El Edificio Inmaterial

Después de la pandemia, ¿a qué escuela queremos volver?

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      Después de mucho deambular, el caminante llegó a una extraña puerta. Sus dos hojas, de grueso metal estaban aseguradas a los sólidos parantes mediante enormes bisagras, con remaches que brillaban como el oro. Las aldabas de bronce estaban adornadas con retorcidas filigranas e imprimían cierto respeto y prevención, por lo que dudó antes de decidirse a entrar. La puerta no estaba del todo cerrada y por una hendija se podía espiar hacia su interior, aunque desde donde él estaba no era posible visualizar con claridad qué resguardaba con tal contundencia, o a qué sitio a través de ella se pudiera llegar. Sin embargo, adentro no parecía haber nada. Con desconfianza avanzó despacio, tanteando por si acaso su arma entre sus ropas, hasta que a pocos metros se detuvo, considerando si acaso sería mejor esperar prudentemente lo que por aquella puerta pudiera salir. Mientras cavilaba, al observar a su alrededor un hecho insólito atrajo su atención: al igual que un séquito de celosos guardianes flanqueando el acceso, había desparramados cientos de espadas resplandecientes, groseros garrotes y voluminosos escudos de hierro,  dando la impresión de haber sido abandonados presurosamente por quienes se hubiesen aventurado a entrar. Intrigado  ante tal improcedente descuido, se  acercó más y entonces pudo ver, tallada sobre el dintel, una inscripción que rezaba así: «Caminante: deja aquí tus pesadas armas; adentro encontrarás otras  más potentes y   livianas». Entonces, llevado por la curiosidad, entró.

 

1.     La primera recámara: QUÉ Y POR QUÉ.

 Al poner un pie dentro del primer recinto se encontró con un grupo de hombres que garabateaban las paredes. Unos dibujaban animales, casi todos desconocidos para él, o tan esquemáticos que no habría sido capaz de reconocerlos. Otros intentaban dibujarse a sí mismos inventando su rostro y tratando toscamente de plasmar sus movimientos o su actitud. El resto delineaba signos y figuras inconsistentes que tal vez aspiraban a comunicar alguna cosa, pero que no parecían tener significado ni conexión. El caminante se preguntó entonces qué hacían esos hombres, y por qué.

      La simple observación se convirtió en cultura cuando al qué se le agregó el por. Es decir, en el momento preciso en que el hombre que dibujaba las paredes de la caverna se dio cuenta de que el qué podía transformarse en por qué, se abrió  un camino hacia lo profundo de su mente, gracias a lo cual pudo comenzar a convertir la información sensorial que recibía, en una reflexión. Mucho después, al tomar contacto con la  fuerza inconmensurable de dos potentes guerreros, el número y la palabra, descubrió el alcance feroz que ese binomio casi mágico podía dar a su pensamiento —que no solo iba a ser capaz de interpretar sino también de versionar y extrapolar la información que recibía—, y ahí comprendió que era posible dominar el mundo. La escuela intentó ser, desde un principio el instrumento de replicación de aquel saber ávido de dominación. Y por eso fue maligna durante muchísimo tiempo. Al inicio, porque su sortilegio, casi como un don divino, solo era otorgable a unos pocos. Y más tarde porque, animada por su incipiente poder intentó ser el manto hegemónico y salvador que cobijara a aquellos deseosos de aprender (aunque con una soberbia condición: era requisito indispensable rendirse a ella). Ahí comenzó un largo recorrido que llega hasta nuestros días, con unas características tan enérgicas y perturbadoras con las que en cualquier lugar del planeta se la podría reconocer. Sin embargo, nunca ha sido la escuela el organismo apañador de dicha malignidad, sino las personas convencidas de que aquel accionar era universalmente válido. Y siguen siendo personas (y no la escuela) las que interpretan, dan su versión e intentan convencernos en cada época histórica (con sangre o electrónicamente) de que por fin se dispone de la mejor institución escolar.

      En los últimos años se procesaron en el mundo grandes cambios, de los cuales la escuela se ha hecho eco, introduciendo un amplio temario de debate institucional. Por una parte, la información que tradicionalmente era revelada en cuentagotas por el profesor (considerado “amo y señor” del conocimiento), pasó a estar disponible para cualquiera en cualquier momento y lugar. Además, si ésta solo era accesible presencialmente (¡ver para creer!), gracias a los medios de la cada día más avanzada tecnología, pasó a poder ser recibida de manera remota. (Aunque no sin discutir si la información debería continuar obteniéndose “en vivo y en directo”, o da igual que sea mediatizada, es decir “masticada” previamente por un desconocido sistema de edición.) Además, con la creciente cultura de la imagen nuestro pensamiento fue abandonando paulatinamente su facultad de discursivo para enfocarse en otro tipo de facultad: la obediencia al mensaje emitido por una pantalla. (Al igual que en la involuntaria actividad onírica, el “conocimiento” actual parece surgir de una sucesión de placas visuales impuestas sobre nuestra percepción haciendo que las veamos pero que, por su vertiginosa fugacidad, no sea posible dilucidar[1] ni razonar[2] lo que se ve.) En consecuencia, la apreciación del mundo que nos rodea ha venido tendiendo cada vez más a basarse, no en una percepción crítica sino en la intuición y la afectividad, y a no hacernos posible procesarla por otro camino que no sea un bivalente y limitado “razonamiento”: me gusta o no me gusta. En cuanto a la versión del mundo (que antes nos era impuesta a rajatabla), ésta pasó en un principio a poder ser elaborada por nosotros mismos, solo que al poco tiempo nos dimos cuenta de que también nos podía ser inyectada por cualquier eficiente mecanismo de publicidad. En pocas palabras, la apreciación del mundo pasó en poco tiempo de ser una ley prescripta en un ambiente autoritario, a ser una incógnita a revelar y rápidamente volvió a ser una ley prescripta en otro ambiente autoritario.

      Aun así, la institución escolar nunca ha dejado de ser venerada como objeto de culto, llegando la edificación que la aloja a convertirse en un templo (del saber). Por supuesto, la intención primordial es educar, sin embargo la escuela se ha prestado a lo largo de los siglos  como instrumento de proselitismo político, religioso o comercial. En todo caso, la escuela estatal siempre ha indicado el “piso” en cuanto a la cantidad y calidad de servicios educacionales a ofrecer, y las instituciones no estatales son libres de proveer a sus clientes de toda la gama de contenidos y servicios adicionales que su presupuesto sea capaz de (o esté dispuesto a) cubrir.  Ahora, sin terminar de acomodarse a todos estos cambios, la escuela del año 2020 sufrió en nuestro país un cimbronazo adicional: el provocado por la pandemia de COVID-19, que la obligó a abandonar (no sabemos si en forma provisoria o definitiva) su esquema tradicional. Y esto ¿es malo o es bueno? No podemos aún arriesgar una opinión. Debemos esperar a evaluar primero sus efectos (obviamente a largo plazo), para después de ahí  optar entre regresar a la escuela que teníamos, o bien intentar organizar una forma diferente y actualizada de aprehender (y de aprender). 

 

2.      EL LABERINTO: un largo corredor.

Al llegar a una bifurcación, el caminante se enfrentó a dos caminos, cada uno de los cuales conducía a un interminable laberinto. Uno había sido  construido por la mano del hombre, sofisticado y repleto de abundante decoración. El otro era simple pero más intrincado; tenía un sinfín de recovecos y su profundidad infundía miedo de solo pensar introducirse en él. Parecían inconexos, pero al avanzar por uno de ellos encontró pasadizos que los comunicaban entre sí. Y esto le pareció muy adecuado,  porque así como ciertas interrogantes eran, a su paso respondidas por la ciencia y las artes del hombre, otras podían ser reveladas  por la fe y la espiritualidad.

      Ha sido muy duro para la Humanidad encontrar un camino hacia la cima de la vida en la Tierra. Al comienzo, porque el hombre entendió que su voluntad era nimia comparada con la Voluntad del Creador y seguramente sería una herejía contradecirla. Pero a la larga se dio cuenta de que una existencia errática y aleatoria era inconducente, y se convenció de que le era necesario elaborar un plan propio para sobrevivir. Por eso, dando la espalda (no del todo, por las dudas) al determinismo de aquel Plan Superior, se abocó a abrirse camino por su cuenta. Desde que el saber fue sistematizado en las escuelas, se entendió que éste debía ser dispuesto en la forma de un largo corredor (sin puertas ni  ventanas, para no distraer a los más inquietos), al final del cual podía atisbarse la “luz”. Pero cuando entre la población del planeta se cierne una pandemia como la actual, que obliga a huir sin demora no solo de las actividades habituales sino especialmente de la educación formal (porque para evitar los contagios masivos deben “desaparecer” las aulas, los maestros, las escuelas y el reloj que marca la entrada a clase), quedamos desprovistos de ese corredor  elaborado por el Hombre y nos enfrentamos, desprotegidos, a un laberinto de la Naturaleza, un territorio caótico sin un manual para entenderlo ni un mapa para podernos orientar.

