98.  El Reto del Maniquí

Objetivismo y Subjetivismo: la quimera intelectual que rige nuestra vida.

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          Es muy común que cuando alguien requiere los servicios de un psicólogo amigo o allegado, éste lo derive automáticamente a otro profesional que sea un desconocido para él. Más allá de los argumentos científicos o éticos que se puedan exponer para tal decisión, esto siempre me ha parecido un error. Porque desde el punto de vista lógico, parece ilógico que alguien que conoce el entorno y la circunstancia del paciente deba ser considerado menos eficiente para diagnosticarlo y aplicarle un recurso terapéutico que alguien que de todos modos tendrá a la larga que interiorizarse “de segunda mano” de los mismos. Es decir, parece un despropósito desechar un marco de referencia fiel, que de todos modos tendrá que ser reconstruido artificiosamente.

          Si el argumento de los profesionales es el de lograr la objetividad en su enfoque, esto también me parece —en la situación en que se está llevando a cabo el mundo actualmente—  absolutamente desacertado. El individuo hoy  más que nunca necesita ser cultivado desde su subjetividad. Es decir, necesita ser educado con un enfoque subjetivo. Creo que ya ha sido suficiente la des-subjetivación con que ha sido tratado hasta el momento, que lo ha llevado a pensarse a sí mismo como una “cosa” desafectada de todo sentimiento (suyo, y de los demás hacia él) y de toda contención afectiva.

          Desgraciadamente ciertos usos difundidos en los últimos tiempos parecerían haber servido solo para deprivar al individuo de su estatus de ser humano y para conducirlo (y en muchos casos a un extremo alarmante) a adoptar una figuración bestial y pasmosamente inhumana. Se habla en algunos casos de un daño antropológico (y presumiblemente irreversible) ocasionado por aquellos efectos de la vida moderna y posmoderna que han alentado las acciones individualistas y egocéntricas, desnaturalizando ferozmente el contenido afectivo, de solidaridad y de respeto por el alter ego, llevando de ese modo a los individuos a un plano disparatado en donde cada uno sin conocerse profundamente se mueve aleatoriamente según su impulso ocasional, sin consideración del daño posible a proferir al prójimo, o (increíblemente) a sí mismo. Parafraseando el título de un conocido tema musical de Sting: hoy el hombre baila solo.

          El trato despersonalizado se ha vuelto últimamente una costumbre en nuestra convivencia. Éste ha sido obrado principalmente por los efectos “gemelizadores” de la acción mercantilista impuesta por las agresivas economías de mercado y difundidas de manera totalitaria por los medios de comunicación masiva. Esta acción ha venido avanzando igual que una aplanadora, borrando del mapa las características vernáculas de cada una de las naciones sobre las que es aplicada, convirtiendo al conjunto de sus nativos en ínfimos accionistas sin voz ni voto de una gigantesca empresa “multinacional”. La pretendida “aldea global” no es, en este momento histórico más que una “sumatoria” de individuos, incapacitados de sumar o restar sus cualidades personales,  que se mantienen estáticos multiplicando con su adhesión a las demandas que les son impuestas por el poder que los domina, y dividiendo infamemente con su actitud indolente la compacidad que, sin todo lo anterior pudiera existir entre ellos confiriéndoles una identidad propia.

          Una de las principales causas de este efecto parece ser la banalización de las relaciones interpersonales, instituida por las redes de “socialización” tecnológica. La difusión extensiva de formas paupérrimas de la comunicación escrita (popularizada como una simpática e intrascendente corrupción del lenguaje, la ortografía y la gramática), así como la mengua sistemática del contacto “en persona” por el uso extendido de los dispositivos mediáticos (que justamente se sitúan entre medio de un individuo y su interlocutor, impidiendo su contacto visual, táctil o auditivo), han hecho que todos nos distanciemos a pesar de la ilusión de estar más cercanos que nunca. Como consecuencia negativa de lo anterior, se ha ido perdiendo el posible enriquecimiento que aportan las  instancias de vínculo personal, particularmente las oportunidades concretas de demostración de afecto (del afecto real de una palabra comprensiva o de un abrazo cálido, no el de la pantomima de una simpática manito con el dedito hacia arriba). El hombre hoy más que nunca necesita volcarse “hacia adentro” de sí mismo,  meditar, “bajar la pelota al piso”, sentirse efectivamente como sujeto, pulsador consciente de sus vivencias y su emocionalidad, autor y protagonista de su propia vida, y copartícipe de la vida colectiva, no cuando le sea impuesto por el dinamismo del “juego” sino cuando así lo desee, y todo aquello que lo prive de satisfacer esa demanda legítima lo cosifica y menoscaba.

