94.  Acompáñame o Sígueme

La diferencia de concepto entre el liderazgo y la dirigencia.

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          Existe una conocida pieza musical, compuesta allá por la década de mil novecientos veinte por el músico George Gershwin, que se denomina “Strike Up The Band”. Se trata de una música muy pegadiza y animada, además de una letra que invita a ser cantada con vehemencia. Durante toda la composición, el vocalista incita vigorosamente, uno por uno a todos los diferentes instrumentos de la orquesta a “levantar el ánimo” de la misma, logrando con eso un clima de euforia generalizada que finaliza con la exclamación enfática y a viva voz: “Hey leader, strike up the band!”.

          Una de las consecuencias menos afortunadas de la cultura de masas ha sido  la desaparición de los liderazgos. Hasta hace relativamente poco tiempo, el mundo podía contar con líderes en diversas ramas de la Cultura (líderes políticos, líderes espirituales, económicos, sociales y muchos más). Sin embargo, —y casi del mismo modo abrupto con que hace miles de años aquel famoso meteorito impactó sobre la Tierra extinguiendo a los dinosaurios— el cataclismo cultural del último siglo, que cambió del día a la noche las condiciones culturales del mundo, se encargó de exterminarlos. Y es verdaderamente una lástima, porque los ejemplares (tanto hombres como mujeres) pertenecientes a esta especie (hoy en franco proceso  de extinción) eran individuos valiosos que  contaban con la capacidad de polarizar multitudes, tanto en la vida a escala social como doméstica, porque parecían exudar una  voluntad contagiosa y una energía que magnetizaban de por sí a mucha gente. Al igual que “the-man-with-the-stick-in-his-hand” es capaz de organizar una orquesta obteniendo como resultado una música maravillosa, cada líder tenía el poder de mantener interesados a individuos deseosos de participar en la tarea concreta que realizaba. Maestros, artesanos, padres de familia, figuras políticas o del mundo del arte, lograban con sus acciones que niños, adultos y ancianos se comprometieran en determinados propósitos, creando así el efecto de ser seguido. Pero el líder no convocaba ni obligaba a ser seguido; simplemente hacía lo suyo, pero con tal empeño que por sí solo provocaba una corriente de actividad que succionaba a cada individuo que quisiera acompañarlo en ella, beneficiando al final a todos. 

          Sin embargo, con el transcurso del tiempo y los desajustes que las violentas sacudidas de los cambios conceptuales produjeron a todo lo conocible, aquel esquema de liderazgo se fue borroneando hasta diluirse y transformarse en otra cosa.  Actualmente no existen líderes. O existen muy pocos. Y muchos de aquellos que son considerados o que se consideran a sí mismos líderes, en general no lo son. Hoy debemos hablar de “dirigentes”.  Porque la función que desempeñan no es igual a la de los líderes. Se ocupan de dirigir. Lo más destacable es que no apuntan a servir como ejemplo (porque generalmente no hacen nada, sino que mandan a hacer a los demás). Tampoco producen una corriente magnética de adhesión, sino que se enfocan en empujar a un cierto volumen de personas hacia un objetivo concreto preestablecido  (generalmente relacionado con el poder económico, o político). Es el caso, por ejemplo de los “influencers” de moda, o los formadores de opinión. Sin embargo es factible tomar a un dirigente por un líder, porque sus formatos físicos y actitudinales son  similares (aunque su desempeño y la orientación de sus intenciones difieran  diametralmente). Al líder se lo acompaña espontáneamente por fe y convencimiento, mientras que al dirigente se lo sigue por obligación (directa o subliminal), o por miedo. Vale decir que, si no somos capaces de notar esa sutil diferencia entre ellos, podemos tomar un rumbo desviado.

