93.  Lujuria, Libertinaje y la Mujer

La falsa imagen siniestra atribuida a la figura de la mujer durante varios siglos.

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Cuando en el año 1973 la producción de Hollywood  concibió la película “El Exorcista”, sabía seguramente que iba a tener el éxito que tuvo. Porque en ella se conjugaban varios aspectos que ponían en la pantalla (pero sobre todo en la mente del espectador): el peligro que el “desenfreno” femenino (instituyente a partir de esa época) podía significar para la Sociedad. El principal foco de la película está puesto sobre Regan, la cándida niña de doce años que súbitamente es aprisionada por las “fuerzas del mal”. La elección de esta figura siniestra no es porque sí. A la edad de doce años, etapa en que se desarrollan rápidamente y maduran los órganos genitales aflorando en ella sus pulsiones sexuales, es el momento en que ocurre la debacle. Es decir, aquella figura grácil e infantil pero absolutamente dominable por los conductores sociales (sus padres, su escuela y la sociedad de su época en su conjunto), se convierte en un “monstruo” temible.  Es decir, el “peligro” estalla cuando la niña está a punto de convertirse en mujer.

Según el Diccionario de la RAE, “lujuria” es el “deseo excesivo de placer sexual”, a la vez que “libertinaje” es sinónimo de “desenfreno”. Y ambos conceptos fueron desde tiempos inmemoriales asignados intrínsecamente a la mujer. Este concepto oscuro que puso durante muchísimo tiempo a las mujeres en lugares despreciables del mundo fue desde su comienzo fruto de la cortedad mental de ciertos hombres que no supieron cómo compartir el mundo con ellas. Es decir, lo prolífico, diverso y excitante de la esencia femenina fue inmanejable para hombres que optaron por borrarlas del mapa. La religión católica en particular fue la que ejerció la persecución más obstinada y sanguinaria. Alejarla de sus acólitos masculinos fue el primer paso. La mujer, dueña de la “sangre visible”,  de las cavidades más recónditas e insondables y de los cambios de humor repentinos, fue durante siglos el objeto viviente más misterioso e inmanejable que a los hombres les haya tocado tratar. Por eso, antes que admitir ineptitud para convivir de igual a igual junto a ella,  mejor era descartarla de la escena.

No por casualidad el protagonista masculino de la película mencionada (y el encargado de liberar a la protagonista femenina) es un sacerdote. Lamentablemente la Iglesia Católica (por citar la más influyente dentro de las religiones occidentales) se ocupó durante largo tiempo de asignar a las mujeres una responsabilidad demasiado grande para su modesta existencia terrenal: la de corromper a los hombres. Desde la fatídica “manzana” ofrecida a Adán, hasta la contracepción, pasando por la exigencia de equivalencia laboral o el derecho a la homosexualidad y al “amor libre”, las mujeres han cargado durante demasiado tiempo con un estigma social que las ha marcado “a fuego” vilmente a lo largo de los siglos: el de que las mujeres son individuos peligrosos. Más aún: el de que el derecho que pueden obtener es exclusivamente aquel permitido por los hombres que “perdonan” sus fechorías. Vale decir, durante cientos de años la idea del juzgamiento de las mujeres por parte de los hombres (aunque también por parte de algunas mujeres que se adhieren a dicha causa) ha sido tan arraigada que cuesta enormemente desprenderse de ella.

El “libertinaje” siempre fue considerado de exclusiva responsabilidad de la mujer. La “mala mujer” incitadora al placer en los hombres, la “mujer fatal” destructora de hogares, y tantas otras fueron por demasiado tiempo figuras dominantes en la sociología doméstica habitual. Es decir, la mujer con vida propia era “inapropiada”. Felizmente, la “cuarta ola” logró expandirse lo suficiente como  para revertir esas creencias desafortunadas, y gracias a eso muchas de las usanzas tradicionales (como la violencia marital o el acoso callejero) han comenzado a ser revertidas en favor de una mejor consideración hacia la figura femenina. Por ejemplo, una de las conquistas recientes en nuestro país ha sido la libre elección de gestación. En Uruguay fue aprobada en el año 2012 la ley que despenaliza el aborto si éste es realizado dentro de las primeras doce semanas de gestación, acabando de esa manera con un uso legal vigente desde fines del siglo XIX que ponía a aquella mujer que interrumpía su embarazo en una categoría similar a la de cualquier delincuente. Pero las mujeres ya estaban acostumbradas a ser consideradas delincuentes. Estaban acostumbradas a sentirse culpables tanto si disentían del orden social como del mandato moral que las tenía sometidas. Y tan arraigado había sido ese mandato que prácticamente no les fue posible durante mucho tiempo darse cuenta de cuál era su pensamiento genuino y cuál el implantado por éste. Por eso no fue sorpresa que muchas mujeres abogaran por la no despenalización de esa práctica médica, suponiendo que su postura anti abortiva podría servir para seguir manteniendo incambiado su credo moral, y haciendo caso omiso a la trascendencia sanitaria que la intervención médica por ella autorizada podría tener al sustituir definitivamente las prácticas clandestinas.

