92.  Verdad o Consecuencias

La manipulación del mensaje político y su nefasta trascendencia.

Odoo CMS - una imagen grande

La “verdad” en materia política casi nunca es tan “verdadera” como cabría suponer. A lo largo de la Historia, la palabra de los políticos de carrera ha sido en general tan dudosa como resbalosa y poco confiable, al punto que muy pocos  pondrían “las manos en el fuego” por lo que éstos afirman o niegan. Todos aquellos aspirantes a la dirigencia política han utilizado la manipulación de las corrientes de opinión como forma de conseguir adeptos. Desde los sofistas de la antigua Grecia cuya retórica erudita y rimbombante servía para que, por lo incomprensible de su mensaje éste fuera considerado probablemente cierto, hasta las actuales campañas basadas en agresivas (e innobles) estrategias publicitarias, el reclutamiento de la voluntad del modesto ciudadano se ha mantenido siempre presa de diversas maniobras persuasivas. Por este motivo, las buenas prácticas de cualquier ciudadano medianamente consciente en relación al discurso político han debido consistir en filtrar su contenido y en tomar “con pinzas” lo que en él se afirma o se niega. 

La astucia política parece tener vía libre para llegar a extremos  insólitos. Con el mismo cinismo con que un marido infiel niega enfáticamente tener un amorío mirando a los ojos a su esposa, hoy presenciamos  azorados por ejemplo a un ministro minimizar situaciones caóticas de la economía o la seguridad, así como a un presidente del gobierno  asegurando que a pesar de que el país esté desbarrancándose está y va a estar todo bien. Es decir, aquel discurso con el que en el pasado se comprometían con su honor los (verdaderos) líderes políticos para convencer de la conveniencia de enfilarse hacia sus tiendas partidarias ha tomado en los últimos tiempos un rumbo inédito. De la misma manera como la propaganda comercial extiende su lienzo en blanco alrededor de un simple objeto a ser vendido y deja que éste sea llenado con los temores, las ansiedades, la envidia y la soberbia personal de cada uno de sus posibles consumidores, la oferta política adopta este mismo esquema. Complementa sus escuetas plataformas programáticas (porque no hay mucho que inventar, a estas alturas del mundo) inflándolas mediante un alegato hueco a ser llenado con las aspiraciones personales de cada quien. Es decir, el aparato político se ocupa de levantar un andamiaje estentóreo y espectacular (pero vacío) en el cual cada uno puede inscribir sus más fuertes sentimientos y anhelos (como la justicia, la igualdad, y hasta el odio o la venganza), y dejar suponer que (solo por este acto) van a ser reivindicados. Este “discurso”, que no guarda en general una coherencia fuerte con alguna idea concreta con la cual podría aspirar  a congregar por afinidad (haciendo de paso pensar sesudamente a los ciudadanos), se ocupa periféricamente de alinear (alienar) a la mayor cantidad de individuos por medio de su adhesión a proposiciones fácilmente compartibles por todos ellos, y los funde (en realidad los confunde) no en un grupo de personas convencidas de cierta  propuesta, sino en una masa de apasionados “seguidores”.

Cuando un artesano confecciona un objeto de bronce o de cerámica, lo que hace es colar en un molde (denominado “negativo”) el material líquido y éste al solidificarse adquiere así su forma (que no es otra que la del molde que se la  proveyó).  Según algunos psicólogos, existe un tipo de identificación que se manifiesta a edades tempranas, a la que denominan  “identidad  adhesiva”, y que está asociada al fracaso de la función contenedora de los padres. Ésta se lleva a cabo  a través del contacto (adhesivo) con un objeto (“objeto adhesivo”) al cual el individuo se “abraza” como una manera de reconocer su propio cuerpo (su propio ser) a través del contacto con él. Ahora, mediante este mecanismo el individuo sólo toma de ese objeto aquellos elementos formales y superficiales, produciéndose entre ambos una corriente de comunicación  unidimensional (es decir, lineal: solo de ida y vuelta entre él y dicho objeto). En el ejemplo de la pieza de bronce o cerámica, ésta sería la comprobación de si la pieza solidificada encaja en el molde, o no.  Un  fenómeno similar parece explotarse en cierta modalidad publicitaria de la gestión política (al igual que se hace comúnmente en aquella de la gestión comercial), aunque su efecto no sea dentro del segmento infantil  sino sobre individuos adultos. Consiste en difundir un “molde” ideológico en el cual cada interesado tratará de encajar. Como cabe suponer, en virtud de su naturaleza psicológica, la eficiencia de este recurso requiere que los destinatarios del mensaje sean individuos sin una identidad fuerte, y fundamentalmente carentes de facultades de discernimiento. Las estrategias son variadas pero todas ellas tienen un común denominador: la sustitución de una identidad endeble por una identidad adhesiva, o sea prefabricada.

Uno de los mecanismos más efectivos para atraer la adhesión del público  es proporcionarle un motivo de fanatismo irracional. Porque  el fanatismo tiene el poder de aglutinar a individuos enfervorizados. Es decir, el fervor aglutina mejor y más rápido que una toma de conciencia. Este objetivo se logra por ejemplo con la creación de un enfrentamiento entre un personaje con aptitudes de dirigencia y un enemigo o una amenaza, y difundiendo al mismo tiempo la idea de que éste es capaz de mantener a salvo de él a todos quienes lo apoyen. Algo así como la transferencia a nivel extra-edad de un “cómic” de superhéroes. Pocas veces la amenaza es real, pero esto no es obstáculo ya que pueden utilizarse amenazas teóricas o que podrían inclusive haber sido reales en algún momento pero es posible mantenerlas vigentes aun habiendo desaparecido. A su vez, el objeto amenazador o “enemigo público” es por lo general un concepto simple y fácilmente identificable por los ciudadanos (como el imperialismo, el comunismo, el consumismo, el homosexualismo, el terrorismo o el peligro ambiental). Entonces, con dichos ingredientes se pone en práctica un juego de poder que se lleva a cabo en la escena pública a través de la pugna entre dos supuestos contendientes: el poderío amenazador del “objeto siniestro”  y el poderío salvador del dirigente publicitado.