          La Razón es el estandarte que le valió desde un principio a la ciencia moderna su conocido  prestigio. Desde entonces ha constituido el paradigma dominante en el horizonte del conocimiento. Su presuntuosa capacidad de develar “la realidad tal cual es” le ha valido la categoría de ser incontestable, afirmándose rotundamente que solo por medio de esta sofisticada facultad es posible llegar a la certeza absoluta. Y podría ser verdad.  Pero por más que el conocimiento científico considere que la verdad surge de estudiar cada cosa separadamente del contexto que la circunda, y libre de la opinión que cualquier individuo pudiera  enunciar respecto a ella, con el paso del tiempo y las circunstancias cambiantes de la vida nos hemos dado cuenta de que puede ser un error considerar a esa  abstracción como la única vía de producción de certeza. Es decir, el reinado de la lógica bivalente se volvió inhumanamente hegemónico y un flagrante despropósito cuando al acompañar ciegamente la necesidad de clasificar cada cosa como verdadera o falsa, se intentó aplicar  dicho criterio sobre los seres humanos. Porque no existen individuos “verdaderos” e individuos “falsos”. Sin embargo la Razón es el fundamento de la Ley, y esta última sí debe ser objetiva, porque —por el momento— solo de ese modo parece posible organizar y mantener una convivencia en paz y justa.

          Actualmente existe un enfoque esencialmente utilitario de la afectividad, que condiciona el aprendizaje subjetivo. Lo vemos por ejemplo en algunos planteos políticos en cuanto el manejo de grupos sociales (preferentemente marginados, como los negros, los gay, los transexuales, los pobres, los drogadictos, e incluso las mujeres) a los cuales se intenta reclutar para engrosar determinadas facciones, apelando a su emocionalidad  a través de la promesa (no siempre cumplida) de integrar socialmente a sus componentes o de darles un mayor protagonismo en  la “gran masa”. Otro de los factores distorsionadores de la sana construcción subjetiva es la corrupción del verbo “dar”. En una cultura mercantilista la generosidad es erradicada como la peste, haciendo que las personas solo piensen en dar cuando tienen la perspectiva de obtener una contrapartida (obviamente, monetaria).  Por eso cuidar este tipo de variables culturales es una de las principales responsabilidades que todos tenemos, y que todos deberíamos optimizar en su rendimiento específicamente humano si lo que queremos es una sociedad humanamente saludable. Esperar que el pensamiento mundial mute solo por ser obligado por decreto, es decir sancionando leyes y divulgando usos civiles al respecto es bastante utópico, porque esto no cambia profundamente a las personas. La inmadurez subjetiva de mucha gente, que no sabe quién es (y menos aún quienes son los que proclaman ser iguales a ella) es el obstáculo principal para lograr el propósito de vida equitativa e igualitaria al cual pueda aspirarse.

          Pero la objetivación tiene un matiz diferente a la objetividad. La objetividad es la cualidad de ser objetivo, es decir es un enfoque que se basa en los hechos y en la lógica, y cuya meta es la independencia del pensamiento, mientras que la objetivación (“dar a un asunto un carácter objetivo o imparcial prescindiendo de las consideraciones personales o subjetivas”) es un mecanismo de percepción. Y esta percepción solo conceptualiza "objetos", o sea cosas. Tan asimilado está este concepto que inclusive la educación actual parece no poner énfasis en la construcción de una interioridad fuerte, y sí en la fijación en cada uno de nosotros de un sistema eficaz de respuesta capaz de reaccionar con celeridad al apremio de reglas ocasionales. La  fatídicamente popularizada “letra chica” ha pasado tristemente a ser parte de nuestra conciencia, más que los profundos cánones éticos o morales, tanto que por medio de ella es que se capta (y lo que es peor, se penaliza) todo desacierto o descuido que podamos cometer en nuestra “vida” consumista. En pocas palabras, objetivarnos nos "cosifica", porque no es “racional” aplicar este tipo de percepción sobre personas, ya que a partir de él  lo que logramos es considerarlas meramente como figuras androides vacías, es decir como maniquíes sin alma.

