86.  No hay Lugar como el Hogar

La función insustituible del hogar y la familia como escuelas de vida.

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Hace poco un “post” en Facebook advertía: “La escuela volverá a ser la segunda familia cuando la familia vuelva a ser la primera escuela”, dando por sentado que el hogar ya no es (o lo es muy poco) el ámbito educativo que solía ser. ¿Por qué la familia dejó de ser la primera escuela? Muchas de las deficiencias que presenta nuestra sociedad en la actualidad (como la violencia, la delincuencia y la falta de respeto a la vida) son atribuidas de manera directa a un deterioro del hogar como fuente de aprendizajes y a un abandono progresivo de la atención de los menores por parte de sus respectivas familias. También a  que muchas de las enseñanzas que otrora se recibían en el seno del hogar son delegadas por los propios padres a otras entidades (a las que inclusive se les paga por ello, como las niñeras, los jardines de infancia o hasta las escuelas primaria y secundaria). Pero ¿es esto bueno o no? ¿Es acaso un avance social o un retroceso?

Parece bastante simple trazar un paralelismo (aunque esto no signifique una causalidad directa) entre ese fenómeno y algunas circunstancias que al haberse modificado desacomodaron las “placas tectónicas” sobre las que reposaban ciertas costumbres (como por ejemplo un cambio en los motores del funcionamiento familiar y nuevas acepciones del concepto antiguamente naturalizado de “hogar”). Por un lado está el radicalismo con que se enfocó la condición de la mujer a partir de mediados del siglo veinte, haciendo que la vieja  conceptualización de la  mujer como ama de casa con dedicación “full time” en la atención de los hijos y el cuidado de la casa fuera rechazado de plano pasando las mujeres a partir de ahí a desempeñarse en labores no “inherentes a su género” como se las consideraba a aquéllas, es decir pasaran a incursionar en otros campos ocupacionales y recreativos. También el derecho a evitar o a interrumpir un embarazo no deseado pudo liberar a las mujeres de su “destino” como reproductoras compulsivas y así comenzar a cuidar (y a disponer) de su propio cuerpo y su salud. Por otra parte la apertura mental de aceptar como fundadores de un grupo familiar a cualquier conjunto atípico formado por ejemplo por individuos de diversas etnias, de igual o diferente sexo, con relación consanguínea o arbitraria, también aportó un factor visible de cambio. Pero estos cambios no son tal vez los causantes directos del mencionado deterioro. Solo lo son indirectamente.

¿Por qué la familia y el hogar dejaron de ser la “primera escuela”? Por varios motivos. A partir de todos los cambios descriptos se modificó el esquema fundamental bajo el cual se percibía comúnmente una “familia”. El concepto tradicional estaba anclado a un conjunto específico de personas (padre y madre biológicos, hijos, abuelos, y demás parientes) organizadas según una funcionalidad donde cada una cumplía a rajatabla una función pre-asignada (como quién cocinaba, quién aportaba el dinero, quién mantenía limpia y ordenada la casa, quién educaba a los niños o quién estaba habilitado para darles demostraciones de cariño). Este rígido esquema funcional hacía corresponder cada familiar con una tarea inequívoca considerada intrínseca, o sea el hombre cumplía “tareas de hombre”, y la mujer “tareas de mujer” (y además había que mantener “las apariencias”). El hogar, a su vez era el lugar (casa, mansión, residencia o una simple choza) donde residía la familia, blindada hacia el exterior y percibida como una unidad espacial inviolable (de ahí que en un principio se rechazara el divorcio por desintegrarla). Estos conceptos naturalizados durante tanto tiempo cuestan mucho ser cambiados. Pero enfoquemos la familia no como un grupo de personas atadas a un cliché social sino como un organismo funcional en el cual cada uno se hace responsable de cumplir alguna tarea.  Si bien antiguamente las tareas dentro de la familia eran desempeñadas por inercia por aquellos que “debían” desempeñarlas sin imaginar una posible redistribución sensata de las mismas (era por ejemplo impensable que un hombre cambiara un pañal o que una mujer trabajara fuera de su casa) éstas sin embargo eran cumplidas en un alto porcentaje. Los niños asistían obligatoriamente a la escuela, las madres obligatoriamente vigilaban sus deberes, les preparaban la comida y los aseaban, y los padres obligatoriamente trabajaban para proveer el dinero. Pero en otro escenario como el actual, en el cual la obligatoriedad ha sido cambiada por la opcionalidad y la libre elección, es posible rehuir a esas tareas, haciéndose por lo tanto necesario revisar cuál de todos los integrantes del grupo ha optado y es ahora el encargado de cumplirlas, y comprobar si efectivamente se cumplen, o no. (Convengamos en que, sin el cumplimiento de ciertas tareas básicas es prácticamente imposible que un individuo crezca y se desarrolle o que un grupo familiar se mantenga y prospere.)

¿Qué es lo que los niños y adolescentes necesitan recibir de su familia? ¿Y cuál es la misión educadora del hogar? Ayudándonos con el esquema de las necesidades básicas que el psicólogo Abraham Maslow tuvo el acierto de elaborar, podemos revisar cada una de éstas y de paso analizar quién debería  satisfacerlas (y también enseñar a hacerlo). Comenzando por la base de la famosa “pirámide” encontramos las necesidades de supervivencia física y psicológica. Para satisfacerlas es necesario asegurar el conjunto de aquellos elementos capaces de mantener la composición y las funciones internas que garantizan la vida y la salud de una persona, así  como el mantenimiento del equilibrio psicológico que permite hacer frente tanto a los cambios externos como a los conflictos (internos y externos) que se generan debido a dichos cambios. Es decir, un niño y un adolescente deben contar no solo con el apoyo a su bienestar físico y fisiológico sino también con el respaldo psicológico y emocional necesario para construirse como seres humanos sustentables. Ahora, todos los  suministros para satisfacer esas necesidades (alimento, aseo, abrigo, contención) son de demanda urgente por lo que deben ser provistos por personas cercanas, disponibles y al alcance de la mano en la cotidianeidad, es decir no pueden ser suministrados dentro de un horario específico, de vez en cuando o si la ocasión lo amerita. Y la sistematización de esa provisión además de colmar las necesidades inmediatas sirve también para aprender formas civilizadas de satisfacción y abastecimiento. (Tengamos en cuenta que la insatisfacción de este tipo de  necesidades justo al comienzo del desarrollo provoca una ansiedad extrema y puede constituir en consecuencia el basamento de un comportamiento violento o antisocial.)