          La consigna implícita del liderazgo es “acompáñame”. Porque el propósito del líder es sacar adelante una tarea más o menos ambiciosa, a la cual se aboca por completo, y a pesar de que no solicita ayuda expresamente, pueden sumársele espontáneamente quienes se convencen a sí mismos de su importancia. El líder guía porque abre un camino, y quienes lo acompañan integran con él un “cuerpo” solidario cuya positividad es el resultado de su  sinergia. Para el líder generalmente no existe un plan, sino un propósito. Pero hoy el lugar del líder ha sido violenta y sutilmente usurpado  por el dirigente (que en general tiene planes, aunque no propósitos). Por esto, el “puntero” de un movimiento movilizador de personas en la actualidad puede ya no estar constituido por alguien a quien se admira, sino por un individuo elegido adrede, promocionado y sostenido publicitariamente para manejar y mantener sagazmente en vilo a aquellos a quienes debe manejar. Por eso, en lugar de “acompáñame”, su consigna es “sígueme”. ¿Hacia dónde? Hacia donde él indique que haya que ir. ¿Con qué propósito? No importa el propósito; sólo importa el volumen de gente movilizada (y su entusiasta intención de apoyo político, o de compra).

          El líder tiene autoridad, es calmo y silencioso. El dirigente en cambio es autoritario y bullanguero. Porque, a falta de ideas sólidas y contundentes, el ruido es el único mecanismo que puede utilizar para penetrar rápidamente en las mentes de los desprevenidos ciudadanos, y así persuadirlos de seguirlo. De ahí la necesidad que tienen por ejemplo los dirigentes políticos de dar enfervorizados discursos multitudinarios (que a la postre resultan ser del mismo tenor que aquel discurso repetitivo, persistente y agobiante conocido como “slogan”, que la publicidad comercial utiliza para vender). Podríamos por ejemplo comparar las funciones socializadoras del padre y la madre en aquella sociedad patriarcal del siglo diecinueve. El “padre de familia” era generalmente un dirigente. En cambio, la madre (en aquellos casos en que se negaba a ser un apéndice de éste) funcionaba como una líder empecinada en lograr un propósito “ideal” para aquella época, como por ejemplo salir a trabajar fuera de casa, o tener una vida social independiente, y era acompañada por convicción (aunque no sin sentimiento de culpa, o de castigos), por parte de sus hijos.

          Es posible que el mundo occidental se haya acostumbrado demasiado apresuradamente a obedecer los mandatos mediáticos, dejando de lado aquellos otros, posiblemente menos ostentosos y no inmediatamente gratificantes, como lo son los mandatos de las ideas. Hoy las ideas no mandan. Es más, las ideas parecen no existir. Peor aún, se confunden con “ideas” aquellas iniciativas conductistas que sirven precisamente para inducir y conducir centralmente el comportamiento de las personas. El hombre occidental al parecer se dejó convencer de que es más lícito hacer agitar frenéticamente a consumidores eficientes, que esperar con calma a que ciudadanos equilibrados se muevan estratégicamente  y hagan su sabia jugada. En pocas palabras, a un líder lo acompañaban los inteligentes. En cambio, un dirigente como los que vemos todos los días, compele a ser emulado. Es decir, hostiga a las personas a que se sometan a su mandato, ocupándose únicamente de administrar la presión para aumentar la cantidad de seguidores con los que pueda contar. Por eso en la actualidad, a un dirigente solo lo siguen los idiotas.

          La “vuelta de tuerca” de este estado de cosas es que, lamentablemente mucha gente parecería no entender la gravedad de ese viraje drástico que dejó que los dirigentes pasasen a tomar el lugar de los líderes. Porque esto significa que se dejó con ligereza el paso libre a las mismas formas de dominación que durante mucho tiempo, tantos lucharon por abolir. Las dirigencias son formas tiránicas. Mientras el líder se ocupa de motivar emocional o psicológicamente a las personas para conformar un grupo constructivo, el dirigente apela a la disciplina para aglutinar a sus seguidores, muchos de los cuales no saben “por qué” seguirlo, y simplemente acatan la regla de que “hay que seguirlo”. En suma, el líder arrastra con su magnetismo, mientras el dirigente empuja con su prepotencia. Y existen muchos tristes ejemplos de dirigentes que conducen a su “manada” a lugares inhóspitos, a fines inconfesables o a destinos fortuitos, sólo porque pueden. Las preguntas que guiarían a quienes desearan acompañar a un líder serían: “¿qué es lo que hay que hacer?”, y “¿cómo puedo ayudar?”. En cambio, respecto a un dirigente nos preguntamos: “¿qué dijo que hagamos?” y “¿yo también estoy obligado a hacerlo?”, y lo peor de todo: “¿qué puede pasarme si no lo hago?”.