          Actualmente los usos cotidianos nos conducen a funcionar “en masa”, todos al unísono (que no es lo mismo que todos de acuerdo) como organismos idénticos, sin diferenciación de caracteres. A todos parece satisfacernos el hecho de aspirar a poseer el mismo coche de alta gama, mirar las mismas películas, vestirnos con ropa de la misma marca y “alimentarnos” con los mismos productos de supermercado, porque suponemos esto como un propósito superior. Vale decir, la objetivación del mercado se ha convertido en la brújula de nuestro mundo, y éste ha aceptado de buen grado rendirse al mercadeo, al seguir al pie de la letra todas sus normas. Al mismo tiempo, pareciera que para acompañar su marcha nos conformáramos con ser tratados igual que artículos que se ofrecen y se “adquieren” por un precio, es decir no parece preocuparnos integrar bases de datos disponibles antes que poblaciones de seres pensantes. El mito de Pinocho hoy tiende curiosamente a realizarse al revés: contradiciendo la conocida fábula, los humanos pugnamos irresponsablemente por convertirnos en muñecos. Y nuestro hábitat parece resignarse a ser una gran caja atiborrada de prototipos indiferenciados, incapaces de reconocerse entre ellos, que buscan sentirse cómodos sin que nadie los moleste, y que se empujan unos a otros ferozmente para conservar su lugar dentro de ella. Pero lamentablemente esta transfiguración no es debida a una opción elegida por convicción o por el gracioso toque de la varita mágica de un  hada, sino por la astucia de aquellos titiriteros que nos atan y enredan en sus hilos.

          Es bien conocida (para mal) la teoría de que a las masas se las conquista  atacando su faceta subjetiva. Por eso, las macro organizaciones crean formas sutiles de manipularlas. Una de ellas está compuesta por un  hiperespacio emocional en el cual se propone un “híper amor”, generalmente mercantil, un amor falaz, que no es destinado a ser un vínculo personal entre dos seres humanos, sino que toma la forma de un objeto material que ofrece algo a uno de éstos, prometiendo  recompensarlo si acaso acepta. Es el “amor” hacia los artículos comerciales, que irrumpe en el interior de cada individuo como un “enamoramiento” que se rinde ante las atractivas propiedades de cada uno de estos elementos  (de paso, desarrolladas expresamente para él): su forma sensual, su color excitante, o su promesa de fidelidad (lo que es lo mismo que la expectativa de su no discontinuidad en el mercado). Pero ¡oops!: la devolución afectiva que hacen estos objetos es solo una efímera recompensa: el acto de su compra (de su ilusoria “posesión”). Además, detrás de cada uno de esos artículos se esconde un “proxenetismo” comercial que —además de recaudar sin pausa— evalúa exhaustivamente la demanda “amorosa” de su público, y mide al centímetro el alcance, la densidad y la persistencia de ese “amor”, interrogándose y contabilizando desde el lugar de éstos: “¿en qué medida soy amado?”, “¿cuántos me aman?” y “¿cuántos más podrían amarme?”. Esto es lo que en las encuestas se denomina “simpatía” o “intención de compra” (o de voto). Al mismo tiempo, el ansioso comprador por su lado pretende autoanalizarse interrogándose nerviosamente: “¿qué tan maduro soy?”, “¿soy importante?”, y  “¿cuánto valgo?”. Vale decir que, hasta el amor y la subjetividad pueden ser registrados objetivamente.

          A pesar de que en casi todas las manifestaciones de nuestra vida  permanecemos sometidos a un trato objetivo, somos altamente vulnerables a nuestra afectividad. Nos aflige el hecho de tener que obedecer a multitud de normas sociales, religiosas o financieras, pero por sobre todo eso nos inquieta  más el hecho de que nos quieran o nos humillen y nos rechacen, y estas emociones son las que producen en nosotros huellas muy profundas y un “dolor” psicológico que nos acompaña (para bien o para mal) durante largos períodos de nuestra vida. La afectividad positiva es un factor de protección porque crea seguridad en nosotros mismos y nos  impulsa a proyectarnos positivamente, así como la afectividad negativa es un factor latente de violencia porque nos hace sentir vacíos e inseguros. En consecuencia, tanto una como la otra aportan ingredientes motivacionales de extraordinaria potencia capaces de engendrar por sí solos actuaciones enérgicas (unas constructivas y otras  catastróficas).

          A todos sin exclusión nos conmueve ser amados (y si es por muchos, mejor). La primera fuente dispensadora de “alimento” afectivo es la familia, a la cual en una etapa posterior se suman otros proveedores ajenos a la misma  (y con  diferente tipo de compromiso). Muchas veces se menciona el latiguillo de que “la familia es la primera escuela”, porque efectivamente ahí es donde comienza el proceso de aprendizaje subjetivo. Es decir, allí es donde se aprenden “en vivo y en directo” la contención, la solidaridad y el respeto, o bien el abandono y el desamparo, y con ellos se forjan correlativamente la identidad, o la invisibilidad y la intrascendencia. Cuando yo era escolar por ejemplo, en el aula la maestra nos nombraba a cada uno por nuestro apellido. Tal vez porque se pretendía establecer una distancia prudencial entre el docente y el educando, pero más que nada creo que porque dentro de nuestras familias donde nos nombraban por nuestro nombre de pila nosotros ya sabíamos quiénes éramos. Ahora, desde hace un tiempo sin embargo los maestros y profesores han cambiado ese uso pasando a nombrar  a sus alumnos por su nombre de pila. Y esto podría ser un reflejo de la necesidad de subjetivación que tienen los niños hoy en día y que no es satisfecha en sus propios núcleos de convivencia. ¡Al fin, alguien tiene que identificarlos!

