platino) con lo que se dan por satisfechos, e impidiendo de ese  modo el inicio de cualquier  emprendimiento  por su propia cuenta.

Cuando el partido nazi adjudicó a Joseph Goebbels la tarea de propagar su imperio, éste desplegó todo su conocimiento creando el más notable ejemplo de masificación de la Historia (solo comparable con alguna campaña publicitaria como la de Coca-cola). Es decir, puso en marcha una descomunal estrategia que hizo posible la conducción de un rebaño de individuos por medio de la sugestión orquestada a través de imágenes impactantes de poderío y del contagio de actitudes provenientes de su máxima figura (Hitler), invalidando el razonamiento individual y sometiéndolo a una extrema dependencia respecto a una doctrina inusitada. Podríamos decir que con un mecanismo similar y perfeccionado en el transcurso de los años se arrea actualmente a los individuos hacia la adhesión, ya sea a una cierta figura política, a una estrella del mundo del espectáculo o a cualquiera de los artículos comercializables. El discurso publicitario no niega ni afirma: solo sugiere. Por eso inhibe cualquier razonamiento que intente refutarlo. Su lenguaje inasible intelectualmente  (porque no utiliza palabras exactas ni conceptos definidos) nos induce a interpretaciones personales, esencialmente emocionales, ingenuas y generalmente erradas que solo convienen a su propio  interés. (¿Quién podría “demostrar” que consumir una marca determinada de ropa nos hace más felices? O que la corriente de opinión mayoritaria es en verdad la más acertada.) Nadie tiene necesitad de aplazar su propio pensamiento poniéndolo al servicio de un flujo avasallador para asegurarse su participación en el mundo. Por el contrario, queda librado a cada uno permitir  que éste manipule su mente, o ignorarlo.

Los alienígenas posiblemente no hayan llegado aún a nuestro planeta. Sin embargo, muchos de nuestros mismos co-terráqueos nos engañan y tratan por  medio de imágenes encandiladoras y juegos de palabras de convertirnos en cómplices de situaciones que solo a ellos favorecen. En nuestro pequeño mundo se ofrecen cada vez menos fórmulas para servir a la calidad de vida del Hombre (como medios para garantizar su salud, formas de mejorar su economía o  guías para construir un lugar pacífico donde habitar) y al revés, cada vez más se ofertan recetas para servirlo en bandeja. La politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann (1916-2010) ha llamado “espiral del silencio” a la tendencia que tienen las corrientes de opinión masificadas a enmudecer a quienes no participan de ellas. Sin embargo esta espiral parece detenerse cuando da de plano con el “núcleo duro” formado por quienes avispadamente mantienen inamovible su pensamiento individual y hacen frente a las corrientes que tienden a avasallarlo.  La asimetría de poder que podría inferirse entre quien emite imperativamente un mensaje dominador y quien lo recibe de forma pasiva puede ser revertida como forma de violencia si cada individuo en lugar de absorberlo sin más es capaz de analizarlo concienzudamente y responder con una fuerza equivalente (de rechazo o simplemente de estoicismo) a su embestida.

Nora G. Sisto

22 de mayo, 2018