El animal más feroz

La condición inhumana de los humanos

 

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Después de transitar un largo camino evolutivo, los primates se convirtieron en hombres. Pero dicho tránsito habría finalizado felizmente si no fuera que, al encontrarse con que en el universo no había otra especie que pudiera superarlos, su vanidad se descontroló y creyeron haberse convertido en los dueños del mundo. Ese (supuesto) punto culminante de la especie humana, más que para establecer una marca de perfección entre sus integrantes, sirvió para afilar aún más su pretendido perfil «genéticamente» dominador, produciéndose de ese modo un bucle  involutivo en ese summum, pasando a crearse una «sub (por su bajeza) especie» caracterizada por su afán de apropiación y destrucción.

Es decir, al (aparentemente) no existir nadie más en el universo que pudiera dominarla, la especie humana aceptó (de consenso general) que su «grandeza» iba a asentarse definitivamente en su poder de sometimiento de todo lo demás. Por eso, son hombres (y no otras especies animales) los que a lo largo de la historia han producido y continúan produciendo impunemente las circunstancias más aberrantes del mundo.

Esta especie destructiva, a la que pertenecen lamentablemente gran parte de los seres humanos no solo ha proliferado, sino que ha contado históricamente con la complicidad de quienes indolentemente han permitido (y continúan permitiendo) sus desmanes sumándose a su misma clase, y la de aquellos que a partir de tal sub especie han ido  creando a su vez otras aún mucho más bajas, como la de los individuos que destruyen por maldad, los que destruyen por desidia y los que destruyen por placer.

Con una mentalidad obtusa facilitada por el «use ahora y tire después» de una cultura  consumista, muchos individuos se  han habituado a la desidia. Es decir, se han acostumbrado a vivir el deterioro de los objetos sin turbación, a descartarlos  desaprensivamente, o a ser indolentes ante su proceso fatal de decrepitud, y además, como corolario, se ha desinstalado de sus mentes la antigua costumbre de recomponer y reparar. Incluso  usar y descartar a un ser humano parecería ser lo mismo que hacerlo con un objeto cualquiera, y ni pensar en ocuparse de «arreglarlo» en caso de rotura de su cuerpo, de su estado anímico o de su estado financiero/patrimonial.

Pero en este proceso dinámico del «use y tire» se omitió agregar (posiblemente adrede) el concepto inicial, que es el de construir. Vale decir, si se quisiera ser honestos con el proceso natural de generación, vida y extinción de las cosas, debería decirse, con mayor propiedad: primero tómese el trabajo y construya, después use de manera racional y más tarde tire, si lo desea o si no hay más remedio.

Al omitir que las cosas materiales no se crean por su propia cuenta, se logró ignorar el valor de la producción. En un mundo fácil, servido en bandeja en los escaparates de los almacenes o en la pantalla de un ordenador, la construcción ardua no solo no se conoce sino que pasa a un plano místico en el cual las cosas se harían «solas». De esta forma, para quien no tiene noción del esfuerzo físico y económico que ha insumido el proceso de producción de un objeto en particular, se vuelve fácil y  anestésico participar en su destrucción. Solo quien conoce y aprecia dicho esfuerzo es capaz de valorar su conservación.

Incluso el propio planeta Tierra, así sea que haya sido creado por un ser divino o por un accidente cósmico, su destrucción solo podemos clasificarla como un acto de maldad. Quienes ensucian sus aguas, atacan sus especies animales y vegetales, y consumen sus recursos no renovables con un pensamiento absurdo (o mejor dicho, con escasez de pensamiento) de que estos nunca se acabarán, son ignorantes practicantes de maldad, porque lo cierto es que (hasta donde sabemos) solo lo infinito dura para siempre.