El segundo escalón de la pirámide lo constituye la necesidad de seguridad. Se trata de la provisión de seguridad física (como la protección de los menores y el resguardo de su integridad ante posibles agentes agresores) así como la de seguridad afectiva (contar con fuentes surtidoras de amor y confianza). Es decir, el ser humano necesita (sobre todo en las primeras etapas de su vida) sentirse seguro para poder así dar sus primeros pasos. Pero debe ser educado acerca de la seguridad. Es falso que las frecuentes caídas sirven para endurecer al individuo; por el contrario, se corre el riesgo de que el fracaso reiterado lo hostilice o lo vuelva apático e inactivo. Tampoco la sobreprotección educa para la elaboración de las frustraciones. Es decir, el amparo es un recurso circunstancial y no un modo de vida permanente. La seguridad implica además el apego a personas y paisajes (físicos y sociales) porque éste desarrolla el sentido de pertenencia, de pluralidad y lo más importante de todo, de unicidad y diferenciación como persona. Individuos desapegados e indiferentes al mundo difícilmente  puedan desarrollar el “sentido de humanidad”, insertarse productivamente en un grupo humano o fundar si así lo desean una familia propia.

El siguiente escalón es la necesidad de afiliación. No es un simple capricho querer saber de dónde provenimos, quiénes son nuestros padres biológicos y dónde están nuestros parientes. El “árbol genealógico” es casi una necesidad “geográfica” para percibir el lugar exacto de la trama espacial (social y terrestre) en que estamos instalados, porque de este depende el tamaño, la orientación y la intensidad del paso que debemos dar para movernos hacia otra posición cualquiera. En este punto es de vital importancia la presencia de adultos cercanos como “mojones” o puntos de referencia que nos señalen un camino y nos enseñan a respetar el pasaje (nuestro y de las demás personas) por él. (A diferencia de la intención preceptiva con que se educaba en épocas anteriores un mojón “señala” el camino, no “guía” ni obliga a seguirlo.) Debemos tener en cuenta que la ausencia de adultos referentes introduce inexorablemente al niño o al adolescente en una penosa búsqueda de “certezas de vida”, y hace que las decisiones que toman corran el riesgo de carecer de  un criterio acertado, sensato o conveniente para su vida.

Finalmente, los dos escalones más altos de la pirámide los constituyen las necesidades de reconocimiento y de autorrealización. ¡Cuántas veces hemos visto chicos rechazados, minimizados o humillados por sus adultos cercanos!, individuos a los que habría bastado una actitud de empatía, una palabra de aliento, un estímulo para seguir adelante con su incipiente empresa de vida. El avance o el estancamiento dependen en principio de la energía personal, pero también de la educación recibida sobre formas y recursos de vida (como la enseñanza de hábitos de trabajo, de cumplimiento de las obligaciones y de respeto a los derechos), y del seguimiento de estas rutas llevado a cabo por otros actores sociales (individuos e instituciones). Pero la sociedad competitiva, desconfiada y exitista lamentablemente no aporta las condiciones  necesarias para ello, y en lugar de promover la colaboración estimula por el contrario la pugna por “conservar” y “adquirir” los lugares de prestigio.

En suma, no parece ser la forma de integración familiar lo que facilita o dificulta la  educación de los niños y adolescentes, sino la actitud egoísta o generosa de cada uno de los adultos que la forman y que son (o deberían ser) los encargados de criarlos. No se trata de justificar la irresponsabilidad argumentando el rechazo a la “obligación” arcaica (aquella de “como soy mujer estoy obligada a lavar la ropa”, o “como soy hombre tengo la obligación de proveer la manutención”) sino de tomar conciencia de que las tareas inherentes a la crianza de los niños y adolescentes deben obligatoriamente ser realizadas, sin importar quién sea el que las lleve a cabo, pero asegurándose de que efectivamente se cumplan. Los “aprendizajes” negativos provistos por cuidadores negligentes, incapaces u omisos que contaminan la vida de un ser en desarrollo, como el destierro, el abandono, el irrespeto, la falta de amor y la falta de horizontes esperanzadores, son a tal punto nefastos que si a alguien ya le ha sido “enseñado” todo eso probablemente poco podrá aportarle el enseñarle a leer y escribir. Es decir, no interesa que la familia esté constituida por una única persona, por una pareja tradicional, heterosexual o atípica, por muchos o por pocos parientes o por los funcionarios de una institución de acogida, y tampoco que habite en un rancho, una vivienda modesta, una suntuosa mansión o un apartamento de lujo. Lo que verdaderamente cuenta es que esté formada por individuos conscientes de que tener menores “a su cargo” significa hacerse responsables de ellos, y por lo tanto brindarles las condiciones de vida que éstos necesitan para desarrollarse saludable y dignamente. Es decir, asegurarles que asisten a una verdadera “escuela”.

 
Nora G. Sisto
26 de febrero, 2018