          Hoy vemos muchos ejemplos de dirigencia, principalmente en el ámbito comercial pero cada vez más en el ámbito político. Si bien antiguamente el estilo de un líder político que deseara convencer a posibles electores se basaba en lograr una coincidencia de ideas y propósitos (o sea, una sinergia general que apuntara a la construcción de resultados beneficiosos para todos), hoy sin embargo los planteos políticos se basan casi exclusivamente en el ofrecimiento (casi del mismo modo en que se ofrecen distintos artículos en las góndolas de un supermercado) de todo tipo de reivindicaciones (siendo, por ejemplo las más “taquilleras”: la igualdad de género, el matrimonio gay, la inclusión social, la despenalización del aborto o la legalización de la marihuana, entre otras), pero todas estas formuladas casi como “post it” casuales, sin un programa macro de acciones (fundamentalmente educacionales) orientadas hacia un notorio avance en la consolidación de una mentalidad más amplia de la nación en su totalidad. Por el contrario, por la forma en que son administradas parecen orientadas en realidad a la perpetuación en sus cargos de los gobernantes que las promocionan, pero que al mismo tiempo las mantienen pendientes (por si acaso).

          Otro de los aspectos a considerar respecto a la dirigencia es el mecanismo de adhesión de los ciudadanos. Mientras que la adhesión a la corriente producida por un líder no responde a un deseo egocéntrico de ser favorecido en algún aspecto sino al deseo de apoyar y promover el objetivo que éste  capitanea, la adhesión a una campaña (o sea, a una corriente elaborada por un dirigente) se da como una respuesta refleja e involuntaria, fruto de la persuasión y la seducción que la figura puntera asociada a la misma ejerza sobre su público  (sin importar el objetivo ocasional que ésta promocione, se encargue finalmente, o no de gestionarlo).

          Sabemos que para asegurar el éxito de una campaña, generalmente se elige como ícono de la misma a alguien con características muy atrayentes, alguien capaz de producir un “crush” emocional en las personas, una especie de enamoramiento que las empuje a seguirlo ciegamente (literalmente, sin mirar demasiado), aunque no signifique, ni aporte en concreto nada bueno. Del mismo modo como un producto industrial pone en funcionamiento sus cualidades formales para lograr ser comprado (como su color excitante, su forma o su envase atrayente, entre otros), el dirigente intenta enganchar la mayor cantidad posible de adherentes a través de la forma cautivadora de su apariencia, del énfasis autoritario de sus palabras, de la arrogancia de sus actitudes, de la impertinencia conmovedora de su mensaje, y de una focalización muy concreta de su  discurso (aunque casi nunca de un proyecto de contenido, cuya existencia o no, por todo lo anterior pasa obviamente a segundo plano). Hemos comprobado históricamente que una fuerte campaña de odio (como el odio al capitalismo, al comunismo, a los negros o a los inmigrantes, por ejemplo) capta más adherentes que un llamado a la población formado por planes de desarrollo genuino, en cualquier área.

          Se dice comúnmente que el liderazgo es todo un arte, mientras que la dirigencia es un oficio o una profesión. Igual que por ejemplo un músico, un pintor o un atleta, para ser un líder hay que contar con un don especial, un talento que solo parece conseguirse antes del nacimiento. Es decir, líder se nace. En cambio, con cierta constancia y entrenamiento (o con una potente “sponsorización”) cualquiera podría llegar a dirigir. Pero la conducción de un grupo humano no es un juego ni una fuente de prestigio personal. Es una responsabilidad de gran trascendencia pues compromete el bienestar de las generaciones presentes y el presente de las generaciones futuras. Podríamos  afirmar que una comunidad carente de un presente sólido y productivo, que transcurra únicamente como un escenario entretenido y gratificador, no puede pensar seriamente en constituirse en el antecedente de una comunidad futura plena de realizaciones humanas. Está bien que el fluido del tiempo, al parecer no es lineal sino cíclico, y que por esto no podríamos garantizar  que una sociedad saludable y emprendedora en la actualidad se constituirá seguramente en el basamento sólido para una similar sociedad venidera. Pero la presencia de verdaderos líderes, que luchen en pro de una mejora en la calidad de vida de todos los seres que habitan el planeta, sentará en cualquier época histórica siempre un precedente educativo imborrable.

