91.  The "True-Man" Show

La Cultura como moldeadora del Hombre y la búsqueda de una vida real.

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La película “The Truman Show” (USA, 1998) contiene varias alegorías. Cuando la proa del barco se incrusta en la pared del caparazón que alberga a ese “mundo ideal” en el que al protagonista (Truman) le ha tocado vivir hasta ese entonces, a éste se le plantean dos alternativas: regresar a la seguridad de ese mundo fabricado artificial y especialmente para él por un manipulador central llamado Christof  (“Cristo”) desde su laboratorio tecnológico en las alturas del “cielo”, o salir y enfrentarse a la oscuridad de un mundo desconocido.

Podríamos decir que a partir del siglo XX, al igual que el personaje ficticio Truman, el hombre occidental se propuso salir del caparazón en el cual había sido cobijado hasta entonces, e iniciar la búsqueda de un mundo que supuestamente siempre había estado ahí pero que para él era desconocido y ansiaba salir a descubrir. Para eso comenzó por impugnar (y en extremo repudiar) todas aquellas imposiciones culturales que creyó descartables. En particular puso el mayor énfasis en abandonar la rigurosa axiomática moral y religiosa imperante, por entender que su replicación encerraba una manipulación tendenciosa cuyo objetivo era la exaltación de un estado monárquico o de una iglesia absolutista, ambos propósitos demasiado omnipotentes y hegemónicos respecto a la población de gente común que pretendía regir. Al poner en evidencia la no validez universal de un sistema moral encarnado como la obligación insensata de acatamiento a reglas tan arbitrarias, in-infringibles, in-quebrantables e in-desobedecibles como difíciles de sustentar (excepto por medio de la dominación, la fuerza y el miedo), e improbables de fundamentar y demostrar argumentativamente, éstas comenzaron a caer una a una por su propio peso. Las preguntas elementales con las que se las pudo finalmente desmentir fueron básicamente “¿por qué?” y “¿para qué?”, y ante la imposible respuesta humanamente lógica, cada individuo se dio cuenta de que podía evadir (sin culpas ni castigo) cada una de esas “leyes absolutas” en la medida en que le parecieran prescindibles o puntualmente inconvenientes. Se soñó de este modo con el advenimiento de un “mundo real”, que sería develado al sucumbir cada uno de los atavismos que lo ocultaban, y en donde cada persona sería libre de vivir su vida.

Pero en el mundo real nada es “real”. Todo no es más que una percepción personal y particular que tenemos cada uno de nosotros de aquello que nos rodea. Y esta percepción a su vez tampoco es única ni absoluta. Es creada por preceptos culturales surgidos en cada época histórica como respuesta a interrogantes variadas, los cuales se imprimen en los individuos por distintos medios. Uno de ellos es la educación formalizada. A través de los sistemas de educación se instalan en las personas diferentes formas culturales. Y esto tiene su utilidad. La Cultura es una interpretación del mundo. Su ventaja consiste en establecer un código particular de lectura para descifrarlo, de modo que deje de ser temporalmente incomprensible. Y el hecho de universalizar ciertos criterios permite el manejo de un lenguaje de comunicación entendible por todos (o por gran parte). Es decir, el mundo (y todo el Universo) es un hecho físico, fáctico y sustancialmente  inmodificable por el Hombre, pero a su vez la presencia de éste  dentro de él es interpretable de infinitas maneras, algunas de las cuales pueden serle favorables para su vida y otras no. El factor de aceptabilidad responderá entonces a la compatibilidad entre aquellos postulados que se enuncian (y se obligan a cumplir) y la genuina esencia del hombre. Vale decir, esta cultura que nos modela según su voluntad  y conveniencia lo hace diseñándonos escenarios concretos en donde vivir, diferentes “shows” que protagonizamos cada día, los cuales aplaudimos y queremos volver a vivir al día siguiente, o bien esperamos ansiosamente que bajen de cartel y no los  recomendamos a nuestros amigos.

Nuestra cultura a lo largo de los siglos ha partido invariablemente de una premisa superior: la de que el hombre necesita ser guiado. Es decir, teniendo como antecedente que aquella espontaneidad propia de los estadios prehistóricos del planeta no aportó a sus pobladores más que letargo y desorientación, y que recién la regencia de dioses o la tutela de seres mitológicos extrahumanos aportaron a su vida un camino, una dirección y un sentido, se prefirió perfeccionar esta última opción. Y así los hombres fueron evolucionando. Pero en general orientados a rendir obediencia (pero sobre todo a rendirse por temor) a algún ser “superior” con la potestad de castigar a quienes tuvieran la osadía de disentir, y no como responsabilidad hacia los propios congéneres. Por eso la mayoría de las leyes de regulación social surgieron de instituciones interesadas en diseñar caminos proselitistas afines a sus intereses particulares. Y nunca, o generalmente nunca el hombre en ese tiempo se sentó a pensar que las condiciones para respetar a los otros, para  exigir respeto, para proteger sus pertenencias y para llevar una vida sin sobresaltos podía diseñarlas (y preservarlas) él mismo.

