Arte salpicado

De qué manera se degrada el arte al atribuirle un significado simbólico.

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Hace algunos años (precisamente en el año 2006) fue rescatado de las profundidades del Río de la Plata el mascarón de proa del acorazado alemán Graf Spee, hundido en 1939 en las costas de la ciudad de Montevideo luego de ser abatido por la armada británica. Esa imponente escultura de bronce que representa a una magnífica águila imperial fue puesta en depósito y mantenida desde entonces en la más absoluta reserva debido a un “pequeño” detalle: el águila sostiene en sus patas un enorme rosetón con la esvástica nazi. Inútiles intentos fueron hechos para ponerla a la vista del público. Ni las autoridades alemanas dieron muestras de querer recuperarla como pieza histórica, y aquí en Uruguay no se encontró mejor   solución que mandarla a depósito no sin antes ocultar dicho rosetón envolviéndolo en una bolsa para evitar que su vista hiriera sensibilidades. De todos modos hasta el momento ha sido ocultada en su totalidad, y su rescatador, el buzo uruguayo Héctor Bado, falleció (hace justamente un año, el 3 de enero de 2017)[i] sin haber tenido la satisfacción de ver restituida dicha pieza a un lugar privilegiado de exhibición como parecía merecerlo. Pero el obstáculo para esto no radicó en el valor artístico de la pieza recuperada, sino en el significado que ésta traía consigo.

La expansión del dominio de Hitler fue posible entre otras cosas  gracias a un desarrollo inusitado de la industria de la propaganda, con pocos antecedentes en el mundo hasta aquel momento, pero que sería emulado posteriormente (y perfeccionado en forma exponencial). Comandado  por  figuras visionarias que supieron mancomunar el deseo de expandir una doctrina y la potencialidad de una industria en ciernes, este desarrollo comprendió fundamentalmente la explotación exhaustiva de la técnica de seducción de las masas por medio de símbolos asociados a la grandeza, la magnificencia y el poder. A través de figuras y edificaciones espectaculares que atrapaban la emoción, focalizándola hacia visiones que reforzaban su propósito específico, se manipuló la percepción de la gente haciéndola entrar hábilmente en un juego maligno de aceptación de lo terrible.

El águila imperial (Reichsadler) ya había sido utilizada en el Imperio alemán como símbolo de grandeza mucho antes de que el nazismo se apoderara de ella y la combinara con su siniestro logo, que por su parte había sido creado por culturas milenarias que le atribuían (contrariamente a la intención hitleriana) un significado de vida y fertilidad. Resumidamente, la maquinaria de propaganda del nazismo vino a manchar la pulcritud de dos espléndidas creaciones artísticas imprimiéndoles un oscuro significado de muerte. Aunque lo peor y más trascendente fue la penetración de esta simbología en las mentes de las personas, (llegando inclusive hasta hoy) mediante la infestación inhumana que su uso infame se encargó de inyectar.

Pero la creación artística es soberana. La obra de arte nos “habla” como obra y no como portadora de un mensaje. Su lenguaje de comunicación es estrictamente la impresión sensorial que provoca su estética, así como el sentimiento que produce su presencia, y esto es independiente de cualquier filiación filosófica, ideológica, política o comercial que quiera asignársele. Es simplemente arte.  Ahora, si la profanamos salpicándola con un significado tendencioso deja de ser arte y pasa a convertirse en un mero objeto panfletario. Es decir, al secuestrar una obra  del mundo del arte e introducirla en el contexto del mundo doctrinario se la contamina inevitablemente, desvalorizándola sin remedio. Y este paso lamentablemente parece irreversible, ya que la percepción de los objetos así ultrajados queda atada inexorablemente a la empresa comercial o a la ideología que éstos, por medio de un “bautizo” simbólico, hubieron de pasar  servilmente a representar, perdiendo de ese modo la posibilidad de su respetabilidad y levantando razonables dudas acerca de su diafanidad, por haber “permitido” que se torciera la emoción espontánea ante su presencia, convirtiéndola  una emoción tendenciosa y falsa. Pero sobre todo, por perderse la posibilidad de apreciar el arte por el arte mismo.

