De hombres y ratones

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La película «Of Mice and Men» (EEUU, 1992, conocida en Uruguay como «La Fuerza Bruta») es una adaptación al cine de la novela homónima de John Steinbeck publicada en 1937,  que narra las circunstancias de dos campesinos buscavidas en medio de la Gran Depresión de los años 20 en ese  país.

En dicha película, el actor John Malkovich personifica magistralmente a Lennie, un  hombre  fornido y de complexión fuerte, pero con un notorio retardo mental, el cual marcha a la vera de George (protagonizado a su vez por Gary Sinise, actor conocido, entre otros por su papel en las series CSI), quien por compasión hacia el incapaz Lennie lo apaña y trata de encaminarlo  en su vida. Sin embargo, el retraso mental de Lennie es irreversible e incontrolable, y por más que George trate de ayudarlo sus esfuerzos no suelen conseguir un final feliz.

En determinado pasaje del film, Lennie se siente atraído por la mujer del patrón que, desconociendo su retardo, lo excita ingenuamente. Pero la mujer se equivoca, porque Lennie no es el hombre común que pueda jugar con ella de igual a igual su juego sensual, sino que su comportamiento es plano, sin los matices que ella podría esperar de un hombre corriente, por lo que contrariada ante sus avances directos lo rechaza abruptamente, suscitando de esa forma en él una imprevista reacción violenta  que le provoca la muerte. 

Muchas veces he meditado acerca de esta película, porque más allá de los infortunios que los dos protagonistas sufren por su miserable situación de exclusión social y laboral, plantea un hecho más miserable aún: el de la trascendencia que un accionar masculino socialmente descontrolado puede llegar a desencadenar. El título de la obra (literalmente «De ratones y hombres») no podía ser más acertado a este respecto, porque nos plantea la dualidad que entraña (más veces de las que debería) el comportamiento del género masculino visto desde dos extremos: el de un hombre adaptado a la vida comunitaria, que actúa conforme a las normas de convivencia y el de un hombre que actúa por instinto, sin medir las consecuencias de su accionar.

Si comparamos el cerebro humano con el cerebro de un ratón, la diferencia es abismal: un kilo y medio de masa cerebral contra apenas cuarenta gramos, o cien mil millones de neuronas contra menos de cien. Esto significa que, no por casualidad un hombre es (o debería ser) un ser pensante. Y este pensamiento, que la cultura a través de la educación se ocupa de potenciar y perfeccionar, debería producir seres adaptados a la convivencia, contrariamente a la proliferación de seres potencialmente peligrosos para la vida en sociedad.

Se habla generalmente del «avance» de la cultura, suponiendo que los individuos mutaran (culturalmente hablando) a medida que son tocados por esta, y en función de eso se perfeccionaran en el trato con los demás. Sin embargo, no es así. La reposición generacional de individuos humanos es invariante: cada individuo que nace lo hace con (estadísticamente) la misma cantidad de células cerebrales incluidas en la misma cavidad craneal ubicada en la misma locación en el esquema corporal. No hay avance cultural en eso y la psiquis humana atrincherada en su estuche inviolable parecería conservarse reacia a todo condicionamiento civilizador. De ahí que la acción cultural educacional deba ser repetitiva, continua y sin pausa, y se esfuerce en convencer a sus usuarios de la conveniencia de su aplicación. En suma: no podemos suponer que porque ciertos hombres se hayan comportado previamente como individuos civilmente ejemplares, quienes les sustituyan se comportarán evolutivamente mejor.

Tristemente es comprobable que, ante hechos de violencia, en especial contra mujeres, el accionar masculino pareciera resistirse a su domesticación. No se rinde ante el  proceso civilizador que lo obliga a frenar el instinto en pos de una convivencia pacífica, sino que, en más casos de los que desearíamos, da la impresión de mantenerse como un resorte comprimido, aguantado en un extremo por un tope que le impide expandirse y (re)accionar, pero que a la menor falla de dicho tope salta sin remedio. Es como si la animalidad humana, en lugar de convencerse de la necesidad de civilizarse, solo aceptara mantenerse replegada a presión, reacia a la socialización que viene intentando domesticarle a lo largo de cientos de años.

El personaje de Lennie representa, de alguna manera esa  situación. Pero Lennie no es un hombre malo que lastima a la mujer por maldad. Representa al individuo rústico, a-social, sin límites, sin frenos internos que le impidan realizar acciones que lesionen a los demás. Es la fuerza bruta, el instinto elemental que no conoce la abstención, la acción sin pensamiento, incapaz de discernir entre lo que se está autorizado y lo que no se está autorizado (por el bien de la convivencia) a realizar.

El accionar de Lennie no es intencional sino un acto reflejo, el «sin querer» de alguien que, ante la circunstancial provocación (en este caso, de la mujer), carece de vías civilizadas para emitir una respuesta. Entonces produce daño. Es en este punto donde también deberíamos poner atención. Es decir, la provocación irreflexiva  también cuenta como detonador por ser una acción que exige respuesta inmediata y que al producir en consecuencia una situación inestable, esta  se resolverá de manera positiva o negativa según que el interlocutor responda instintivamente, responda civilizadamente o se abstenga de responder.

Finalmente, George, por su parte, encarna la fraternidad masculina, ese  corporativismo implícito que pareciera a veces servir de coartada a los hombres a la hora de asumir una responsabilidad por sus actos «de varón». Más, cuando esos actos son aplicados sobre mujeres (a quienes la costumbre machista quita importancia por considerarlas  objetos de trascendencia menor). El caso es que George, aunque su idílico sentimiento de amistad hacia Lennie le impida delatarlo, no puede evitar sus atroces acciones, y entonces se convierte en su encubridor. Queda de esta forma atrapado entre su responsabilidad civil y su idea de lealtad hacia su amigo, no encontrando otra forma de dirimir dicho intríngulis que eliminándolo definitivamente.

Una cultura solo se mantiene con la adhesión y la participación de todos sus integrantes, y la civilidad de solo una parte de estos no es suficiente para el éxito de su gestión. A pesar de los castigos aplicados en aquellos casos flagrantes de varones infractores, estos generalmente no son todo lo ejemplarizantes que deberían ser, y niños y mujeres continúan siendo blanco de agresiones evitables. La educación intensiva de aquellos individuos permeables a ella, así como la vigilancia de aquellos otros resistentes a todo proceso de adaptación puede contribuir enormemente a una vida libre de agresiones. No obstante, solo la toma de conciencia de cada individuo es el camino efectivo para erradicar esos casos lamentables. Únicamente ahí es donde es posible establecer, más allá de su apariencia, en qué casos se está ante un verdadero  hombre o ante un miserable ratón.

 

Nora Sisto

Noviembre, 2023