95.  Los Niños de Salomón

Los hijos usados como objetos de escarmiento.

Odoo CMS - una imagen grande

Cuando al Rey Salomón se le presentó la tarea de mediar entre dos personas que reclamaban su potestad sobre un niño, no dudó en ser muy drástico. Porque sabía que ante una amenaza real sobre el objeto de la disputa, solamente quien fuera auténticamente su progenitor lo protegería de la muerte. Esta leyenda, aunque lejana e inciertamente verdadera ha servido a través de los años para ejemplificar lo dura (y lo original) que puede ser a veces la aplicación de la Justicia, así como  para subrayar la trascendencia y el compromiso de la auténtica pater/maternidad.

El concepto de “patria potestad” no siempre es bien entendido. Según la legislación, es “el conjunto de derechos y deberes que la ley atribuye a los padres en la persona y en los bienes de sus hijos menores de edad”. Esto no significa que los padres tengan derechos sobre los hijos. Por el contrario, implica que deben posicionarse de modo de actuar en beneficio de los menores a su cargo brindándoles cuidados, apoyo y cobijo. La patria potestad es ejercida simultáneamente por la madre y el padre independientemente de que éstos estén unidos en matrimonio, y el Código Civil establece expresamente que se pierde por motivos de violencia, maltrato u otras circunstancias que representen una amenaza o menoscabo a los derechos del menor. En el caso de padres que dejan de convivir, éstos no pierden por ese motivo la patria potestad, aunque en general solo a uno de ellos le es atribuida la “guarda y custodia”, y al otro el “derecho de visitas”. Pero el “común acuerdo” no siempre es factible, y menos cuando la disolución del vínculo matrimonial (o simplemente de una pareja) se lleva a cabo en medio de una profunda crisis. Vale decir que, aunque desde el punto de vista legal no parecería necesario agregar otras disposiciones relativas a la vida de un hijo menor de edad en lo que se refiere a la interacción con sus padres, lamentablemente en algunos casos sí parecerían necesarias disposiciones complementarias para asegurar una correcta actuación social y humana de esos padres respecto a él.

A partir de que se comenzó a autorizar legalmente la disolución del vínculo contractual de aquellas parejas que habían sido unidas en (santo) matrimonio, hubo que enfrentar un problema que no había sido tenido en cuenta (o que por lo menos se estimaba que iba a poder ser resuelto con ecuanimidad y buen sentido). Si bien la mayoría de los bienes patrimoniales de las parejas que se separaban eran divisibles en partes iguales, existían otros bienes (aquellos “bienes humanos”) que eran por lógica indivisibles, y que por lo tanto tenían que ser a la fuerza compartidos (salvo que se renunciara a ellos). Entonces se chocó contra una dificultad aparentemente insalvable. En primer lugar porque “compartir” es uno de los verbos que el ser humano menos sabe conjugar, y es en consecuencia una fuente inagotable de conflictos. Y en segundo lugar porque “compartir los hijos” sería pertinente si éstos fuesen objetos de propiedad común. Es decir, el principal error en este sentido ha sido comúnmente el de suponer que los hijos de una pareja forman parte de un cierto capital habido en conjunto y en consecuencia pasible de ser dividido en dos. Pero los hijos no pertenecen a sus padres. No son objetos adquiridos (o creados) por sus progenitores, ni existe razón para suponer que pueda disponerse de ellos a voluntad. Han sido engendrados y puestos en el mundo por ellos, pero este hecho los hace únicamente sus descendientes.

A pesar de que ya ha pasado bastante tiempo desde cuando el matrimonio era considerado un sacramento vigente para toda la vida y su disolución resultaba un insulto, una afrenta y una vergüenza para quienes la protagonizaban (supuestamente por no haber sido capaces de mantenerlo), la carga de dicho concepto parece sin embargo seguir dejando en algunos casos un resabio amargo. Al parecer porque aviva el viejo (e irresoluble) tema del amor no correspondido. Aunque parezca trivial o poco moderno, este factor es uno de los ingredientes más perpetuamente venenosos de las relaciones humanas. El caso más traumático en todas las épocas parece ser sin lugar a dudas el del cónyuge despechado. O sea, el cónyuge que en su momento prometió al otro “serle fiel en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos separe” y recibe la “ofensa” de constatar que su partenaire ha dejado de serlo. Ahora, lo insólito de este planteo no es en sí la situación conflictiva de la pareja (que puede variar en muchos matices de conflictividad), sino el hecho injustificado de que se transfiera el drama a la persona de los hijos.