El patrimonio histórico debería ser laico, es decir, posible de ser separado de la “religiosidad” que cualquier tendencia política, comercial o ideológica pudiera haberle imprimido para tornarlo un objeto ceremonial o de tributo en su beneficio. Por ejemplo, muchas construcciones fueron apresuradamente demolidas (o dinamitadas) en el fragor de reivindicaciones populares por haber sido erigidas por “el enemigo”, sin tener lamentablemente en cuenta la importancia que les podía competer como piezas históricas documentales (y en algunos casos también como valiosos especímenes). ¿Por qué? Porque no pudieron evitar (o porque corrían el riesgo de) transformarse en objetos de culto. No pudieron purgar a lo largo de los años el veneno inyectado en su masa corpórea y deshacerse de él para constituirse en objetos imparciales o neutros. Por eso, grandes obras realizadas bajo regímenes oscuros fueron despreciadas por ese motivo (y lo seguirán siendo, tal vez), impidiéndoles de ese modo ser admiradas en forma abstracta. ¡Qué importante sería, por ejemplo, que la ostentosa “arquitectura fascista”, realizada para mostrar omnipotencia e invulnerabilidad, pudiera ser des-adjetivada y apreciada (mal o bien) solo por su estética o su funcionalidad,  y no forzosamente repudiada como recordatorio de nefastos momentos históricos! (Es decir, valorada como “arquitectura” y no como “fascista”.)

En este sentido, parecería ilógico impugnar por ejemplo la presencia (y la conservación) de los templos de Chichén Itzá, de la Tribuna Zeppelin o del Coliseo romano, por haber cobijado en su momento el culto a la inmolación humana. Son solo trozos de piedra. Pero también constituyen un registro histórico material. Y las nuevas generaciones tienen derecho a la oportunidad de palpitar la historia antigua frente a ellas (o dentro de ellas), y percibir a flor de piel (cosa imposible de lograr desde una fotografía o un vídeo) el sentimiento que en su momento éstas ayudaron a despertar en algunos individuos, motivándolos a reaccionar  afirmativamente al mensaje que su presencia supuestamente trasmitía (los mayas por ejemplo, así como los pro-nazis y los antiguos romanos apoyaban eufóricos, desde esos majestuosos escenarios, despropósitos terribles). Sin embargo el flujo de la Historia, como señalara Zygmunt Baumann no parece ser lineal sino circular, y muchos de los hitos funestos de su trama,  que podríamos suponer ya felizmente superados, podrían sin embargo en algún momento volver a presentarse frente a nosotros. Y en ese sentido es comprensible la destrucción de aquellos apeos que puedan facilitarlo.

Pero la perversión no es mérito del objeto mismo, y su destrucción no borra la afrenta (así como tampoco su conservación la perpetúa), sino que es la emoción humana la que se alimenta aferrándose a la visión o a la posesión de ciertos  objetos por lo que éstos le representan, y no por su masa concreta. La malignidad (así como también la bondad) no es propia de las cosas inanimadas, sino de las manos que se escudan detrás de ellas. Es el hombre quien les asigna una extraña fenomenología calificándolas como “buenas” o “malas” para su vida y  vivificándolas con una potencia que no tienen. Y alimenta su alma y su convicción, por un lado manteniendo en su poder aquellos objetos que ilusoriamente lo fortifican, y por otro destruyendo  aquellos que imagina  como cábalas que podrían debilitarlo cultivando el empoderamiento de un “arma espiritual” que, en la cruda realidad, es tan mística como inconducente. La bondad humana no surge de símbolos de culto, sino de individuos fuertes y saludables, así como la malicia es el fruto de mentes insanas y retorcidas y no de objetos desgraciados. La guerra no es un “arte” como la titulase Sun Tzu miles de años atrás, sino un recurso miserable de la impotencia,  la insensatez y la irresponsabilidad humana, y el hombre no puede (no debe) blandir objetos fetichistas para “legalizar” sus actos de crueldad o esconderse detrás de ellos para destruir a otros hombres.

Por eso, ¡qué bueno sería poder desembarazar a aquellos objetos mancillados, de la carga tenebrosa que los condena (y que fue puesta en ellos sin que lo pudiesen consentir o rechazar), para que su presencia en lugar de ser percibida como un mensaje perpetuamente amenazador (y solo borrable por su “muerte” material o su exilio eterno) pueda ser, por el contrario, apreciada por su nuda belleza con  emoción positiva y devuelta, sin temores ni cargos de conciencia, al mundo puro del Arte!

 

Nora Sisto

Junio, 2019



[i]El presente artículo fue escrito en el año 2018.