Una de las subespecies a las que habría involucionado el homo sapiens es la del «homo stultus» (o «hombre estúpido»), una especie inédita a la cual se no accede por ascendencia sino por estupidez. Una especie integrada por los más «listillos», cuya genialidad consistiría en hacer su voluntad pasando por encima de todo, convirtiéndose en déspotas que fomentan, entre otras cosas, «deportes» metafóricos, en los que la violencia es el vehículo que los excita y en donde el aniquilamiento del otro significa la victoria para el vencedor. Dentro de ese catálogo es fácil encontrar desde una (inocente) partida de ajedrez, en la cual «matar» al rey simbólico y a toda su corte es el objetivo último de cada contrincante, o de póker, donde la mentira y el fingimiento son los principales recursos para ganar, hasta un partido de fútbol, cuya alegoría sexual de «penetrador y penetrado» sobrevuela el juego desde el inconsciente de sus espectadores, situándolos más allá de una simple competición.  

El delito sexual es la realización de actos íntimos no deseados por un individuo, impuestos a la fuerza por el perpetrador. Por lo tanto, si bien pueden darse situaciones similares en el reino animal no humano, en una cultura como en la que (supuestamente) vivimos es incomprensible que puedan existir. No obstante, individuos violan a otros individuos aleatoria o premeditadamente, sin mediar consideraciones culturales, éticas o cargos de conciencia capaces de hacerlos reprimir o recapacitar. Esto nos lleva a pensar que, si bien el hecho de vivir rodeado de animales salvajes (como un tigre, una hiena, una araña venenosa o una víbora de  cascabel) entraña gran peligrosidad, más se debería temer a la convivencia con otros hombres. Más aún: no sería tan improbable para un individuo encontrarse con que el más cruel y feroz de todos los animales está   dentro de su propia casa conviviendo, como si tal cosa, con él.

La vida es considerada un don maravilloso y misterioso, pero aun así muchos hombres matan por placer. Tanto, que su diversión se organiza alegremente de formas muy variadas. Desde el aniquilamiento sanguinario de un pobre animal dentro de un ruedo bajo los aplausos de una audiencia enardecida, pasando por la caza «deportiva» de algún desprevenido animal, hasta un torneo de boxeo en el que no importa desfigurar o inhabilitar severamente funciones vitales del contendiente con tal de lograr un «título de ganador». Y nuestro mundo continúa avanzando sin que (aparentemente) a nadie se le ocurra reflexionar seriamente sobre el tema y ponerle, desde lo institucional, desde lo comercial, pero más efectivamente desde la conciencia de cada uno, un punto final. 

La educación, aún hoy, parecería continuar desnorteada. Si bien por un lado se intenta educar a los individuos, social, civil e intelectualmente para que no agredan a los demás, por otro se tiende a enaltecer la fuerza física como si esta fuera, por encima de las propiedades anteriores, el supremo valor. Sabemos muy bien que a la hora de conquistar el primer lugar en un podio imaginario, un golpe bien dado (no solo de impacto físico sino también de impacto psicológico como la injuria, la maledicencia o la desacreditación) abate al más encumbrado profesor, y que un título universitario pierde mérito ante la rapacidad de la obsecuencia, la falta de escrúpulos, y hasta la «hazaña» mediática de cualquier personaje popular. Y que empuñar un arma dirime al instante una disputa, barriendo de plano cualquier argumento cultural. Todo esto confirma, sin lugar a dudas,  que la «superioridad» de la especie humana no estaría radicando, como se pretende creer, en las dimensiones excepcionales de su cerebro, sino, lamentablemente en lo que su puño es capaz de lograr.

Si bien el hombre necesita abrirse camino y defenderse de los avatares del universo, no debería confundirse su bravura con su atávica fiereza animal. Actos de vandalismo, actos de guerra, de crueldad, y cualquier acto de violencia protagonizado por hombres nos hacen dar cuenta tristemente de que, aunque en pleno siglo XXI creamos estar  habitando un mundo civilizado, no se ha logrado aún salir de la primitiva barbarie ancestral.

 

Nora Sisto

Febrero, 2024