El Síndrome de Alienación Parental (SAP) fue creado por el psiquiatra norteamericano Richard Gardner en 1985 para describir la situación en la que uno de los dos progenitores actúa manipulando a su hijo para ponerlo en contra del otro. Es considerado un caso de maltrato infantil ya que constituye una agresión hacia la persona del hijo en todos los aspectos: verbal, física y emocional. Es decir, se trata de una forma de violencia personal (hacia un individuo no exclusivamente un niño pequeño) porque lo fuerza a adoptar comportamientos irrazonables o indeseados por él. El más común de los casos consiste en  aleccionar a los menores instruyéndolos acerca de la “malignidad” de quien dice ser su padre (o su madre) y que es “en verdad” una persona egoísta y malvada. Se los condiciona emocionalmente para odiar, para despreciar, y hasta para “desplumar” sin consideraciones de ningún tipo a esa persona que no convive más con ellos. Este proceso de “lavado de cerebro” aprovecha el público cautivo vulnerable y manipulable constituido por los hijos en custodia. Está propiciado por la cercanía y el trato cotidiano del progenitor manipulador con esos niños que, por naturaleza tenderán a creerle a él antes que a aquel otro con quien no conviven. Esta acción irresponsable, lejos de cumplir son su propósito sirve únicamente para producir en los niños varios desequilibrios, que no solo consisten en tergiversar su presente sino en producirles secuelas irreversibles para su desarrollo futuro.  Uno de ellos es en su aparato afectivo. Por la presión que reciben, estos menores se ven obligados a negar y sojuzgar parte de sus sentimientos (aquellos que los ligan fuertemente a su progenitor ausente que se les impone como victimario pero al que naturalmente no desearían renunciar), y a manifestarse leales a toda costa (aun cuando su incipiente sentido común los haga dudar) al otro progenitor que busca mostrarse como víctima. Otra distorsión ocurre en el aspecto cognitivo e intelectual. La alianza que el cónyuge demandante busca formar de manera prepotente con sus hijos-rehenes, exigiéndoles una lealtad no sustancialmente fundamentada es nociva ya que bloquea el progreso cognitivo que esos menores deberían poder desarrollar libremente. Y algo aun peor. Porque además de ejercer una presión indebida sobre su maleable  discernimiento, se les hace creer que no serían capaces por sí solos de pensar cabalmente acerca de la situación y de tomar partido según su propio criterio.

Lamentablemente no todas las personas adultas tienen la suficiente madurez para resolver positivamente situaciones de este tipo. No siempre quien queda atrapado en estos intríngulis cuenta con un autoconocimiento, una autoestima y una moral suficientemente fuertes que lo respalden impidiéndole cometer actos imprudentes. Es decir, aunque es común que un individuo lesionado (o que se considere  lesionado) por su ex pareja quiera compensar su orgullo y curar su herida emocional emprendiendo una acción agresiva de respuesta hacia ella, éste no es un camino aceptable ni conveniente. Y aunque tristemente parecería que para algunos no hubiera mejor instrumento a la mano que sus propios hijos para llevar a cabo ese proceso de resarcimiento, no es éste un recurso del que le sea lícito disponer. Ya sea tomarlos como “vertederos” para vaciar en ellos sus ansiedades, como “esponjas” para impregnarlos con los propios problemas, o utilizarlos  como “proyectiles” para ser arrojados sobre los demás, y otros propósitos ruines como éstos no pueden ser ni siquiera considerados como posibilidades. “Quiéreme a mí”, “quédate conmigo”, “apóyame” no son súplicas que los padres deban hacer a sus propios hijos, sino demandas de los menores que deben ser satisfechas por sus propios padres. Ese es el “contrato” filio-parental.

Pero la más siniestra de todas las actuaciones parentales en este sentido se configura en la utilización de los niños como “bombas” a ser estalladas sobre la persona a la que se desea castigar, con el retorcido criterio de que acabar con la vida del hijo significa acabar con la vida de quien lo engendró. No nos olvidemos de que la vergüenza y la humillación son los vectores más potentes desencadenantes de violencia. Es decir, un individuo en tal situación puede llegar a alimentar una actitud vengativa hacia determinada persona con un sentimiento de odio tal que, si con ésta tiene hijos en común no dude en (sorprendentemente) acabar con la vida de éstos. Porque en un pensamiento retorcido destruir personas equivaldría a destruir a quienes las aman. Este sórdido accionar se lleva a cabo mediante una trágica cadena agresiva: ante la imposibilidad (generalmente por cobardía) de agredir directamente a quien se desea, se lo hace a través de intermediarios más fácilmente vulnerables. Arteramente se aplica la agresión sobre éstos a sabiendas de que la misma impactará finalmente por traslación sobre su verdadero destinatario. Es cierto que muchos de los casos extremos de utilización infantil con fines violentos se dan en escenarios y con protagonistas de pocas luces o con trastornos psíquicos severos, pero es importante proteger a los menores no solo monitoreándolos (siguiéndolos de cerca por instituciones y profesionales idóneos) y previniéndolos, sino teniendo los ojos bien abiertos hacia aquellos otros en que los niños puedan quedar en la línea de fuego por un arranque de ira surgido de un momento de pasión incontrolada de alguno de sus padres.

Por más que los hijos porten cierta semblanza física o actitudinal con alguno de sus padres, lo cierto es que no representan a ninguno de los dos. No personifican  su encarnación ni su imagen. No son sus emisarios, sus símbolos, sus apéndices o sus representantes. Son personas separadas. Destruir a los propios hijos nunca puede ser la solución a los problemas personales, y menos aún un castigo para terceros. Por el contrario, todo daño, maltrato o agresión que pueda hacérseles es (aunque por consecuencia afecte a muchos) exclusivamente sobre ellos.

 

 Nora G. Sisto

16 de octubre, 2018