Dependencia, no-dependencia e independencia

El valor, saludable o maligno de cada una de ellas.

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Mi madre se llamaba Gladys Castro. Sin embargo, a partir del día en que se casó  con mi padre su nombre pasó a ser «Gladys Castro de Sisto», cosa que mantuvo  hasta sus últimos días. Es que en ese entonces se acostumbraba designar a las mujeres casadas adosando el apellido de sus maridos a sus nombres de nacimiento como  una especie de adenda aclaratoria. En el caso de mi madre (y calculo que en otros también) su apellido de casada la llenaba de orgullo y parecía agregarle una especie de valorización personal. Incluso yo misma, de niña no veía el momento de tener un marido  para pasar a firmar «de…» según el apellido que este tuviera. Afortunadamente, sucesivas mejoras a la condición general de la mujer hicieron que esa costumbre se fuera diluyendo  (al menos en nuestro país) hasta desaparecer por completo.

Según su composición etimológica, la palabra «depender» se compone de dos partes por demás significativas. Por un lado el prefijo «de—», que significa «dirección de arriba hacia abajo», y la voz latina «pendere» que significa «colgar». En su conjunto se interpretaría como «cualidad del que está colgando por debajo de un poder mayor». Con este panorama lexicográfico no es sorpresa que intuitivamente cada persona sienta que depender de algo o de alguien sea una desventaja, por lo cual  busque con especial interés no depender. Si bien el término depender puede estar cargado de un significado subjetivamente deshonroso que podría herir profundamente la autoestima, parecería útil por ese motivo encontrarle una interpretación más positiva.

Tradicionalmente, la dependencia se ha considerado un demérito, por estar asociada a la idea de falta de posibilidades propias de un individuo para satisfacer una demanda personal. Por eso, vivir en situación de dependencia no es fácil y más cuando es interpretada como indignidad. Pero pensemos, por ejemplo, que los niños así como los ancianos dependen de quienes los ayuden a satisfacer sus necesidades básicas, ya que no pueden en general proveerse ellos mismos de alimentos, salud y seguridad. Ahora, esta dependencia es aceptada culturalmente cien por ciento en el caso de los niños, pero con reparos en el caso de los ancianos. Esto podría deberse a que en el caso de estos últimos la situación de dependencia es confundida con una falta o deprivación (porque el anciano antes de ser anciano era probablemente un adulto autónomo, pero por su deterioro personal o por otras circunstancias ha perdido esa cualidad, cosa que en el caso de los niños no sucede  ya que ellos nunca antes fueron autosuficientes).

Es muy triste no poder hacer algo y tener que esperar a que alguien lo haga por nosotros, por lo que este estado puede generar sentimientos de impotencia que deriven  en depresión. Pero esa negatividad tal vez puede ser reconvertida en positividad si es posible razonar inteligentemente.

Todos en mayor o menor medida dependemos de algo o alguien. Ya sea como individuos aislados o como colectividades, dependemos de otros para satisfacer aquellas de nuestras demandas que no podemos satisfacer por nosotros mismos. Dependemos por ejemplo de la prodigalidad de nuestro abastecedor de alimentos, de los decretos de nuestro gobierno nacional, del FMI, inclusive del clima, es decir de la disposición y la capacidad externa de satisfacción de todo aquello que necesitamos o deseamos. Es lógico por ejemplo que nos sintamos    impotentes porque nuestro proveedor de supergás no haya pasado hoy, o que nuestro fin de semana soñado no haya sido posible debido a un huracán, pero ese tipo de situaciones son ocasionales y no pueden deprimirnos por siempre.

La dependencia por sí sola no genera depresión. Consiste únicamente en un escenario particular en el cual las acciones no son llevadas a cabo  por nosotros, sino que otros las realizan en nuestro lugar. Por ejemplo, tener que esperar a que alguien venga a ayudarnos a hacer determinada cosa es una situación de dependencia, pero visto objetivamente no constituye un menoscabo a nuestro orgullo o nuestro honor. Pero podría convertirse en un factor de violencia si el individuo reacciona con resentimiento y agresividad hacia aquello de lo cual sospecha que podría depender. Solo el mal entendimiento y un resentimiento fuera de lugar pueden hacer que las situaciones de dependencia sean evaluadas poco criteriosamente.

La cultura reciente se ha venido ocupando especialmente de echar por tierra toda  dependencia para instalar la bandera no-dependentista, haciendo que las personas comenzaran a intentar por todos los medios dejar de depender (de lo que fuere). Sin embargo, en estas circunstancias nadie pareció advertir que ser no-dependientes no los convertía en independientes. Y esta confusión llevó a malentender el concepto de  independencia interpretándolo como «no dependencia», cuando esta última es, al fin de cuentas, solo desconexión.

Tengamos en claro  que un individuo desconectado no es lo mismo que un individuo independiente. Un individuo independiente es aquel que puede elegir comprometerse (o no), y aceptar (o no) compromisos, e inclusive elegir pasar a depender de otros, si acaso le pareciera conveniente. No lo es, en cambio aquel que, para evitar posicionarse bajo la conducción de alguien, rechaza adrede la estructura de interdependencia colectiva, que es la base de la socialización.

La dependencia crea tejido social. Se articula como una relación ordinal, es decir una relación en la cual cada individuo ocupa un lugar en un cierto orden de funcionamiento. Pero no es siempre, como se ha pretendido hacerla ver, una relación jerárquica. Así, por ejemplo los estudiantes dependen de sus profesores (porque les indican qué estudiar y además los evalúan), los profesores dependen del director del colegio (porque es quien controla su desempeño profesional), y el director del colegio depende del Ministerio de Educación (porque es el que lo asigna a su cargo), pero en esa cadena funcional nadie es menos o más que los demás.