Ahora, este procedimiento si bien sirve a quien lo administra (porque le reditúa votos), disminuye sensiblemente la capacidad analítica de los electores. Por un lado limita el pensamiento del público porque lo obliga a reducirse a aquella dimensión lineal mencionada anteriormente, es decir a la sola comprobación de correspondencia entre dos puntos: el emisor que demanda adhesión (el molde) y el receptor que sin más acepta adherirse. En lugar de una respuesta surgida de un diálogo fructífero, solo ofrece como devolución a cada adherente la posibilidad de ser aceptado (encaja en el molde) y por lo tanto ingresa a las “filas”, o rechazado (si no evidencia total y absoluta correlación). Y más aún, la disensión o la migración de un individuo hacia otras opciones no son catalogadas como factible variación de opiniones, sino como traición.

Pero eso no es todo. Por medio de esa oposición mencionada también le es posible al dirigente político fundamentar varios aspectos de su alegato  proselitista, como el de su perpetua “transparencia” y honradez (avalada únicamente por el hecho de mantenerse firme en su papel de adversario y no por una gestión verdaderamente transparente), excusar su ineficiencia con el argumento de una persecución injusta y encarnizada que pone trabas a su camino (lo que le da una excusa para no actuar cuando debería), y atribuir sus fallos o su ineptitud a la deslealtad o complicidad con el “enemigo”, de sus opositores quienes muchas veces lejos de ejercer una hostilidad arbitraria lo que pretenden es desenmascararlo. Por eso es por ejemplo “entendible” que mientras un gobernante se enriquece a costa de la población productiva o malversa los fondos públicos, sus prosélitos fascinados por su prédica exaltada continúen apoyándolo, imbuidos de un miedo irracional a ser eliminados de la nómina de su exclusivo círculo de “protegidos”.

Esta original estrategia política aplica al pie de la letra el lema (tan manido como eficaz) de que para ganarse la adhesión de las masas no hay necesidad de motivarlas con la Verdad, sino únicamente arengarlas con un discurso enérgico y convincente. Que contra una verdad incontestable no hay como una falsedad atractiva e impecablemente maquillada, y que a individuos sugestionables no hay necesidad de convencerlos con argumentaciones (que tienen la incomodidad de necesitar ser comprobadas o refutadas), sino que es más directo y operativo lograr su devoción incondicional persuadiéndolos con una ilusión de verdad que los satisfaga y les impida tener conciencia. Llamémosle populismo, nazismo, catolicismo, feudalismo o patriarcado, de lo que se trata es de la aplicación del viejo esquema de servilismo y dominación.

La carencia de inteligencia es un infortunio para cualquier individuo, pero la negación a pensar analíticamente es un peligro no solo para él sino para todo el resto del planeta. Por ejemplo, aceptar que en una democracia es factible encarcelar y torturar a aquellos ciudadanos disidentes, o justificar la intensificación de la carrera armamentista bajo la excusa de salvar al mundo, además de ser falacias no parecen provenir de un pensamiento dotado de cordura. Es decir, cuando la crítica constructiva (¡tan útil para el desarrollo sensato de una nación!) se publicita como negligencia y se desmiente  como instrumento de análisis no es posible (o más aún, incapacita) la necesaria visibilidad de cualquier hecho dudoso para que éste sea fehacientemente investigado. En tal escenario, aquellos ciudadanos sumidos en una nebulosa dentro de la cual no les es posible ver más allá, mantienen la falsa idea de pertenecer a una “realidad” que los trasciende, una élite superior,  casi como un club VIP en el cual no hay necesidad de pensar,  sino que lo único importante es mantener la membresía. Este tipo de manipulación produce efectos tan nocivos como los de un culto. Y aquellos que  producen estas situaciones son tan peligrosos como  los que se prestan a servir de vehículo para darles andamiento. Porque se convierten (voluntaria o involuntariamente) en cómplices de quienes esperan que no los pongan en evidencia, que nadie eche luz sobre sus estratagemas, o tal vez que todos nos hagamos los tontos. Y un país de tontos es lamentablemente una desgracia que lo lleva a la ruina.

Igual que en el juego infantil, en el “juego” político la sepultura de la Verdad por cuenta de la falsedad, la ilusión y el artificio, trae consecuencias que deben ser asumidas por todos sus “jugadores”. Una es la prisión mental de quienes se someten (ingenua o deliberadamente) al engaño. Otra es el abandono (sin remordimiento, pero principalmente sin conciencia) de la capacidad de juicio. Y la más letal de todas es la resignación (por desidia) a la pérdida de una verdadera democracia. Pensar sobre las cosas significa “estar por fuera” de ellas, más arriba de sus efectos locales. Es decir, disponer de la suficiente perspectiva como para lograr un pensamiento multidimensional, abarcador y completo. Un individuo poseedor de una identidad fuerte y madura podrá, si así lo desea   “encajar” ocasionalmente alguna de sus partes no solo con una sino con múltiples opciones de las que le ofrece su mundo exterior. Pero la limitada ambivalencia de un niño que solo es capaz de optar entre castigar a quien se opone a su voluntad o aliarse con quien satisface sus caprichos no puede ser considerada la base fermental de una nación que aspire a alcanzar para sus ciudadanos una auténtica vida soberana.

 
Nora G. Sisto

19 de agosto, 2018