      La función de la escuela ha sido tradicionalmente introducirnos en el Gran Camino al que supuestamente nos debemos incorporar, y para eso venía contando con una estructura fuerte y específica (aulas compartimentadas en lo físico, temporal e intelectual, y docentes con una preparación pedagógica suficiente para transmitir un conocimiento básico), así como con un ambicioso objetivo: la normalización del conocimiento para toda la población. Pero al intentar mantenerse firme ante a esta pandemia, nos alarmó su  posible debilidad.  La mayor preocupación fue que no contara de buenas a primeras con una organización alternativa igualmente eficiente, capaz de subrogarla, por lo que hubo que improvisar sobre la marcha una estrategia que permitiera a sus usuarios no perder el hilo de su educación. Por fortuna, gracias a la previsión estatal, ya existía en nuestro país un plan de educación a distancia[3] que, aunque sin ser vertebral, su adaptación sirvió como base de operaciones y de ahí se pudo ir haciendo frente a la situación.

      No obstante, la fortaleza de la institución escolar parecía venir cuestionada desde antes. Porque la ecuación tradicional que subordinaba la sociedad civil a ella ya se había revelado obsoleta. Su carácter de aula cerrada, su método arcaico de impartición, así como la rigidez de sus programas no renovados oportunamente, habían venido dando al sistema educativo formal una impronta rechazable. Por eso ahora, aprovechando el disloque producido por la pandemia, se dispone tanto de motivo como de oportunidad para iniciar una revisión. Aun así, parecería fuera de lugar intentar adaptar el funcionamiento de nuestras escuelas a propuestas que se ensayan en otros escenarios globales, ya que son nuestras propias condiciones locales (fundamentalmente nuestro alcance económico, nuestras creencias y hábitos de crianza) las que deben adaptar el funcionamiento de la escuela a la sociedad.   

         

3.     Tercera recámara: EL NACIMIENTO DE UNA IDEA.

Primero supuso que era una especie de sala de alumbramiento, es decir un lugar en donde las parturientas acudían a dar a luz. Sin embargo, el ambiente que allí se respiraba le hizo pensar que se trataba de un lugar de ensimismamiento y reflexión. La gente observaba en silencio sus muros cubiertos  de símbolos, algunos grabados y otros pintados con tinta de color. A muchos de ellos los pudo leer claramente y otros le fueron ininteligibles por su complejidad, lo que le hizo comprender que le quedaba aún mucho por saber. En una esquina había dos puertas cerradas, una casi junto a la otra. En una estaba escrito «Erudición», prolijamente con letra cursiva y frente a ella había una multitud de personajes vestidos con esmoquin y galera, compitiendo por entrar. En la otra —aunque escrito con caracteres todos diferentes— se leía claramente «Creatividad», y solo dos o tres personas sin vestimentas protocolares  esperaban, atadijos en mano, pacientemente a que esta se abriera.   

      ¿Cómo nace en nosotros una idea? Si comparamos el funcionamiento de nuestro cerebro con el de una PC, podemos decir que el hardware o soporte operativo está formado por su  plasticidad neuronal —o sea el funcionamiento sináptico que conecta entre sí las  neuronas formando tejidos mentales—, y el software es la información que obtiene a través de nuestros sentidos cuando interactuamos con el mundo. La estimulación de esas dos cosas es lo que asegura el óptimo rendimiento de nuestro intelecto. Es sabido que cuanto más joven es el individuo, mayor es su plasticidad neuronal, y que por el uso intensivo o el no uso de ciertas redes sinápticas, estas pueden respectivamente, ya sea multiplicarse ampliando la capacidad de sus estructuras cognitivas (neurogénesis) o anularse y desaparecer (poda sináptica). Vale decir que, a la hora de enseñar, quien enseña debe ser consciente del efecto que puede llegar a producir en sus educandos el uso (y el no uso) de cada uno de sus instrumentos de aprendizaje.

      Es un hecho comprobado que la percepción sensorial se enriquece al aumentar la comunicación y la interacción con personas, ambientes  y cosas. Por eso, es lógico que el encierro y el confinamiento obligatorio debido a una pandemia la hayan alterado (en el sentido de disminuir), sobre todo porque al cortarse los canales de comunicación directa, la información tuvo que pasar en su gran mayoría a ser recibida a través de las tecnologías de información y comunicación (TICs). Estas herramientas no solo vinieron a mediar nuestro contacto con la Naturaleza, sino también a modificar nuestra forma de pensar (porque la fidelidad que puede transmitir la conectividad electrónica no es tan fidedigna como la de un   contacto presencial). Por eso, a pesar de disponerse de múltiples artefactos a los cuales supeditar nuestro aprendizaje, sabemos por experiencia propia que un formato físico como tocar, oler, vibrar en contacto con objetos y personas, y emocionarse (positiva o negativamente) en ambientes envolventes, aporta una información superior no disponible a través de un formato virtual. (¡Y qué importante es tener los pies sobre la tierra!)

      El desarrollo de habilidades sociales depende del contacto directo con personas, que son las que con su devolución rica en modulaciones en forma de palabras, gestos y actitudes (de afirmación o de negación) responden a nuestra demanda, cosa que no sucede a través del “contacto” electrónico, que es absoluto, plano y sin matices, es decir, que formatea ideas haciéndolas encajar en duplas antagónicas y excluyentes (del tipo ON/OFF). Y esto representa un cambio cualitativo no menor, ya que puede llevar a distorsiones interpretativas, como por ejemplo confundir el guardar silencio con el no tener nada que decir, el no responder a una provocación con la falta de valentía, o la sencillez con la carencia  de glamour. Y no solo eso, sino que además este conocimiento binario favorece la tendencia al radicalismo, a la falta de perspectiva, al enquistamiento de ideas en forma de fanatismo y al rechazo violento e irrazonado de cualquier opositor. Por eso, la escuela a la que queremos asistir es aquella que conceda a cada educando la posibilidad de desembarazarse de los lastres de una “mala educación”, así como la de neutralizar aquellas presiones arbitrarias que solo intentan hacerlo evolucionar como ciudadano sumiso o como consumidor.   

 

4.      El ágora: LA PRESENCIA INDESEADA Y DESEADA.

En la amplia ágora podía presenciarse un espectáculo humano sin igual, aunque no todo era maravilla. Se sentía atenazado por la proximidad de aquella muchedumbre que parecía estrujarlo hasta el punto de serle difícil la respiración. Lo que más le inquietaba era la cantidad de personas que salían intempestivamente a su paso dificultándole el caminar. Algunas lo empujaban y desaparecían velozmente, a la vez que otras lo abrazaban y lo retenían junto a ellas impidiéndole avanzar. A medida que recorría aquella enorme plaza sentía que ésta lo agobiaba, por eso le apremiaba desligarse de aquel gentío para poder respirar en libertad. No obstante, la seducción de aquel lugar era inexplicable, porque a la vez que la muchedumbre lo constreñía, sentía que lo liberaba, ya que, por algún artificio oculto, ésta parecía conferirle su forma y su ser.

      La inminencia de los contagios masivos nos hizo aislar físicamente de los demás. Tuvimos que enclaustrarnos en nuestras casas y cursar una cuarentena sin precedentes en nuestro país. Y en esas condiciones, lo que más echamos de menos fue reunirnos con familiares y amigos y disfrutar de las acostumbradas veladas colectivas de celebraciones y demás. No obstante, un factor silencioso también nos afectó: fue el retiro de la gravitación entre nuestros cuerpos. La tensión gravitacional es un fenómeno de la Física, y según Isaac Newton, todos los cuerpos del universo se atraen mutuamente con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia. De acuerdo a eso (y aunque no lo advirtamos conscientemente), se deja de atraer y de ser atraído por otros individuos cuanto más alejado de ellos se está. Es decir, la presencia humana no solo “viste” nuestro espacio, sino que permite el ajuste de nuestro “peso y tamaño” en un punto de equilibrio entre la grandiosidad absoluta y la invisible nimiedad. En otras palabras, la pandemia nos permitió comprobar que nuestro campo magnético, compartido y equilibrado por los campos magnéticos de otras personas deja de afectarnos cuando se interrumpe el contacto presencial. Por eso nos sentimos solos.

      La multitudinaria asistencia escolar no escapó a este fenómeno. Por varios meses perdimos la oportunidad de contextualizarnos en ese ambiente educador y por lo tanto de calibrarnos a nosotros mismos. Es que el pupitre de la escuela nos encuadra; mientras estamos en nuestro lugar aprendemos el respeto por el lugar de otro, por la palabra de otro, por los tiempos de funcionamiento vital de otro y por su sexualidad. Pero no solo se aprende gracias a las instrucciones que pueda dar la maestra por medio de consignas verbales (que siempre son bienvenidas), sino a través de estrategias pedagógicas como el drama y el ejercicio diario de situaciones modélicas de convivencia que lleven a la imitación y a la habituación de un contacto humano saludable, es decir, que enseñen a considerar naturales las actitudes positivas, en lugar de admitir por costumbre la “naturalidad” de otras que no lo son. Hábitos de comportamiento positivo, como apreciar al débil como objeto de protección y no como blanco de bullying, al extranjero no como objeto de desconfianza sino como posible aliado y colaborador, a la autoridad no como expresión de provocación o soberbia sino como inspiradora  de superación (y muchos otros) permiten naturalizar el uso inteligente de la sinergia entre fuerzas, en lugar de la inconducente competición. Esto es lo que, en una multitud convierte en personas a las personas.