          Por todo esto parece necesario mantener continuamente actualizado el “amor inteligente”, que es el que vitaliza a las personas haciéndolas reconocerse desde su contenido más profundo. El amor es un ingrediente  fundamental en nuestro desarrollo,  que no debe ser utilizado para condicionarnos como consumidores concupiscentes o como aliados incondicionales, sino para hacernos ser verdaderamente “alguien”. Es decir, aquel que solo es considerado como un número o una marca en una estadística solo puede equipararse con aquel otro que es utilizado como bastón o como depositario de intenciones ajenas (es decir, como alguien carente de “diálogo” subjetivo), pero no con una persona auténtica. Es común argumentar que la objetividad asegura la imparcialidad. Sin embargo estos dos conceptos no deberían ser confundidos. Se puede ser imparcial aun siendo subjetivo. Es decir, parece más maduro y proactivo dar apoyo a alguien desde la posición afectiva, respetando la subjetividad de cada  uno y a la vez manteniéndose independiente de todo egocentrismo o egoísmo, que pretender dar contención a una persona sin sentirla como tal. La subjetivación produce "sujetos", es decir individuos con nombre y apellido, mientras que la objetivación induce al apremio (especialmente psicológico), porque se impone compresivamente como una necesidad de la socialización que solo tiene en cuenta la obligación o la utilidad, despreciando la comprensión que puede aportar la empatía. Actualmente hace falta más subjetivismo en nuestra sociedad. Hace falta volver a tratar a cada individuo (y especialmente a cada niño y a cada  adolescente) como una persona única, merecedora de afecto y calificada —solo por su calidad de persona— para habitar en un ambiente amigable y educativo, en lugar de limitase a disponer de él como un objeto frío (e inquietantemente intercambiable) en un contexto indiferente.

          La subjetividad es un hecho natural, mientras la objetividad es un  producto de la Cultura. Debemos tener en cuenta que nuestra avasallante subjetividad (que nace  involuntariamente) es el activador de nuestro comportamiento en un grado mucho mayor que nuestra objetividad (la cual necesariamente debe ser aprendida y ejercitada), y es la que históricamente ha inducido y provocado los hechos más trascendentes. Por eso no debe ser descuidada. Muchas de las decisiones que deberían tomarse “con la cabeza fría” son en general desencadenadas inconscientemente por los “venenos” de una afectividad no resuelta, como el rencor, la envidia o el resentimiento, y es común que graves delitos sean gestados como respuesta violenta a una “educación” negativa recibida por negligencia o maltrato. Muchas veces nos preguntamos por ejemplo, qué diferente habría sido la historia del mundo, si algunos de sus más nefastos personajes hubiesen sido de niños criados con atención a su sana subjetividad, en lugar de permitirles curtirse en contextos  emocionalmente nocivos.

          Sin lugar a dudas nuestra subjetividad (y la de los otros) es la que comanda nuestras vidas (y la vida de todos). Por eso parece conveniente gestionar responsablemente las fuentes no subrogables de amor encargadas de construir  nuestro aparato afectivo, como lo son el amor materno y paterno, la contención familiar y la solidaridad fraternal, ya que son los ingredientes únicos e infalibles que nos fortalecen y valorizan como sujetos. Si bien es discutible que la realidad sea creada por nuestros sentimientos, o que al revés, la realidad exista independientemente a lo que percibimos respecto a ella, lo cierto es que cada individuo  tiene una única oportunidad de vida para realizarse y convivir con el resto del mundo.  Y no puede, y no debe vivirla como un muñeco. La subjetivación no consiste en “customizar” una prenda de ropa o un accesorio (o inclusive una parte de la propia piel) estampando en ellos un distintivo o el nombre de su portador (o un código de barras). Por el contrario, es dar a cada individuo la oportunidad de ser una persona auténtica, conocida y aceptada por su propia historia, sus sentimientos, preferencias o decisiones, acompañada por aquellos individuos más significativos en  su vida, y respetada por todos. En síntesis, hoy el reto del maniquí consiste en volver a convertirse en un sujeto  humano.


Nora G. Sisto 

20 de diciembre, 2018