90.  El Cuerpo del Delito

El cuerpo de la mujer, significante de muchas cosas y provocador de tantas otras.

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Según la leyenda religiosa, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y más tarde tomó una ínfima parte de él y creó a la mujer para que éste no estuviera solo (en otras palabras, para que éste se entretuviera). Así que la mujer desde un comienzo fue un producto secundario al servicio del varón. Pero ¿cómo habría sido posible argumentar en contrario o disentir con el omnipotente Creador? Era más fácil aceptar la situación. Pero la discriminación sexual que colocó durante tanto tiempo a la mujer en una posición de dependencia a solicitud del varón ha causado enormes estragos. No solamente ha sido perjudicial para la idea que un hombre puede formarse acerca de una mujer sino para el concepto de feminidad que todos y en especial las propias mujeres se vieron a lo largo de los tiempos persuadidos  a aceptar. Dentro de los más nocivos, la creencia de que el cuerpo de la mujer es un “arma” de dominación que sirve para atrapar y manejar a los hombres (y a otras mujeres).

El cuerpo de la mujer es y ha sido siempre un objeto inquietante por poseer (o creerse que posee) un poder inaudito. Desde poetas hasta pintores y cineastas, así como para pujantes empresarios de la moda, el cuerpo de la mujer ha sido por centurias y continúa siéndolo un objeto recurrente, disponible y útil  para múltiples propósitos así como redituable para ciertos usos. Igual que una flor que cautiva por su colorido, su perfume o su apariencia llamativa, parece necesario adornar el cuerpo femenino con todos y cada uno de los artilugios posibles (vestidos, zapatos, joyas, maquillaje, perfumes y muchos más) para potenciar su  poder de atraer. Y para una mujer es bastante difícil no aceptar ese poder, más cuando tiene la facilidad de ejercerlo sin demasiados obstáculos.

Existe un supuesto cultural de que una mujer se inviste de poder atractivo solo para agradar a otro (ya sea un hombre u otra mujer), lo que dificulta la posibilidad de interpretar que quiera hacerlo para ella misma. Ahora, como todo poder, el poder de atracción debe ser ejercido responsablemente.  Mientras que para  las diferentes especies animales la propiedad de atraer tiene en general un propósito concreto que es el de conseguir una pareja reproductora, entre los humanos este propósito admite además una faceta alternativa, ya que el ejercicio del sexo más allá de su función reproductiva está considerado culturalmente como una posibilidad de recreación. Como toda actividad humana que vincula un individuo con otro, la atracción debe ser considerada con cautela. El poder de atracción se basa en la excitación del otro, y tiene las mismas características que una agresión porque consiste en la aplicación de una “fuerza” (en este caso de tracción) sobre un individuo. Ahora, esta excitación puede ser (o no) controlada por el mismo sujeto que excita o por quien recibe o responde a su estímulo, existiendo la posibilidad de que su descontrol pueda convertirse en un factor de violencia. Lamentablemente la educación cultural del varón lo obliga a responder positivamente a la atracción, y es más se considera vergonzoso no hacerlo. Esto puede hacer que una mujer atractiva (sin intención de atraer a nadie en particular) pueda sentirse acechada o incómoda, por lo que una gestión acertada de ambos comportamientos es doblemente necesaria para el bienestar de todos.

Esa misma interpretación de la atracción tiene por otra parte una aplicación diferente, de tipo mercantil en la cual el innegable poder atractivo atribuible al cuerpo femenino es industrializado como un objeto de consumo. En este “sacado de contexto” la percepción “normal” de la mujer es transformada en una híper precepción que pasa por alto a la mujer integral desligándola de su ingente y original contenido para enfocarse de lleno en su estuche. Pero esta actitud acarrea consigo un factor educativo negativo que distorsiona la ecuanimidad de nuestra cultura. Cuando en el mensaje de atracción se descarta a la mujer que lo emite y se pasa a valorar únicamente su “hermoso envase” y a utilizarlo como adorno, esto se vuelve un concepto denigrante para todas las mujeres.  Es decir, el poder de aquella mujer que es utilizada en lugar de admirada y respetada pasa a ser el miserable poder de un peón al servicio de la maquinaria del consumo.

La publicidad está lamentablemente instituida en nuestras sociedades consumidoras como un “sistema educativo”, aunque sabemos que el mensaje de los medios publicitarios no trata de educar a los individuos en un sentido humano sino de atar a los consumidores a sus dogmas y leyes de mercado. Su  “cultura” paralela se apoya en lineamientos programáticos que en lugar de estar basados en una concepción ideal de la vida y la convivencia humana se basan exclusivamente en el consumo y su recompensa. Aprovechando la tendencia de considerar a las mujeres como “apéndices recreacionales” de los hombres, la propaganda ha manipulado durante muchos años el comportamiento de los consumidores a través del refuerzo de dicho supuesto ligándolo de paso al ofrecimiento de productos. A pesar de que esta costumbre se hizo viral y mantuvo su momento de algidez durante la segunda mitad del siglo veinte, sus coletazos se mantienen aún en nuestros días forzando una interpretación inadecuada de la femineidad, carente de ética y con una  prepotencia que parece hacer caso omiso a la inconveniencia y la maldad (desde el punto de vista humano) de este mensaje. No puede suponerse  intrascendente por ejemplo la exposición de una pieza publicitaria en la que varios hombres de pie observan cómo otro inmoviliza a una mujer que yace visiblemente excitada en el piso (supuestamente rendida a la marca del artículo que se promociona). Es decir, cuando un individuo se habitúa a convivir con una visión como esta “entiende” claramente (a pesar de los descargos y las declaraciones de inocencia por parte de los comerciantes y las empresas publicitarias involucradas) que su misión en la vida (no importa si consume o no dicha marca) es convertirse en dominador de las mujeres.

Ejemplos como este no pueden aparecer bajo ningún concepto en el panorama cotidiano que contextualiza nuestras vidas. Porque las generaciones expuestas a su mensaje quedan debidamente aleccionadas con la creencia de que la mujer “es” un trofeo o un premio por la compra de ciertos artículos, y lo que es aún peor que el comprador “tiene derecho a exigir” el premio prometido aunque esto suponga el menoscabo y la humillación de alguna mujer en particular. Lamentablemente a pesar de que a instancias de movimientos contra la violencia hacia  las mujeres se hayan venido retirando paulatinamente los avisos publicitarios en los cuales la mujer es exhibida como objeto de deseo, apropiación y dominación, desafortunadamente el daño fue hecho desde el momento de su primera aparición, y miles de hombres que vivieron en el momento y el lugar equivocados tuvieron la mala oportunidad de quedar “formados” con la idea de que la mujer es (solo) un objeto deseable y conseguible por medio de sus artimañas (es decir, por sus hábitos de consumo).

La rectificación de aquellas costumbres demasiado arraigadas es una tarea que requiere de un largo proceso. Sin embargo es importante comenzar y luego mantener con energía dicho proceso para que con el tiempo el mundo de los hombres y las mujeres pueda ser inteligentemente equilibrado.

 
Nora G. Sisto

4 de mayo, 2018