 

5.     El mercado: LA COMPRAVENTA Y EL TRUEQUE.

Al llegar al mercado se sorprendió. Había muchas mercancías que la gente ofrecía a buen precio y otras que le parecieron  inalcanzables por su coste demasiado elevado para él. Hurgó en sus bolsillos esperando encontrar algunos cuartos con  los cuales adquirir aunque fuera uno de tan preciados bienes, pero solo encontró unas pocas monedas que apenas le alcanzaron para canjear por un pedazo de pan. Le llamó la atención que en algunos quioscos se ofrecieran gangas invisibles cuya ventaja no logró dilucidar, y alardeando de su perspicacia para poner en evidencia una farsa, los ignoró. Sin embargo, largas filas de pueblerinos exaltados esperaban su turno para acceder a dichos objetos e incluso algunos pugnaban por adelantarse a los otros para llegar en primer lugar. Le dio cierta animosidad que, además de ser invisibles dichas gangas, quienes las buscaban afanosamente lo hicieran con los ojos cerrados. Justo cuando estaba por salir de allí, una niña pequeña le tendió la mano cortándole el paso. Al comprobar que estaba vacía, y creyendo que se trataba de otro de aquellos timadores, le reclamó con soberbia: «¿Qué me ofreces? No veo en tu mano ninguna joya adornada de piedras preciosas, ni siquiera un plato de manjares exquisitos o algún traje de finas sedas, ni tampoco una espada de noble metal».  A lo que la niña, después de mirarlo con tristeza le respondió con una tímida sonrisa: «Lo que te  ofrezco es amistad».

      Muchas veces nos hacemos la pregunta: ¿para qué aprendemos?  Sin duda es una interrogante filosófica, aunque a veces puedan asignársele connotaciones mercantilistas, es decir aprender algo para después  utilizarlo en una actividad lucrativa (como por ejemplo un oficio o una carrera profesional). Pero ese «para qué aprendemos» también tiene otro significado, que es tal vez el cometido último y fundamental de la Educación. Aunque el interés por aprender no tenga un fin utilitario, la educación igualmente es propedéutica. Lo es como propiciadora de actividades humanas. Del mismo modo en que el dinero actúa como objeto de cambio para transacciones comerciales en un mercado de compraventa, el cúmulo de destrezas, experiencia y habilidades sociales conforma un maletín de objetos cambiarios inmateriales u objetos de trueque humano con los cuales negociar en el “mercado” de la vida de interacción.

      “… para convivir, para competir y mantenerse en el mundo, un individuo necesita capitalizar objetos cambiarios para negociar su posición en él. Teniendo en cuenta que los aspectos más trascendentes que necesitará llevar a cabo en su vida tienen que ver con realizar tareas, elaborar proyectos y comunicarse, un enfoque educativo eficiente tiene que apoyar la incorporación y conservación de objetos con los cuales tranzar. Para realizar tareas es necesario conocer herramientas y formas de utilizarlas, además de perfeccionar su destreza. Razonar, organizar el pensamiento y pensar con criterio, por ejemplo pueden surgir de un aprendizaje de la lógica al lado de personas que utilizan la lógica en sus vidas evitando con ello los malos resultados. Por otro lado, cuestiones tan elementales como cumplir con un horario, llevar a cabo una rutina o administrar acciones no se aprenden de otra manera que no sea cumpliendo horarios, llevando a cabo rutinas y administrando  acciones. No es posible aprenderlos a través de la teoría sino mediante la práctica reiterada. Para elaborar proyectos, por su parte es necesario aprender la magnitud del tiempo, la previsión de las cosas y la tenacidad para lograr los propósitos. Si un individuo no ve más allá de sus narices, su vida se reduce a un día a día casual.”[4]

       Se cree torpemente que sensibilizar hacia aquellas emociones que impliquen afecto  positivo (como el amor, la solidaridad o la amistad) es competencia exclusiva de las consignas religiosas, y que una cultura que intenta mantenerse “dura” debe necesariamente alejarse de dicha sensibilización. Sin embargo, la empatía hacia otros seres humanos es un factor, tanto de protección universal como de prevención de violencia que nos beneficia a todos. Teniendo en cuenta que gran parte los delitos de violencia personal son protagonizados por individuos resentidos, rechazados y no correspondidos en sus sentimientos, la educación de la afectividad no debe ser menospreciada, más cuando pocas familias subsisten como proveedoras de afecto y muchos individuos disponen de escasos  espacios en dónde aprender a recibirlo y a darlo. En pocas palabras: aunque socialmente pueda estar  infravalorado, educar para ser buenas personas es tan importante como educar para acceder a la Universidad. Y a pesar de que en una cultura exitista como la actual la bonhomía sea una cualidad poco apreciada, es sabio tener en cuenta (y enseñar) que el mercado de valores humanos es el que a la larga cotiza más alto en bolsa (mucho más que el poder, el encumbramiento y el aplauso popular) y generalmente reditúa más (humanamente hablando) que aquellos objetos que el dinero puede comprar. 

 

6.     EL RINCÓN DE LAS TELARAÑAS.

Solo con mirar hacia aquel rincón oscuro se llenó de temor. Las telarañas lo cubrían todo: formas amenazadoras, aunque ya secas y endurecidas por su antigüedad, rostros fieros, seres que parecían  humanos pero que después de observarlos con atención era posible descubrir que no lo eran, y otras figuras que escondían, bajo apariencias benevolentes su demoníaca actitud. Había seres maléficos que destruían a otros, monstruos con forma de hombres que torturaban a sus propios hijos y devoraban a los de los demás, y verdugos que castigaban a las mujeres por supuestas ofensas, sin piedad. También era posible ver a falsos constructores que en lugar de erigir mejores edificios deshacían a diestra y siniestra lo construido por otros hombres. Y hadas y hechiceros voluptuosos que encubrían con una belleza indescriptible su vacía entidad. Pero de aquellas escenas horripilantes —más chocantes que aquellas protagonizadas por animales salvajes en su sanguinario afán por proveerse de comida—, más espeluznante aún que lo abyecto de las mismas era la muestra flagrante de falta de conciencia y de humanidad.

      A partir del siglo XX, las escuelas comenzaron a cambiar. Hasta mediados del mismo los pedagogos se regían por preceptos fundamentalistas cuya lógica era la «violencia educadora». Es así que para “encarrilar” a las almas descarriadas se aplicaban normas tan tajantes y arbitrarias como anti-educativas, como la clasificación de los alumnos por género, con planes de “educación para niñas” (que incluía cursos de cocina, de bordado, costura y labores domésticas) y “educación para varones” (comprendiendo el desarrollo de la destreza física y la preparación para aquellas profesiones, como la abogacía y la medicina que requerían demasiada responsabilidad, ¡imposible para la mujer!). También era bastante anti-educativo que se considerara “natural” el acceso de las clases acomodadas a las escuelas (dado el filtro que suponía su capacidad de pago) y al mismo tiempo se diera por sentado el no acceso de los hijos de la clase trabajadora (porque era “natural” que aquellos benditos chicos siguieran los pasos de su progenitor). Esos nefastos usos educativos (que ponían el academismo por delante de la persona y despreciaban a quienes no querían estudiar), antes que una educación de calidad produjeron brechas tan profundas, que al día de hoy para muchos todavía sigue siendo necesario construir puentes para poderlas salvar.

      Si el objetivo de aquellas prácticas era el de formar individuos “bien educados”, éste se confundía con el de crear seres sumisos y obedientes, incapaces de reaccionar a su severidad. Afortunadamente, gran parte de todo eso cambió y poco queda de aquellas generaciones que no tenían más remedio que mirar con la ñata contra el vidrio cómo se educaban los demás. Pero a los cambios en la accesibilidad a la educación, se sumó un hecho que vino a enturbiar su panorama emancipador: se comenzaron a dejar de lado (no institucionalmente, sino por abandono de su uso) las normas básicas de convivencia y civilidad, posiblemente bajo el entendido de que, siendo libres cada uno iba a ser capaz de abstenerse cuando su comportamiento fuera inconveniente para el resto de las personas. Craso error. Porque las pautas socializadoras no son genéticas, no  responden a factores  fisiológicos ni surgen mágicamente por un acto de fascinación. Por el contrario, deben ser enseñadas (y muchas veces, machacadas enérgicamente). Y fue, justamente durante esta pandemia que ese ambicioso escenario de libertad responsable reveló cuán necesario es educar sostenidamente a las personas en el respeto hacia los demás. 