Sin embargo, la cadena de dependencia puede convertirse en jerárquica (como por ejemplo en un orden militar en el cual cada subalterno debe obediencia a sus superiores y a los altos mandos), llegando incluso a ser abusiva si alguno de sus integrantes ejerce su poder de sometimiento sobre los demás. Por ejemplo, bajo el concepto arcaico de educación patriarcal (afortunadamente ya perimido) se interpretaba a los educandos como forzosamente sumisos al autoritarismo de sus maestros. En síntesis, la jerarquía induce poder, pero no necesaria o inevitablemente una relación de dependencia tiene que ser jerárquica y consolidarse como abuso.

Existe una delgada línea que separa la objetividad de la interpretación subjetiva. Debido a esto, es posible que algunos se sientan agobiados por suponerse víctimas  en una relación de dependencia supuesta maligna y que en realidad no lo es. La interiorización de vocablos tendenciosos como «subordinación» o «subalterno» sugiere mentalmente un orden cualitativo (por el prefijo denigratorio sub) que asigna a aquel de quien dependemos una superioridad inexistente, e incluso la composición de algunos apellidos (por ejemplo, Pérez o Fernández, patronímicos que originariamente significaban respectivamente «hijo de Pedro» e «hijo de Fernán») podrían haber influido desde la antigüedad para considerar a los patrones y jefes como déspotas y a los padres como amos absolutos de sus hijos.

A pesar de que actualmente podamos entender que la filiación no concede a los progenitores derechos de propiedad o de dominación sobre los hijos, y que ser «de» no tiene por qué denotar ser una prolongación de algo o alguien, esa forma semántica sin embargo pudo haber inducido durante mucho tiempo a pensar lo contrario. Un estadio superior de la cultura debería convencernos de que no existen categorías de personas y que la dependencia no es ni más ni menos que una transacción. Si bien, por ejemplo, mi felicidad depende de que otra persona me ame, eso no la hace superior a mí. Es nuestra subjetividad la que posiciona más alto a aquellos de quienes dependemos, y no la situación real.

El gregarismo y la vida colectiva subsisten a través de la interdependencia. Dar y recibir implican depender de los demás. Por lo tanto, la dependencia como concepto no puede ser considerada un factor de violencia. Sin embargo, esta maneja tangencialmente dos ingredientes volátiles y peligrosos: la sumisión y la impotencia. Un individuo dependiente puede presentir cierto grado de sumisión por el hecho de aceptar acciones o directivas externas, y de  impotencia  porque no es él quien las realiza o emite. Pero estos grados pueden ir  desde la más absoluta inocuidad (o sea, una sinergia constructiva) hasta la más siniestra dominación. Vale decir, la dependencia puede llegar a constituirse como una relación violenta (un abuso) cuando se la concibe como una relación opresiva, es decir, cuando su ideología consiste en vincular un individuo con un «sub-individuo». No lo es, en cambio en el otro extremo de la escala, es decir cuando es concebida como una relación contractual, como una simbiosis armónica entre individuos demandantes e individuos satisfactores. Por ejemplo, la demanda de satisfacer las necesidades básicas de un niño respecto a su adulto cuidador no reviste violencia, salvo que ese adulto exija al niño su sometimiento, como contraprestación. La demanda de un puesto de trabajo  de un trabajador a un empleador no configura una situación de violencia, excepto que el empleador lo convierta en su esclavo.

Actualmente existen situaciones de dependencia introducidas por nuevos paradigmas sociales, como por ejemplo la dependencia financiera, la dependencia comercial o la dependencia  política. Como productos de un original orden social, los bancos, las modas, las tendencias del mercado o los gobiernos de turno son  satisfactores de demanda que, poniendo a cada individuo bajo sus órdenes (algunas veces, caprichosas) se muestran como jerarcas indispensables y omnipotentes ante quien desee adquirir y conservar  un estatus aceptable de ciudadano (y de persona). O sea, sitúan a cada individuo como variable dependiente de una  vinculación con el otorgador (por ejemplo, de un préstamo, del acceso a la tecnología y a los productos de vanguardia, del favor popular, de la beneficencia estatal y hasta del efecto narcótico de productos farmacológicos). Y al mismo tiempo, dicho individuo se posiciona a la espera de que «de arriba» le lluevan oportunidades o que le sea señalado un objetivo específico para orientar su vida mientras pende de las corrientes de opinión dominantes para crear su pensamiento. Eso también es dependencia jerárquica, una dominación sutil no focalizada en nadie en particular y a la vez en todos (por lo cual a veces no se cae en la cuenta de que no se es independiente).

La independencia es sin lugar a dudas un estado de madurez. Pero depender de los demás no es lo contrario. La dependencia saludable debería ser, pura y exclusivamente, una simple e inofensiva relación de intercambio. En cambio, la dependencia verdaderamente maligna es la dominación, es decir aquella que mantiene al individuo preso de su impotencia, la cual lo inmoviliza impidiéndole la libre manifestación de sus acciones y sus deseos, supeditándolo a una voluntad «superior» que lo sojuzga y manipula. Es el caso de todos los tipos de esclavitud: física, mental o emocional, que obligan al dependiente a convencerse de que su esencia principal como ser humano es la servidumbre.

Es fácil confundir la dependencia con la dominación y la independencia con la no-dependencia, y eso nos obliga a discernir con atención e inteligencia dichos conceptos para manejarnos positivamente. La dependencia no es perversa en sí misma. Solo depende de que construya, o no, efectivamente seres humanos.

 

Nora Sisto (de K.)

Octubre, 2018