El movimiento por la dignificación de las mujeres no es una creencia. Es el esfuerzo por obtener un necesario equilibrio biosocial para hacer que los seres humanos sean más auténticos. Pero el movimiento feminista no está exento de un peligro sutil. El de llevar la “cuarta ola” al nivel de otra opción dogmática del mismo tenor de aquellas que pretende erradicar. Para recobrar el estatus de persona libre de estigmas, el camino de las mujeres no es luchar contra los hombres, sino enseñar a los hombres a conocer a las mujeres. Enseñar por ejemplo que experimentar un orgasmo durante una violación no es un signo de lascivia sino una reacción fisiológica del organismo que no puede, por lógica distinguir entre una acción consensuada y una agresiva (porque en lo que a él le compete, es lo mismo), que un sonrojo no es la revelación de una personalidad truculenta con deseos ocultos o pensamientos depravados, sino una reacción psicosomática que surge ante la amenaza de evidenciar información privada (no necesariamente impúdica), o que una mujer que se acicala no es porque “quiere guerra”. La ignorancia y la desinformación comprometen la autenticidad de la cultura. Si bien por ejemplo el personaje Sheldon Cooper puede auto-convencerse repitiéndose una y mil veces “yo soy amo y señor de mi vejiga”, la micción no depende de su voluntad, sino que como cualquier otra respuesta fisiológica responde a la estructuración biológica de su cuerpo. O sea, asignar un valor cultural al control o descontrol voluntario de las funciones orgánicas no tiene fundamento ya que no son controlables. En cambio sí son contextualizables. Es decir, Sheldon puede elegir de qué manera.

La moral no es un criterio científico. Es una elección personal (individual o multitudinaria) que se basa en una creencia. Se puede creer por ejemplo que mostrar ciertas partes del cuerpo es inconveniente (por el motivo que sea), de lo que se deduce como consecuencia que aquel que lo hace es inmoral. Pero la hegemonía de un sistema moralizador hace que las personas no sean capaces de separar conveniente y saludablemente su pensamiento personal de un pensamiento implantado. La demonización de la sexualidad, por ejemplo es uno de ellos. Y la reglamentación de la conveniente prevalencia del “hetero” sobre el “homo” es su consecuencia. En pocas palabras, el “pecado” no existe. Y cualquier hecho objetivo puede ser considerado pecado sólo subjetivamente. Si bien la afectividad es una propiedad valiosísima de los seres humanos, su utilización tendenciosa como chantaje para inducir comportamientos y decisiones arbitrarias debería ser inadmitida. Tengamos en cuenta que la amenaza de sentimientos de culpa y la inducción del miedo a posibles castigos sobrenaturales son hechos de violencia que aprisionan la conciencia en lugar de liberarla.

La fe de tipo religioso es un derecho de cualquier persona. Cualquiera puede creer en lo que quiera. Y la libertad de culto es un privilegio de las naciones libres. Sin embargo, sin que nos demos cuenta este privilegio puede tornarse un sojuzgamiento brutal si se confunde con un criterio de vida. Una “buena mujer” o una mujer “decente” no es aquella que cumple con creencias que la identifiquen. La obstrucción a la libertad de discernir, el bloqueo de la facultad de reflexionar, así como la formulación de cualquier reglamento que se apoye exclusiva o mayoritariamente en dogmas caprichosos, además de constituirse en un verdugo despiadado para algún segmento específico de personas es un obstáculo para el desarrollo positivo de cualquier grupo humano.

Nora G. Sisto

14 de agosto, 2018