      Si bien actualmente el sistema educativo incluye ciudadanos liberados de aquellas injustas discriminaciones, podríamos estar sin embargo coexistiendo con  algunas otras, que al igual que aquellas también se deberían abolir: la discriminación de género, que continúa menospreciando a las mujeres así como a integrantes de comunidades marginadas por su preferencia sexual, y la discriminación simbólica, que prejuzga individuos por su adhesión a símbolos identificatorios (como la vestimenta o las inscripciones en su piel). Pero la más sutil  parece ser la discriminación tecnológica, que encumbra a los tecno-alfabetizados (y que además tienen acceso real a sus servicios) en  desmedro de los que no lo son. Es decir, la imposibilidad de acceso a las herramientas tecnológicas (fundamentalmente por su coste), así como la concomitante inequidad que surge en forma inevitable de un aprendizaje remoto, producen un deplorable efecto discriminador, pudiendo llevar insanamente a los individuos a despreciarse entre sí, pero más absurdamente  entre los encargados de educar y aquellos educandos desprovistos de dichos recursos, dando lugar a un diálogo educativo desigual, a la creación de una inaudita  “aristocracia” y entonces sí, a una auténtica educación virtual.

      A épocas oscuras seguramente nadie quiere volver. Sin embargo, en una época como la actual en la que el desarrollo de la violencia vuelve a primar sobre el desarrollo del intelecto, reivindicando la fuerza como el verdadero poder (en especial, la “fuerza” del dinero), debemos cuidar que ésta no vuelva a oscurecerse. Es decir, el hábito aprendido de la aceptación pasiva no debe prevalecer sobre el hábito del sentido común: si se acata la prepotencia del mensaje publicitario y se exalta la exigencia física extrema (como en los deportes de élite  que llevan a los individuos a límites a veces mortales de su vitalidad), resulta inadmisible que no se exija al mismo tiempo la alta competencia intelectual, y que por el contrario, muchas veces se la frene anteponiéndole argumentos psicológicos (como la posible aparición de algún trauma mental). En este sentido, la profesionalización extrema de los docentes es absolutamente prioritaria, ya que no hay peor educación que la que es impartida y evaluada por la mediocridad.

 

7.     Las estructuras vertiginosas, LA RED Y EL TRAMPOLÍN.

En aquella carpa, que a primera vista parecía resguardar de las inclemencias, se veía una serie de andamiajes que atraían por su vertiginosidad. Había trampolines colgantes a gran altura, cuerdas flojas, paredes de un verticalismo casi infinito donde  escalar, y de muy arriba caían telas vaporosas de las cuales era posible asirse para volar por los aires. Todas aquellas estructuras seducían por su peligro desafiante y solo algunas disponían por debajo redes de seguridad. Las personas se trepaban haciendo equilibrio para llegar a su meta y algunas, después de balancearse sin encontrar estabilidad  caían espectacularmente sobre las redes de contención, las cuales volvían a impulsarlas hacia arriba permitiéndoles  probar suerte una y otra vez.  Los menos agraciados caían estrellándose estrepitosamente contra el suelo, y aunque alguno que otro  lograba incorporarse, la mayoría no se volvía a  levantar. Abajo, un  público pasivo observaba indolente las acrobacias; a veces aplaudía por inercia  alguna hazaña y otras esperaba de espaldas,  impacientemente a que finalizara la actuación.       

      Nuestro tránsito por la vida incluye riesgos, y  para quien corre un riesgo es bueno contar con una red de protección (física y/o mental). Aunque no todas las redes son confiables. Una red protectora es aquella capaz de contenernos. Es la que nos espera, nos recibe al caer, soporta el embate de nuestro “peso muerto” y (con el mismo impulso) nos devuelve hacia arriba para volver a empezar. Si es interna está formada por nuestra propia resiliencia, y si es externa, por personas calificadas que disponen invariablemente de un plan para ayudarnos a enmendar y redirigir nuestros actos. De la resistencia y elasticidad de cada una de estas redes es que surge la solidez (que no es lo mismo que rigidez) de cada individuo y en consecuencia, del grupo humano en el que está  inserto. Y la escuela tiene injerencia en ambos casos. Por tanto, sus cadenas, así como cada uno de los nudos que la componen (que son personas) deben ser fuertes, consistentes, capaces de auto-sustentarse y de enseñarnos a la vez a procurar  nuestro auto-sostén.

      El abordaje educativo del fracaso es indispensable para sobrevivir a él. Si bien la vieja escuela intentaba alejarnos de éste y la siguiente quiso erradicarlo de plano (inculcándonos que “todo va a estar bien”), se debe estar atentos a dos tipos de riesgo que pueden llevarnos a fracasar: uno es el riesgo de invertir para obtener al final de un proceso una importante ganancia, y otro es el riesgo absoluto, el riesgo por el riesgo mismo, o sea el vértigo de la competición. Pues bien, la educación es una empresa que invierte  dinero, horas-hombre y materiales didácticos, esperando generar una importante ganancia, aunque su función no  consiste en producir bienes mercadeables y cobrables al instante (como los artículos de venta masiva), sino producir un bien, el cual generalmente reditúa a mediano plazo (aunque a veces uno largo o muy, muy largo), que consiste en una mejora en la calidad de vida de las personas. Ahora, el riesgo de fracaso es grande cuando las políticas educativas están desadaptadas de la realidad socio-económica y los presupuestos de las escuelas no se llegan a cubrir. Es decir, si la inversión del Estado o de las empresas educativas privadas es magra o  insuficiente, su producción tenderá a serlo en igual medida y, al ir venciendo cada plazo de amortización lo que se obtendrá no será un fortalecimiento sostenido de la población, sino su progresivo debilitamiento.

      A su vez, como en toda actividad laboral, el rendimiento de sus trabajadores es una variable dependiente de dicha inversión; por lo tanto, cada educador probablemente se juegue su empleo y su orgullo (y a veces, hasta su vida) cuando su trabajo sea reconocido con justicia (en prestigio y en remuneración). En un mundo egoísta en el cual cada vez más adultos rehúyen ser los educadores de sus hijos (a veces concebidos por cuenta y gracia de la biología, y nada más), es creciente la necesidad de que las generaciones deprivadas sean acompañadas por otros educadores para que de ellas no resulten adultos inmaduros e inadaptados. Bajo esta hipótesis, y para prevenir un posible daño antropológico[5] parece vital contar con  una red de atención educacional que posibilite a esos individuos, por lo menos durante los primeros años de vida, crecer con decoro y dignidad. Y la escuela (que ya provee algunos servicios como asistencia psicológica y alimentación) bien puede crecer en ese sentido (obviamente, con la estructura adecuada y la contratación de personal idóneo suficiente). O sea, educar con excelencia para enriquecer a la sociedad.

      El riesgo absoluto merece una mención especial. El sobregiro otorgado actualmente a la idea de grandiosidad hace suponer a un individuo que correr riesgos aumenta de alguna manera su cotización en sociedad. Pero la fantasía del superhéroe, del simple ciudadano que trepa a un avión en pleno vuelo o que sale indemne después de arrojarse de un tren a toda velocidad ha perjudicado —ayudada también por el consumo de sustancias— las mentes (sobre todo juveniles), provocándoles una distorsión cognitiva que privilegia la lógica de la fuerza a la lógica mental. Y esto no es menor, ya que restituye la violencia al lugar del que tan afanosamente se había pugnado en algún momento por desalojar. 

 

8.     La habitación del desconcierto: EL JUEGO DE LOS ESPEJOS.

La sala de espejos lo maravilló. Verse reflejado en tantos a la vez, sin atinar a  descubrir cuál era su verdadera imagen era un desafío fenomenal. Podía verse con una figura estilizada, unos brazos muy largos o una barriga grande y redonda. En algunos, su cabeza se achicaba hasta quedar como la cabecita de un alfiler, y en otros su cuerpo parecía extenderse fuera de los confines de los mismos sin que pudiera llegar a apreciar su verdadera magnitud. Algunas de esas imágenes le encantaron  por lo aguerrido y apuesto que se veía en ellas, pero al moverse, inmediatamente mutaban en otras que por su fealdad le hacían entristecer. Por un momento dudó de sí mismo. ¿Cuál de aquellas imágenes reflejaba exactamente su propio ser? Estuvo un rato examinándolas hasta que finalmente se le ocurrió un simple mecanismo para descubrirlo: fue recorriendo su cuerpo con sus propias manos.  Así se reconoció y siguió su camino, conforme con haberse encontrado.

      La búsqueda de identidad se lleva a cabo en un complejo proceso de mimesis (yo soy igual a ti) y confrontación (yo soy distinto a ti) que componen un juego dialógico en el cual el equilibrio es la clave para triunfar. Para eso es indispensable disponer de la presencia de conocidos y de ajenos en los cuales reflejarse, y con los cuales poder “chocar y rebotar”. El primer gran espacio en el que comienza a procesarse la identidad es la escuela. Y aunque ésta se vea obligada a impartir una educación homogénea (para garantizar un  nivel parejo  de instrucción general), su cometido no es el de producir individuos idénticos. Por el contrario, cuanto más diversa sea su población es posible, con una  acertada gestión de la convivencia áulica, contribuir a entender la heterogeneidad de razas, géneros y capacidades de las personas, y a través de esto descubrir cada uno su propio ser. Es decir, la escuela —como maqueta a micro-escala del mundo— es el ámbito ideal para estimular la percepción de las diferencias entre individuos y enseñar desde edades tempranas que admitirlas no genera  perjuicio para nadie. (Así se aprende el respeto por uno mismo y por la diversidad.)

