88.  El Uniforme del Poder

La indumentaria clásica masculina consolidada como símbolo del poder hegemónico del varón.

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El traje con camisa y corbata es el principal y más arcaico símbolo de la supremacía masculina. Es utilizado todas y cada una de las veces que un hombre desea mostrarse representando su papel como “hombre” ante el público, ya sea en el ámbito del trabajo de oficina, en las ceremonias formales y en ocasiones especiales como la celebración de una boda, en las cuales su figura además de sobresalir debe quedar plasmada en alguna fotografía. Esta costumbre de vestir un atuendo tan particular parece haberse originado en el siglo XVII en Francia durante el reinado de Luis XIV, cuando éste decretó normas de vestimenta (como capa, peluca, chaleco y pantalones a la rodilla) que debían lucir como elemento distintivo los integrantes de su corte. Pero sería a partir de una anécdota trivial en Gran Bretaña cuando se afianzó y comenzó a difundirse para todos los hombres de Occidente. Durante el siglo XIX en ese país los hombres del campo acostumbraban a llevar una indumentaria llamada “traje de campo” muy similar a lo que llamamos hoy en día “traje de salón” o traje formal, formado por pantalón y chaqueta (generalmente de la misma tela) acompañado a veces por un chaleco. En ese entonces ingresó al Parlamento inglés un integrante del Partido del Trabajo que vestía justamente su traje de campo, y el éxito parece haber sido tal que su uso se difundió con celeridad. A partir de ese entonces, el traje masculino pasó a tomar una gran relevancia y se convirtió en el emblema del “hombre” (y como consecuencia de su poder) a tal punto que muchos parecen actualmente no arriesgarse a abandonarlo por no traicionar a su género o por miedo a dejarse aventajar tal vez por ¡una mujer!

El uso del traje formal está tan arraigado que los grandes modistas se afanan continuamente en ofrecer piezas refinadas del mismo, con audaces variaciones pero que siempre giran con cierta precaución alrededor del esquema original. Y una discusión acerca de su pertinencia parece escapar de la consideración popular ya que es aceptado masivamente por inercia. Este artículo simbólico es utilizado para múltiples propósitos, como por ejemplo para la caracterización de un ejecutivo, de un abogado, de un informativista, de un gobernante, y en todos estos casos con el común denominador del destaque de la autoridad y el poder de su portador por sobre todos los demás (vestidos de cualquier manera). Como caso extremo (e incomprensible) está el de los dirigentes de fútbol que se presentan en el césped de la cancha con costosos trajes Armani, camisa blanca y corbata, actitud que aunque lógicamente interpretada como de soberbia resulta por sí sola discordante con el escenario (de barro, tierra, sudor) de esa actividad deportiva, y además contradictorio con la necesaria comodidad con que debe contar un atleta (y también un entrenador) para desempeñar el ejercicio físico.

Lo cierto es que nuestra cultura hace tiempo que se ha habituado a “reconocer” un hombre importante por medio de este tipo de vestimenta. Pero lo peor es que muchas mujeres se han sentido “obligadas” a usar indumentarias semejantes (trajes de chaqueta o robustos y estructurados blazers) suponiendo con ello adquirir cierto estatus o credibilidad al equipararse visualmente con el varón. Es decir, parecería ser que la mujer que aspira a cierto poder debiera  mimetizarse con un hombre para lograrlo. Resulta útil por ejemplo recordar el personaje de Tess McGill  protagonizado por la actriz Melanie Griffith en la película “Secretaria Ejecutiva” (“Working Girl”, USA, 1988) que no creía tener que recurrir a una apariencia andrógina para realizar su trabajo y competir con otra mujer (y con todos los hombres) por un alto cargo. Inclusive la ex presidente argentina Cristina Fernández siguiendo la línea feminista de Eva Duarte nunca pareció apoyar la credibilidad de sus funciones como mandataria (independientemente de que éstas fuesen acertadas o no) en el uso de un atuendo “masculino”, a diferencia de otras mandatarias (como Michele Bachelet, Angela Merkel, Christine Lagarde o Theresa May, e incluso conocidas informativistas como Blanca Rodríguez de nuestros medios locales o Carmen Aristegui de CNN) que rigurosamente recurren al uso de una infaltable y estructurada chaqueta para reforzar sus apariciones profesionales.