          Podríamos preguntarnos que será más o menos conveniente para una sociedad: si estar conducida por un líder negativo que la convoque vehemente pero para fines inmorales (como por ejemplo un político corrupto o mentalmente inestable, o un narco), o estar dirigida por un programa rígidamente elaborado para ordenar a los ciudadanos. Es discutible si sería mejor hacer caso a un “cabecilla” que nos arrastre con su locura, porque finalmente nos deja abierta la posibilidad de elegir (aunque nada garantice que todos puedan disfrutar igualmente de esa chance), o ponernos a la orden de una dirigencia que aunque pretenda ser cuerda y bienintencionada nos mueva a su antojo y no nos permita  la opción de disentir (como lo sería un gobierno totalitario, o una bebida cola). La realidad es que es una lotería, cuyo resultado beneficioso o no, sólo puede dilucidarse con un balance al final del juego. Sin embargo, en cualquier caso la única ganancia realmente aceptable debería ser el crecimiento real de las personas.

          Como no podría ser de otra manera, el liderazgo más transcendente es el liderazgo parental. Se trata del empuje consciente, sensato y sostenido que realizan padres y madres que muestran a su descendencia qué es necesario hacer para vivir mejor, y lo que es aún más importante: lo hacen. Esta actitud creadora (que por supuesto no participa en lo absoluto de la ideología de la recompensa inmediata, o de la ley del mínimo esfuerzo), que muestra personas que se esfuerzan por superarse a sí mismas para lograr sus metas, es el basamento sólido que sostendrá sin lugar a dudas a las generaciones educadas por ellas. Según reza uno de los populares “posteos” que podemos leer en Internet,  “no deberíamos  preocuparnos tanto de qué mundo le dejaremos a nuestros hijos, sino de qué hijos le dejaremos a nuestro mundo”. Significa que para llegar a ser buenos adultos (es decir, adultos fuertes, maduros y responsables), los niños necesitan buenos padres, y para ser buenos padres (o madres) no hay otro camino que ser excelentes líderes. De otro modo, esos niños están destinados a subsistir sin armas que puedan paliar su vulnerabilidad, expuestos a la dominación de dirigentes inescrupulosos, deshonestos, o sencillamente ineptos.

          En síntesis, si nuestra intención es hacer algo proactivo y trascendente para nuestros respectivos grupos humanos, deberíamos descender por un instante de la vorágine cultural que nos mantiene desconectados de la realidad, y buscar a los verdaderos líderes, pero no para pedirles un autógrafo o sacarnos con ellos una “selfie”, sino para acompañarlos en sus acciones constructivas y lo que es más importante, aprender de ellos sus valores positivos, su energía y su capacidad de trabajo. El más preciado de todos los liderazgos es aquel que nos inspira a ser mejores personas, así como la menos digna de todas las campañas es aquella cuyo mandato nos somete, obligándonos a acatar sus órdenes (como por ejemplo, despreciar a quienes tienen una opinión distinta de la nuestra, o consumir cada día más para resaltar sobre los otros). Por lo tanto, sepamos distinguir entre quienes nos guían a propósitos sensatos y aquellos otros que simplemente pretenden utilizarnos como fuente energética en su beneficio (al más sórdido estilo “Matrix”).  Busquemos y elijamos entonces a aquellos individuos al lado de los cuales podamos alcanzar una mejor existencia. Y, siguiendo la consigna de la famosa pieza musical mencionada, acompañémoslos animándolos con el grito: “Hey leader, strike up the band!

 

Nora Sisto
14 de enero, 2019