      A raíz del encierro debido a la pandemia, hubo que poner en pausa esa convivencia productiva y cambiarla por una “convivencia” online. Pero, aunque ese tipo de camaradería sea atractiva y amena no puede confiarse a ella un proceso de identificación. Primero porque al darse mayoritariamente entre pares carece de la capacidad de confrontación y su ámbito permite la huida. Y además porque su principal cometido es producir contagio (el mismo con que operan los medios publicitarios para imponer una “necesidad” innecesaria). Proclamas anecdóticas como “estoy comiendo pizza”, “estoy en la playa”, “esta es mi mascota”, “mirad   mi nuevo look” y tantas otras,  solo tienen poder adhesivo, es decir, adhieren individuos que se consideran “identificados” por contagio. Y como si fuera poco, ese contagio produce fanatismos exaltados y lealtades irreflexivas, incapaces de tolerar una idea contraria a su “convicción”. Eso genera otro tipo de pandemia, la cual es relevante a nivel nacional porque puede mutar una ciudadanía democrática en una muchedumbre autómata. (Compete a la educación contrarrestar, o no, este fenómeno.)

 

9.     El brillo irresistible y encandilador: EL RECINTO IRIDISCENTE.

Tuvo que colocar su mano delante de sus ojos para protegerlos. Aquel recinto era algo grandioso. El brillo de sus paredes ya lo encandilaba antes de entrar.  La luz incandescente, moviéndose en todas direcciones era un torbellino de colores brillantes, atrayentes, que enseguida lo atrapó. Aquellas imágenes se sucedían incesantemente, inhibiendo por completo su sentido de la orientación y adormeciendo sus sentidos; solo lo comandaban sus ojos como capitanes soberanos de un barco perdido en altamar. ¿Aquello sería un sueño, una fantasía, o la realidad?  ¿Acaso una fantasía de la realidad? ¿O tal vez la realidad de una fantasía convertida en realidad? Se sentía tan abrumado por lo agresivo de aquel despliegue luminoso, que en determinado momento temió por su cordura y lucidez, y tambaleó creyendo que estaba perdiendo pie. Pero era tan atrayente que llegó a convencerse de que no estaba preso, sino que estaba allí por su propia voluntad. Recién al cerrar los ojos y desconectarse de aquel brillo, se dio cuenta de que sí, de que había estado siendo hipnotizado.

      Nuestra cultura fue invadida por el brillo y la esplendidez. Al igual que Dorothy y sus amigos son conminados por el guardián de la puerta a ponerse unos anteojos (porque si no se los pusieran “el brillo y la gloria de la Ciudad Esmeralda podría cegarlos”[6]), la inmensa mayoría de la población planetaria debería usar anteojos ya que vive presa de un idéntico  fulgor. Desde que, con solo abrir una puerta el mundo pasó de golpe del blanco y negro al Technicolor, la percepción de éste cambió radicalmente. Al instante, una calidez inusitada se apoderó de las mentes adormecidas por la costumbre de ver todo en la oscuridad, y éstas creyeron de buena fe que desde ahí en adelante todo sería mejor. Pero ¿hemos llegado realmente a una “ciudad Esmeralda”? No, solo hemos conocido el consumismo.

      El consumismo nos colonizó. Creció como un parásito prendido a la ingenuidad, por eso la educación tradicional no fue capaz de neutralizarlo. Pero claro, ésta estaba demasiado enfrascada en repasar la historia antigua, los clásicos de la literatura y los teoremas más recalcitrantes. Además, la carga horaria no podía estirarse mucho más. Sin embargo, una realidad acuciante nos golpea y las naciones vulnerables (cuyo interés nacional está supeditado a los intereses de las poderosas empresas multinacionales) no cuentan en sus planes de educación con un capítulo dedicado a razonar (a defenderse) respecto a dicho fenómeno. Es más, éste ha desencadenado un hábito de inercia por el cual el pensar se ha vuelto una incomodidad. Y contradictoriamente, aquel famoso sistema social, del que tan obsesivamente se deseaba escapar, fue suplantado (ahora voluntariamente) por otro sistema igualmente opresivo y dictatorial: el sistema de los objetos, los artefactos y gadgets, sobre el cual creemos ilusoriamente tener un dominio absoluto, cuando apenas se reduce a accionar una mano (como en el mando a distancia y el joystick), desaprovechando en consecuencia el poder del resto de nuestra masa corporal (y sobre todo, mental).

      Es así que un mundo “desarrollado” nos rodea, ahogándonos en un ecosistema cada vez más impregnado de basura y polución[7]. Y un universo de fachadas resplandecientes que, al igual que en un pasado no muy lejano en el cual cada individuo, cada familia, cada sociedad se veía obligado a mostrarse diáfano e  impoluto aunque en su interior habitara la más absoluta pudrición, se encarga de perpetuar una apariencia festiva y dinámica, sin reaccionar a lo que sucede más allá[8]. Es que el peso y la profundidad del más allá deben ser enseñados. La conservación del medio en que vivimos, que nunca como actualmente se había  presentado tan urgente y de atención prioritaria, debe pasar de ser solo mostrada como la actividad sofisticada de unos pocos activistas o como consigna de moda, a ser promovida  educativa e intensivamente desde edades tempranas, para que sea realmente eficaz. Y como corresponde, el currículum escolar debería dedicarle alguno de sus capítulos, así como la estructura física necesaria.

      Durante estos meses de incertidumbre por la pandemia, nos tuvimos que acostumbrar a la práctica remota de enseñar y a ensayar novedosas formas de comunicarnos con nuestros educandos. En tal crucial momento, la herramienta que nos prestó auxilio fue la telecomunicación. El blended learning (o aprendizaje híbrido, mezcla de educación presencial y educación remota apoyada en el zoom, la video-llamada y otros recursos) nos ayudó a paliar la situación, y quienes (tanto docentes como alumnos) a ese punto  desconocían sus posibilidades infinitas, se tuvieron que actualizar. Así fue que, a la fuerza se obtuvieron resultados interesantes que, en la situación precedente de comodidad institucional pocos habían creído que se llegaría a concretar. Las TICs son herramientas rápidas, razonablemente confiables (ya que un apagón súbito las puede, de un momento a otro inutilizar) y su uso a través de diversos artefactos (PCs, laptops, smartphones) facilita tanto la recepción como la producción de material, y además, al ser combinadas con la enseñanza presencial puede extraerse lo mejor de ambos mundos. Pero no nos debemos enceguecer. No parece sensato idealizar (así como tampoco demonizar) dichas tecnologías antes de aprender a aprovecharlas sabiamente. (Aunque sí parecería conveniente bajarlas de su pedestal para adaptarlas con buen criterio a nuestra vida.)

      Sabemos que el aparato cognitivo se desarrolla efectivamente cuando un dato percibido es incorporado al mismo mediante algún esquema de asimilación. Pero si éste no existe o es inadecuado, ese dato no pasa de ser una percepción primaria imposible de incorporar, y cualquier respuesta emitida por el individuo a propósito de dicho dato no tendrá relación con éste, o bien será una respuesta arbitraria o le habrá sido inducida exteriormente. De ahí la importancia de construir estructuras mentales para que nuestro cerebro sea capaz de exceder la evocación figurativa y alcanzar paulatinamente mayores niveles de abstracción. Y esto no se logra con la visión de imágenes (por más fehacientes que éstas sean), sino con la incorporación de mecanismos internos de análisis y deducción. Pero para esto, solo con la educación remota o auto-asistida no basta; debe surgir de un fino trabajo cabeza a cabeza entre el educando y maestros capacitados para provocar dicha incorporación.

      Por último, la fantasía y el juego representan un aspecto muy importante del desarrollo cognitivo porque promueven la imaginación, y según los psicólogos, también posibilitan que hechos temidos puedan ser procesados mentalmente a través de ellos sin que se produzca un perjuicio real. No obstante, el uso comercial de la fantasía (que vende videojuegos, películas y disfraces) puede avasallar la cognición. Por ese motivo, la escuela debería  cuidarse muy bien antes de utilizar indiscriminadamente estrategias lúdicas para enseñar. Si bien nuestra cultura exalta el bullicio y el entretenimiento, y frecuentemente nos vemos tentados a aplicar esto al enseñar, debemos  tener presente que el objetivo de la educación no es que al enseñarle, el alumno se divierta, sino que al enseñarle, éste aprenda. Pero antes que eso, no solo la escuela sino todos debemos cuidarnos mucho más de suponer en forma apresurada que la inteligencia artificial es más valiosa que la inteligencia natural.