Lo curioso es que si bien el hombre cuenta a su favor con una indumentaria  característica, las mujeres no cuentan con una opción equivalente. Es decir no existe un “atuendo de mujer” específico a través del cual su portadora sea señalada como protagonista “vip” del mundo (la única marca posible serían los zapatos de taco alto, que cuanto más altos y puntiagudos parecen hacer más poderosa a quien los usa, porque las polleras también son utilizadas por algunos hombres). Pero por más que una mujer se esmere en vestir prendas sofisticadas o costosas, estas nunca competirán “a la altura” de un símbolo tan potente como el estandarizado (y arraigado como ícono) traje formal masculino. De todos modos, en la actualidad este traje formal choca muchas veces con la situación del mundo y las circunstancias en que vivimos. Pero pocos manifiestan el deseo de abandonar esa usanza que caracteriza a la figura masculina, aunque  muchas veces en realidad la caricaturiza. Por ejemplo, parece por demás absurdo que un periodista haciendo una nota a la intemperie con cuarenta grados de calor vista riguroso traje y corbata, o que en un evento social en pleno verano al cual  cualquier mujer asiste libremente con un vestido ligero su partenaire masculino tenga que conformarse con cargar con un conjunto pesado y caluroso. También en aquellas ocasiones supuestas “de gala” en que se solicita a los hombres  “vestimenta formal” sin tener en cuenta opciones igualmente elegantes (e igualmente costosas o “de marca”) pero más libres, como una refinada camisa y un pantalón o una cómoda remera y una bermuda. Es refrescante constatar por ejemplo a un Simon Cowell protagonizando un importante evento en el Dolby Theater de Hollywood con una desestructurada y simple “hering” blanca.

Ahora, ese “uniforme” que parece distinguir inequívocamente al hombre de nuestras sociedades occidentales tiene varios significados subliminales. Y estos  no solamente inciden en el pensamiento de los hombres sino también en el de muchas mujeres que adoran al hombre vestido de esa manera sin ser conscientes de cómo esa percepción manipula sus ideas atándolas a un concepto de superioridad masculina (y consecuentemente de dependencia femenina) difícil de desarraigar. En primer lugar la corbata (o “croata”, cuyo origen parece ser la evolución de un pañuelo atado al cuello en los mercenarios llegados desde Croacia a Francia en la segunda mitad del siglo XVII) representa inequívocamente un símbolo fálico. Su largo y su ancho varía según las épocas pero su presencia apunta a la interpretación (indefectible e inconscientemente) de un pene. La chaqueta estructurada, de apariencia impenetrable es la pieza principal. Su forma rígida (que varía levemente según las telas y la moda pero sin perder su consistencia de “coraza”) simboliza la seguridad de su portador, y también proyecta la idea de la protección que es capaz de brindar el varón (sobre todo a la mujer). El conjunto es casi siempre de color oscuro, negro, gris o azul marino (colores que comunican seriedad y confiabilidad). Y para completar el atuendo, la pulcra camisa blanca (que originariamente trasmitía la idea de limpieza, uso de poca frecuencia en el siglo XVII) da la idea de la pureza interior que este espécimen humano así descripto es capaz de portar (o por el contrario, la alternativa camisa negra de “chico malo”). Ni qué decir de los agregados decorativos, como el alfiler de corbata o los gemelos de oro (o simplemente dorados) que completan la idea de magnificencia.

El vestido es un lenguaje de comunicación, y el mensaje que transmite está sujeto a sus señales. Por lo tanto el mantenimiento de una forma estática de vestir asegura también una forma estática de pensar. Vale decir, si existe un atuendo que refuerza la idea del poder exclusivo del varón debe reflexionarse si se desea conservarla o mutar hacia otras concepciones tal vez más actualizadas o  igualitarias. El poder de cada uno surge no de cómo lo visualizan  los demás sino de su fortaleza interior. Es cada individuo el que debe justificar su autoridad pero por méritos muy alejados de su apariencia, como lo son el desarrollo de su salud mental y física, su crecimiento emocional y académico, y en general el perfeccionamiento  de sus aptitudes humanas. Ahora bien, si “el hábito no hace al monje”, la habituación de respetar (y obedecer) sine qua non a todo aquel que vista un traje formal es lo que mantiene la “masculinocracia”, y deshabituar ese concepto implica desterrar el símbolo que lo mantiene con vida. Hoy, a cuatro siglos de distancia nos damos cuenta de que el universo es más complejo que el reducido ambiente de una corte, y que por lo tanto no tiene objeto continuar cultivando una apariencia de élite reservada para unos pocos. Si bien un  sentimiento similar puede ser conservado (y estimulado) por empresas comerciales que lo  utilizan para vender sus productos, afortunadamente muchos hombres jóvenes tienden a abandonar esos uniformes ancestrales (a pesar de que optan por otros, pero ese es otro tema).

Por lo tanto, cualquier reivindicación laboral o de género que se pretenda llevar a cabo con la intención de equiparar socialmente al varón y la mujer debería contar con la destitución de este clásico “uniforme  de poder” con el cual hombres y mujeres compiten irracionalmente para ser reconocidos como “amos del mundo”.

Nora Sisto
16 de marzo, 2018