Las formas de persuasión son infinitas. El miedo, la prepotencia, la seducción y cualquier otro mecanismo eficiente como para emplazar a las personas amenazándolas con un perjuicio personal constituyen las herramientas  idóneas para ello.  De acuerdo al alcance de su penetración sobre sus destinatarios, son capaces de generar “memes” (o códigos culturales semejantes a los códigos genéticos) de tal magnitud que las más de las veces se llega a suponerlas más como mutaciones biológicas que como volátiles placas culturales. El matrimonio heterosexual, la monogamia o la conservación de una pareja “para toda la vida” por ejemplo son cánones culturales eludibles, y no necesidades específicas del Hombre. La emisión de una tipología de preceptos como éstos se remonta a la Edad Antigua. En particular se origina a partir de una actitud dictatorial adoptada  por la iglesia medieval (católica) que tomó por su cuenta las riendas de la moral con la excusa de “blanquear” los comportamientos sexuales. Movida por motivos artificiosos se dispuso a combatir el “libertinaje” dentro del cual el ejercicio del sexo parecía chocante para quienes se habían propuesto caprichosamente no practicarlo (al menos bajo conocimiento público). Se pretendió de este modo regular el amor, la vida privada y el trato con otros hombres, al mismo tiempo que paralelamente se comenzaron a sobrevalorar de manera absurda conceptos insólitos como la virginidad, la castidad y la procreación. La poligamia y la poliandria fueron demonizados, así como la homosexualidad. Había que organizar prolijamente a los humanos, distribuyéndolos en parejas heterosexuales procreadoras y duraderas. Se institucionalizó el lema “lo que Dios ha unido que el Hombre no lo separe”, condenando de esa manera a una vida de penurias a aquellos que hubieran descubierto su falta de empatía o de afinidad con su pareja después de haber contraído enlace. O la sentencia “hasta que la muerte los separe”, obligando subliminalmente a los desesperados cónyuges a acabar con la vida de su pareja como única solución para al fin encontrar la libertad respecto a ella. Es decir, la injerencia de aquellas instituciones que se arrogaron la posesión de la verdad y la facultad de poder dominar con ella la vida de la gente demostró a lo largo de los años ser más nefasta que los magros logros que pudieran haber cosechado durante todo ese tiempo. Pero lamentablemente muchos ya habían caído en sus trampas.

Ahora, la abolición de dichos sistemas de dominación aparentemente no fue lo suficientemente eficaz como para garantizar una libertad de pensamiento. Porque su lugar fue automáticamente ocupado por otras instituciones igualmente controladoras: los medios de comunicación. Estos formatos novedosos de control público (ya denunciados visionariamente por G. Orwell a mediados del siglo veinte) se convirtieron rápidamente en sosías de  aquellos otros formatos siniestros ya perimidos, y se fueron instituyendo igual que aquellos como irrazonables objetos de culto, sometimiento y replicación. Porque con similar intencionalidad introducen en nuestra mente criterios “moralistas” acerca de ítemes que si bien nada tienen que ver en su contenido o en su enfoque con aquellos  medievales, son tanto o más arbitrarios. Se trata de una nueva moralidad asentada en la moda, la apariencia personal y las costumbres consumistas, que dispone el “bien” y el “mal” de una manera harto novedosa. La óptica no se centra en regular la moral en lo relativo a la convivencia con los otros, sino que se concentra en modelar finamente a cada uno por separado. A estos sistemas no les importa la “imagen” de la Sociedad. No les interesa si se forja una sociedad solidaria, violenta o caótica. Lo que sí les interesa es manipular agresivamente la imagen (y exigir al límite la resistencia) de cada individuo para lograr el mayor grado de obediencia respecto a sus órdenes. Con ese propósito difunden “modelos” de comportamiento que se promocionan como verdaderos códigos morales a ser obedecidos a rajatabla, como por ejemplo ser delgado, eternamente joven, experto en las nuevas tecnologías o increíblemente sexy.  Su cosecha es en consecuencia un montón de seres atemorizados por la posibilidad  de salirse de ellos, sobre los cuales a su vez se ocupan de sembrar una nueva amenaza de culpa para  ensombrecer y atormentar perversamente sus mentes susceptibles, introduciéndoles “terrores” insólitos como “¿estoy gordo?”, “¡tengo arrugas!” y tantos otros.  De nuevo las preguntas “¿por qué?” y “¿para qué?” pasan a no tener respuesta.