 

10.  La cocina: GUSTOS, OLORES Y SABORES.

Al tener frente a él aquel bufet pantagruélico, por poco no se puede  contener. Un banquete soberbio, exhibido sobre una larga  mesa repleta de sublimes manjares captó de inmediato sus sentidos sin que atinara a decidirse dónde ubicarse para comenzar a darse un festín. Todo era atractivo. La vista y el aroma de aquellas delicias presentadas en magníficos platos y vasijas  primorosamente decoradas lo abrumaron, y se vio tentado a  engullir de inmediato la mayor cantidad. Pero entonces pensó en el tamaño de su estómago y no quiso correr el riesgo de sufrir un atracón. Por lo tanto, se dijo que podría ser mejor llevar a cabo su degustación con cierto criterio. Entonces tomó asiento y esperó a que se acercara el servidor.

      El contenido del mundo se nos presenta a granel, caótico, sin guía de uso, y educarnos significa aprender a ser selectivos, a afinar nuestra sensibilidad para distinguir los estímulos deseables de los indeseables, los elegibles de los que no lo son, los que enriquecen nuestra vida, de aquellos que la anulan. O sea, educarnos significa crear un catálogo interno de saberes y sensaciones, no solo para disfrutarlos (o sufrirlos) nosotros mismos, sino para compartirlos con los demás. Qué aprender es una interrogante válida, y más allá de la vocación profesional existe un temario básico que todo ser humano debería incorporar.

       “…quien no haya ensayado suficientemente el lenguaje oral y escrito tendrá dificultad en sus mecanismos de comunicación, quedando inhabilitado para actuar fluidamente entre las personas. Si sus habilidades de razonamiento tampoco han sido ejercitadas serán en consecuencia deficitarias, desfavoreciendo de esta manera la defensa y la conservación de sus propios recursos materiales, como el aprovechar las oportunidades que se le presentan, demandar el cobro de un sueldo razonable o llevar una administración conveniente de su dinero. El no haber sido iniciado en alguna actividad productiva concreta o no disponer de ninguna capacitación laboral lo hará incompetente, colocándolo en una categoría poco requerida en el mercado de trabajo. Y el no tener incorporada una disciplina de trabajo lo hará inconstante y por lo tanto indeseable como trabajador. El no haber tenido oportunidad de ser preparado para recibir y manifestar sentimientos de amor y solidaridad, lo transformará en un ser indiferente a las emociones ajenas, lo que será un obstáculo insalvable para encontrar compañía. Una vida displicente, egoísta y carente de compromisos le impedirá seguramente conseguir y conservar una pareja. Es decir, quien transcurra sus años de infancia y adolescencia en la privación, y con el desconocimiento de aquellas cualidades  humanas esenciales para crecer y dar un sentido a su existencia, quedará de seguro tristemente inhabilitado para conectarse humanamente con otras personas. En suma, el hecho de ser desfavorecido con una vida vacía convierte al individuo en un heredero de carencias humanas.”[9]

      Es importante tener en cuenta que, como  la cultura no es intrínseca a la  biología, no es fácil para un individuo aprender algo que no se le enseñó, y además, que ser autodidacta en cuanto a la obtención de datos no es lo mismo que aprender por él mismo una metodología o una rutina, es decir sin la asistencia de quienes se la puedan enseñar. Ahora, como actualmente a nadie le es necesario esforzarse demasiado para conseguir la información que desee  (porque en la Web cualquier dato es conseguible al instante), el tiempo educativo que anteriormente debía reservarse para ese cometido, ahora no solo puede ser usado para desarrollar dichas destrezas, sino también para otro propósito (que a su vez, antes  estaba relegado): la creatividad. Se trata de entender que estamos en presencia de otro tipo de educando, tal vez atípico respecto al que la educación precedente aspiraba a tener; un individuo igualmente pensante, solo que mediante un cerebro “cableado” con un circuito distinto al anterior, que no busca la erudición como meta, sino que necesita saber qué hacer con la profusa “erudición” que puede obtener de la Internet.

      Ya previo a la pandemia nos habíamos dado cuenta del peso que venía adquiriendo la comunicación y del papel protagónico en el que ha logrado situarse (desplazando a su vez a la data, que antes era lo primordial). Sin embargo, la educación formal no ha acompañado ese giro decisivo y se ha mantenido estacionada, empeñada en continuar dando más relevancia al acopio de contenidos concretos que al acto de leerlos, interpretarlos y compartirlos. Ese desajuste ha venido desconcertando a los educandos que, por un lado se ven libres para enterarse de lo que deseen, pero a la vez atados de pies y manos por no poder asimilarlo ni transmitirlo (o sea, no poderlo pensar). Entonces, si deseamos ofrecer a nuestros niños y jóvenes una educación verdaderamente adaptada a la época en que vivimos, deberemos poner el énfasis absoluto en la comunicación, es decir en la enseñanza de todo tipo de recursos comunicativos, como la expresión verbal, la expresión escrita, la expresión afectiva y la expresión corporal. O sea, enseñar a vocalizar con claridad, a comprender lo que se lee, a escribir y hablar en diferentes idiomas y sobre todo a escuchar.

      El auto-conocimiento es una necesidad básica, y el formato de la escuela es un buen lugar para comenzar a desarrollarlo. Ahora, si la aspiración de la escuela es formar individuos plenos y emancipados, debería saberse que tiene un artero competidor. Se trata de otra “escuela”, que se mueve en sentido opuesto, impartiendo una educación contraria a la anterior: es la “educación” publicitaria comercial, que en lugar de interesarse en que nos individualicemos nos alecciona a cómo “clonarnos” (al conjugar juntos el verbo comprar). Por este motivo sería útil que aquélla ayudara a contrarrestar sus vectores virulentos, enseñando  por ejemplo que el tiempo libre puede ser más provechoso si se lo dedica a cosas como el ejercicio físico, la meditación o la autocrítica y no al cultivo del  entretenimiento consumista (que consiste en pasarlo indolentemente jugando con el teléfono móvil o paseando en un centro comercial) y que descubrir los secretos del mundo no consiste en hallar las ofertas “50% OFF” en los escaparates de las tiendas. En suma, revertir los principios de esa educación apócrifa y convertirlos en una verdadera educación, enseñando cómo resguardarse ante la erotización de las imágenes que percibimos habitualmente, de la dominación por la difusión del miedo,  de la escasez de amor, del bulo y las fake news que nos engañan diariamente, del hombre de paja[10] que nos embute productos que adquirimos sin necesidad, y de la demonización del oponente, tan común cuando se separa la pareja parental.

 

11. La pista de DESPEGUE Y ATERRIZAJE.

Creyó que ya estaba llegando a la salida, cuando se encontró con una explanada descomunal. Era una pista de despegue y aterrizaje. A quienes se aventuraban a levantar vuelo, un funcionario entregaba diligentemente un libro de instrucciones para comandar su nave y un equipo de paracaídas para todo aquel que se arrepintiera en mitad de la travesía y quisiera regresar. Y en efecto, pudo ver a muchos individuos iniciando su despegue con hidalguía, a otros con miedo a levantar vuelo y a algunos  que, después de transitar por el aire unos pocos metros, caían estrellándose contra el suelo. Sobre el costado de la pista había un grupo reducido de personas que daban ánimo a los indecisos, e inclusive algunas de ellas tomaban de la mano a los más temerosos animándolos a despegar. Pero no podían dejar de oírse las silbatinas y abucheos de una horda de observadores displicentes que conminaban a los aspirantes a deponer su esfuerzo, a mantenerse estáticos e incluso a retroceder.       

      Actualmente el hogar (llamémosle por defecto, casa-habitación, centro de acogida o simplemente punto de referencia espacial) no está operando como marca educacional, es decir del mismo modo que cuando no existían las escuelas y la educación era un acto intra-familiar o como apoyo a la escuela a partir de que ésta pasara a ser un asunto estatal.  Por el contrario, hoy es común que funcione —sobre todo para los menores— solo como lugar de dormitorio eventual (y a veces, incluso como insalubre madriguera, cuando no como trampa mortal). Por eso es comprensible que muchos individuos huyan cuando pueden. Pero lo que es inaceptable es que también huyan de la escuela, perdiendo así la conexión con el único disponible cable a tierra y factor de protección. Sobre todo porque quedan así “en banda” porcentajes significativos de chicos a quienes se les dificultará seguramente alcanzar como adultos un estatus personal y ocupacional importante (o al menos, aceptable).  A este fenómeno de deserción se suma el hecho de que muchos cuidadores (padres, principalmente), frustrados porque su alta dedicación a otras ocupaciones (o su incapacidad como tutores) les impide constituirse como  “superhéroes” de sus niños, reaccionan rivalizando burdamente con la acción educadora de la escuela, poniendo a éstos ante una disyuntiva sin igual: por un lado reconocer la autoridad de los educadores escolares (a los que intuyen como salvadores), a la vez que su afectividad los impele a no traicionar el bando parental.

      Por ese motivo, parece conveniente replantear dos niveles de vínculos que relacionan a la escuela con la comunidad. Por un lado, la compatibilidad entre escuela y grupo cercano de convivencia, para crear una nueva forma de coexistencia, firme, colaborativa (y sobre todo, pacífica) en la que el más favorecido sea el educando y de la que todos (maestros, padres, vecinos, y finalmente todos los ciudadanos) saquen provecho. No se trata de implementar una escuela de puertas abiertas (así como tampoco continuar con una de puertas cerradas), sino un concepto más amplio de institución educativa integrada por todos aquellos comprometidos con un crecimiento saludable y maduro de la sociedad. Aun sin alcanzar una meta tan ambiciosa, la escuela debería continuar afianzándose  como un radar siempre atento, siempre vigilante para advertir y señalar (aunque por ahora esté imposibilitada de intervenir correctivamente) lo que, puertas afuera, el educando no haya podido (por negligencia, desidia, comodidad, inoperancia, prejuicio o simplemente ignorancia) encontrar. Por supuesto la escuela no puede (de momento) escapar al  programa oficial; pero he aquí la gran ventaja que aportó la pandemia de COVID-19: otros actores que en ese momento (fundamentalmente por tener que recalar a la fuerza en sus casas) se vieron obligados a actuar como profesores improvisados, descubrieron que podían “salirse del libreto” porque ¡era justamente a ellos! a quienes competía esa parte del guion en la educación de sus hijos y no a la escuela que, desde antes de la pandemia se había esforzado sin demasiado éxito en encarnarlo. La comunión sinérgica entre escuela y sociedad se volvió a revelar, en estas  circunstancias, sumamente ventajosa. 

      Existe un punto álgido que a mi juicio se debería tratar: hoy en día, la actuación de un único docente a cargo de un aula parece anacrónica. Si antiguamente un solo maestro era suficiente para dominar (sic) a un grupo de individuos que, por acatamiento a su autoritarismo se mantenía juicioso (o sea, callado y obediente) atendiendo a su alocución, en la actualidad esto no se ajusta a una práctica educativa que aspire a contemplar las necesidades particulares y los tiempos de aprendizaje de cada educando. Eso ha derivado  en que el profesorado, abrumado por su inoperancia se haya vuelto intolerante hacia sus alumnos, volcando (inconscientemente) sobre éstos la culpa de su mala gestión. Al punto que muchos de éstos hayan pasado en masa a ser “diagnosticados” (¡y medicados!) con shockeantes cuadros de TDAH, TANV, TEA, TEL[11] (y otros efectos malignos). Sin embargo, lo triste y contradictorio del caso es que al mismo tiempo se continúa (en todo ámbito)  manteniendo la permisividad  respecto a los “virus” que provocan dichos cuadros y que  continúan pululando libremente, infectando más letalmente que la pandemia: carencia de contención afectiva, híper-sedentarismo, pésima alimentación, exposición ilimitada a las pantallas electrónicas, falta de supervisión  adulta y de ejemplos positivos de civilidad.

      En nuestro país, siempre fue la familia la primera escuela y la escuela el segundo hogar, pero esto ha cambiado: ahora para muchos la familia no existe y la escuela es su único hogar. (Incluso la vieja ilusión de tener hijos parece estar en vías de desaparecer.) Criar niños y adolescentes se ha convertido en un problema que la escuela se ve obligada en parte a resolver (aunque la patria potestad continúa siendo dominio de los padres). Pero la idea de familia (que no sabemos si responde a un gen biológico o a un “gen” cultural[12]) no solo es evocada insistentemente en cada individuo (sobre todo cuando se carece de ella), sino replicada en las ciencias sociales como referencia, lo que lleva a cuestionarnos también por este lado si acaso sería más lógico que la tarea formativa llevada a cabo en la escuela fuera, no comandada por una figura uni-focal como la de una maestra o un profesor (o una metáfora de la madre), sino por un equipo de docentes. De esa manera al educando le sería posible tomar contacto con aquellas situaciones propias de una familia, no disponibles para él en otro lugar. Es decir, presenciar de buena fuente (porque su profesionalidad los habilita) cómo se comportan aquellos adultos que verdaderamente educan: cómo conviven sin agredirse y sin competir entre ellos, cómo asumen y comparten su responsabilidad hacia sus niños y se toman el trabajo de ayudarlos a crecer. Eso sería el ideal. (Pero generalmente  es el presupuesto el que comanda, y no el ideal de la Educación.)

      Aunque siempre haya tendido a serlo, parece un sueño irrealizable concretar a la escuela como centro de operaciones culturales funcionando colaborativamente con el grupo de convivencia cercana de sus  matriculados y el resto de la comunidad. Pero a partir  de la pandemia (y al igual que como sucedió con otras instituciones que congregan asistencia masiva), al ser necesario restringir el  contacto físico y reducir la movilidad, su centralismo edilicio se reveló inoperante para cumplir este cometido. No obstante, al tener que practicarse una forma híbrida de enseñar (alternando la educación remota con la  presencial), se descubrió que puede ser más eficiente un concepto de escuela que funcione en forma dual: una parte como base de intervenciones educativas presenciales y otra como sede de múltiples departamentos orbitando online a su alrededor.

      Ahora, de generalizarse la educación semipresencial debemos tener en cuenta un aspecto a dirimir. Si el sistema de evaluación y pasaje de grado tradicional se basa en la certificación de los aprendizajes adquiridos, distribuidos según un avance por niveles o edades y registrados eficientemente en la libreta de calificaciones del profesor, es posible que una educación no presencial, fuera del alcance de un registro comprobable, distorsione dicho sistema haciendo que pueda haber educandos más avanzados que otros en una  misma camada, sin que se los pueda diferenciar. Es decir, de afianzarse dicha tendencia se haría necesario un estudio pormenorizado y actualizado acerca de cómo llevar a cabo una evaluación de los avances académicos (o si es pertinente hacerlo), así como del otorgamiento de credenciales para quienes deseen continuar con una educación superior.  Pero atención: en este punto es que podemos (o no) perder el control

      Pero vayamos más allá. Al intentar evaluar en forma remota los saberes adquiridos durante la pandemia, se llegó a un punto ciego en el que, en algunos casos se tuvo que dar como válidas pruebas que no garantizaban haber sido realizadas por el suscriptor. Entonces, deberíamos preguntarnos si, ante una dudosa forma de acreditar los avances académicos, y  de una tendencia cada vez más acentuada a cambiar el conocimiento parcelado por un conocimiento global (impulsada por el auto-abastecimiento, libre e irrestricto de información), tal vez la escuela en lugar de mantenerse como un sitio estructurado rígidamente como lo es en la actualidad debería transformarse en un recorrido educativo básico, exhaustivo, inclusivo y obligatorio para todos por igual (o sea, sin salirse de la política educativa del Estado), pero que en lugar de insistir en transmitir lo que cada uno puede obtener por su cuenta, se enfocara en enseñar intensiva y efectivamente lo que más se necesita hoy en día para dominar este mundo caótico, atiborrado de información: el cálculo, la lecto-escritura y la comprensión de textualidades varias. Aunque para esto habría que modificar demasiadas cosas. Sobre todo, la creencia de que se “es” en función de la cantidad de hojas de la carpeta del currículum. (De todos modos, el interés del verdadero educador no es frenar el aprendizaje, sino propulsarlo.)

 

12. EL CARRUSEL: Vueltas y vueltas, sin parar.

Aquel carrusel era increíble. Giraba sin parar. La gente se trepaba a él sin que detuviera su marcha y se descolgaba en la misma forma. La vuelta era muy pero muy larga y cubría una circunferencia imposible de calibrar, y según en qué momento preciso de la misma uno se subiera, vivía una instancia particular de la historia de la Humanidad. En algunos puntos del recorrido las personas estaban felices y disfrutaban de un cielo despejado, en paz. Se reían y tendían sus manos para ayudar a otros a subir. Pero en otros tramos el cielo se ensombrecía, la violencia irrumpía y todos se agredían entre sí. Hombres mataban a otros hombres, sin un motivo válido para tanta maldad. Azorado por tamaña insensatez, el caminante  preguntó al maquinista de aquella rueda colosal por qué no eliminar del recorrido aquellos puntos desgraciados. Después de todo, quienes habían transitado por lugares bienaventurados ya conocían mejores formas en que la vida podía transcurrir. Pero éste, con honda resignación le respondió: “Lo he intentado, pero los hombres son así; la rueda no tiene punto de partida ni de llegada, por eso es que la gente al rodar en ella se olvida del punto de donde partió.”

      Egresar de un centro educativo es sinónimo de haber culminado el ciclo necesario de educación, y las credenciales obtenidas habilitan teóricamente para hacerse cargo de metas ulteriores. Sin embargo esto no es suficiente. ¿Por qué? Sencillamente porque el hombre solo admite un pequeño (por no decir, ínfimo) proceso de domesticación; el resto es indómito. Mientras a través de los siglos la tecnología supo avanzar de manera imparable, el sistema límbico humano ha permanecido intacto, oculto en su caparazón (aunque mande órdenes  permanentemente, en secreto hacia el exterior). Esto significa que, aunque la tecnología haya evolucionado linealmente desde el cuchillo de piedra hasta el más sofisticado ordenador, el salvaje instinto primitivo del hombre no ha movido la aguja y al contrario, parece siempre esperar agazapado el momento justo para deshacerse de su disfraz cultural. 