Pero eso no es todo. También el ámbito político tiene un poder manipulador. La adhesión del ciudadano a cada fracción política parece plantearse como una especie de medida supersticiosa. Muchas veces constatamos que aunque el elector se sienta defraudado con la gestión del equipo gobernante o su gobernante preferido se haya revelado como un fracaso, tiende a mantenerse fiel al mismo. Esta actitud se asemeja a un acatamiento que no permite mudar de opinión, una cábala que se mantiene por si acaso la actitud contraria pudiera acarrear a la propia vida o a la vida del país males mayores o catástrofes inimaginables. Sería casi como el hecho de quien continúa ingiriendo un producto que deteriora su organismo o lo enferma, solo porque la publicidad del mismo le sigue empujando a que lo haga. En este sentido, la propaganda política se ocupa de respaldar esta situación, aprovechando sus artes persuasivas para mantener al elector  paralizado en una opción inamovible, cosa facilitada al extremo cuando éste no es capaz de pensar con criterio propio o no está habilitado para discernir inteligentemente (o sea, no es capaz de “elegir”). Así, la “realidad” en lo relativo al mapa político no responde a la espontaneidad del ciudadano sino a su prevista respuesta a la acción de aquellos agentes específicos encargados de direccionarlo (así como a toda la masa), como lo son las encuestas, la invención de favoritismos, las campañas difamatorias, los “influencers” y la manipulación mediática de las corrientes de opinión. Pero esta prepotencia sin embargo no es aún rechazada de plano porque al parecer todavía (a semejanza de lo sucedido mucho tiempo atrás con la iglesia medieval) no es objeto de toma de conciencia.

Lamentablemente algunos individuos parecen necesitar de una mano inflexible que los encauce en una cierta senda y los empuje a caminar dentro de ella. Por ese motivo continúan subsistiendo iglesias de credos diversos, instituciones de reeducación social, correccionales y fuerzas policiales. Y generalmente la intervención positiva de estas instituciones resulta en un significativo aumento de la calidad de vida de individuos en situaciones críticas, y de sus familias respectivas. Por ejemplo, un alcohólico acostumbrado a maltratar a su familia e incapaz de adquirir autodominio, no parece mal que sea tutorizado por alguien que lo obligue a dejar de emborracharse. Es decir, no es nada despreciable el efecto corrector que algunas instituciones pueden oficiar  sobre aquellos individuos demasiado faltos de voluntad para encarar por sí mismos un proceso de recuperación y reinserción en su grupo de convivencia. Sin embargo, la falta de escrúpulos de algunas de éstas que utilizan esa excusa para someter económica o psicológicamente a sus miserables usuarios obliga a que todas deban ser consideradas  con cierta reserva.

En suma, la “vida real” en realidad no existe en el sentido en que podríamos imaginarla. Sólo es “real” aquella vida que puede ser vivida. Es decir, a aquella vida efectivamente gozada, no comprometida con demandas absurdas, no esclavizada por fuerzas opresoras ni chantajeada por dogmas arbitrarios o ultimátums inconsistentes. Sin embargo, para que esta vida sea realmente viable no alcanza con que sea rescatada de leyes tiránicas, sino que es necesario circunscribirla a otro tipo de condiciones: a “leyes de existencia”, es decir a leyes concebidas no como necios caprichos de mentes retorcidas o con sed enfermiza de dominación, sino leyes  criteriosas emitidas por entes y por personas con pensamientos y sentimientos leales respecto a todos los seres humanos. La obediencia a órdenes estrictas no representa siempre un menoscabo. Por el contrario, todo aquel mandato que sirva para coartar las expresiones de maldad, desprecio, engaño o vilipendio hacia cualquier ser humano merece ser respetado, conservado y mantenido con energía intemporalmente. El “hombre verdadero”, así como el evento de su vida (único para él) no deberían ser concebidos como el exiguo resultado obtenido a partir de un “permiso” ocasional librado obsesivamente por los dominadores de turno, sino como el  exitoso estatus humano adquirido a partir de una decorosa autonomía.

Nora Sisto

30 de setiembre, 2018