      La trayectoria histórica de la Humanidad no es una carrera de relevos, y ningún hombre la prosigue donde se detuvo el anterior. Cada nueva generación, ataviada con su ropaje ocasional inicia su propia trayectoria sin insertarse en un camino recto y evolutivo, sino en una rueda que “avanza” cíclicamente, alcanzando máximos más o menos altos en los que cree llegar al summum de su vida, y mínimos más o menos bajos en los que vuelve a caer en las mismas trampas, tocando fondo al igual que cualquier generación anterior. Existen trampas tan antiguas como el mundo, que permanecen ahí, detrás del telón de los tiempos, prontas para irrumpir ante el menor descuido. Y el ingenuo viajero cree que, por haber sido pisadas por otros antes que él,  está libre de volver a pisarlas.  La consigna del “nunca más” aplicada a épocas oscuras (de guerras despiadadas, de intolerancia religiosa, de esclavitud, racismo, despotismo, y otras barbaridades históricas) es solo una expresión de deseo que por sí sola no tiene posibilidades de fructificar, y hechos terribles se repiten ciclo tras ciclo tomándonos inadvertidos como si fueran novedad. Solo una intervención educativa persistente es capaz de mantener actualizado ese deseo para no volver a caer, al  paso de cada vuelta de siglo y solo porque se puede, en una deshumanización aberrante.

      El proceso educativo abarca dos grandes ramas del saber: por un lado la  enseñanza de contenidos concretos, la estimulación de habilidades y el incentivo a descubrir. Por otro está la educación propiamente dicha, que abarca el proceso de humanización del individuo y su inclusión en la sociedad. Esta última, que tradicionalmente era desempeñada por padres y familiares, en la actualidad es en gran medida llevada a cabo (aunque, informalmente) por la institución escolar. De ahí que en los últimos tiempos, para asegurar una mejor asimilación de los contenidos académicos durante la permanencia de los alumnos en las aulas, maestros y profesores se hayan visto exigidos, de buenas a primeras, a enseñar además hábitos de comportamiento (como escuchar mientras otro habla, no apropiarse de los útiles ajenos, y más). Sin embargo, por más meritorio que sea el cuerpo docente, al no contar con el refuerzo necesario de parte del grupo de convivencia del alumno, falla sin remedio.

      El hombre parece no poder desembarazarse de su violencia intrínseca; envidia, celos y  ambición comandan su existencia y se ve obligado a vivir su vida como rehén de sí mismo, sofocando sin pausa su mala praxis social. Su lucha interior es incesante, ya que debe correr por su vida sin cejar en su esfuerzo por ahogar su agresividad ingobernable y su sed de poder (más aún cuando una propaganda incansable lo acucia a sucumbir a su debilidad y a fundar su éxito  en el fracaso de los otros). Como es sabido, el organismo humano produce energía, la cual es aplicada en diversas acciones de  su fisiología (como por ejemplo producir calor corporal o asimilar el alimento), y que al ser canalizada y “tocar tierra” a través de medios adecuados para hacerlo, no representa una amenaza para la comunidad. Pero en caso de no disponerse de dichos medios, ésta puede llegar a ser descargada en forma violenta, impulsada por esa contrariedad. De ahí la importancia de desarrollar la inteligencia cinestésico-muscular así como la espacial (es decir, practicar gimnasia, deportes, artes escénicas y más), las cuales de paso colaboran en contrarrestar los efectos nocivos resultantes de la inmovilidad  y la pasividad, propios de la atención estática a la que nos acostumbra el uso de la tecnología. Si bien una de las principales funciones de la escuela consiste en socializar la educación, otra consiste en educar la socialización, especialmente en enseñar a resolver las situaciones críticas sin violencia.      

 

13.  El puente colgante: LA VEZ EN QUE (CASI) SE PIERDE EL HUMANISMO.

Casi al final del recorrido, el caminante se vio de golpe ante un despeñadero  abismal. Para cruzarlo era necesario pasar por un precario puente colgante, apenas sujeto en sus dos extremos por dos cuerdas que oficiaban de barandas y que se balanceaban con el menor soplo del aire. Su pasarela, compuesta por un larguísimo tablón de madera, era tan estrecha que apenas permitía mantener el equilibrio encima de él. La gente que intentaba pasar de un lado a otro procuraba con todas sus fuerzas mantenerse asida a aquellas cuerdas para no caer al vacío; aun así, algunos se abalanzaban sobre aquel inestable maderamen atropellando a otros, y de ese modo  se desbarrancaban por el precipicio arrastrando tras de sí a quienes pretendían aventajar. Entonces, preocupado por su vida, el caminante preguntó a alguien que estaba por cruzarlo si era absolutamente necesario atravesar aquel puente o podía quedarse de ese lado, a salvo, sin exponerse a caer. Su interlocutor no le respondió con palabras; apenas le señaló con el dedo un cartel en la cabecera donde se indicaba el motivo por el cual debía pasar por él; en éste podía verse una flecha apuntando hacia el otro extremo del puente y un texto que indicaba: “Hacia la humanidad”. 

      Sin duda, la pandemia marcó un punto de quiebre en el funcionamiento de nuestra vida. Del mismo modo en que al retirarse la marea queda sobre la franja costera  una resaca espesa que enreda nuestros pies dificultándonos el caminar, la oleada de COVID-19 también dejó a nuestras orillas un residuo complejo de procesar. Principalmente nos demostró (una vez más) que, contrariamente a lo que algunos suponían, los humanos no somos seres magnánimos e invulnerables, sino falibles y frágiles ante la soberana fuerza de la adversidad. Y nos hizo caer en la cuenta de que ciertos preceptos señalados con el dedo como formas veladas de agresión a las libertades  individuales (como obedecer órdenes, seguir directivas, renunciar a privilegios, o anteponer el interés  colectivo al interés individual) no constituyen  afrentas cuando son axiomas de un programa específico para hacer frente a una  contingencia (nacional o mundial), y que acatarlos en casos extremos como este puede hacer la diferencia entre un estado de salud colectiva o la peor tragedia mundial. Por eso la escuela debe seguir distinguiendo la diferencia.

      La pandemia también nos enseñó que el servicio social es imperecedero. El esfuerzo por sacar adelante a un grupo humano no finaliza nunca (por la sencilla razón de que no tiene una meta material a la cual llegar); es un trabajo continuo. En este sentido, la escuela es un lugar apropiado de apertura hacia la sociedad, en el cual aprender y practicar (en forma de voluntariado, o no) la ayuda humanitaria. (Y donde de paso se aprendan la humildad y el orgullo de ser solidarios con los demás.) A veces las instituciones escolares (particularmente las estatales) son deficitarias y necesitan el apoyo económico de sus usuarios para sostener su accionar. Por eso son bienvenidos los grupos (organizados o no) de benefactores,  las donaciones de tiempo y de dinero, es decir la presencia desinteresada de actores cuyo aporte material o intelectual pueda servir al éxito de su gestión.  En cuanto a la locación de la escuela, esta nunca ha parecido ser lo primordial, aunque su dignidad redunda en la dignidad de su mensaje: «eres una persona valiosa», o «apenas me interesa tu educación». Recordemos que una profesión cualquiera podría teóricamente llegar a aprenderse en los libros, sacando información de Wikipedia o siguiendo al pie de la letra los manuales de Youtube; sin embargo, a ser  un valioso ser humano solo se aprende habitando  ambientes humanos al lado de seres humanos de verdad.  

 

14. La salida: EL AIRE LIBRE

Cuando divisó la puerta de salida, se dirigió presuroso hacia ella. Era majestuosa. Parecía  mucho más grande que aquella otra por la que había ingresado y se sintió importante cuando la atravesó. Al poner un pie fuera de aquel edificio, respiró complacido. Se sentía liviano, libre como el aire,  pero a la vez fuerte, seguro, con los pies sobre la tierra. Caminó unos pocos pasos antes de decidir qué camino tomar. Afuera, el cielo se estaba oscureciendo y se avecinaba una tormenta feroz. Las personas corrían en todas direcciones. Unas chocaban contra otras sin saber a dónde ir. Otras gritaban desaforadas buscando refugio o quien las pudiera socorrer. Para asegurarse de que a sus espaldas conservaba aún un resguardo, el caminante volteó y miró hacia atrás; pero el edificio había desaparecido. No obstante, por primera vez no se sintió atemorizado; ahora conocía el camino hacia su emancipación.

      Rememorar el pasado es repasar la bitácora del viaje. Si éste nos ha llevado a buen puerto ha valido la pena, y en caso contrario ha sido una pérdida de tiempo y energía. Antes de preguntarnos a qué escuela deseamos volver, podríamos preguntarnos si después de la pasada experiencia de aislamiento obligatorio, de “contacto” impersonal, de geniales improvisaciones, de pedagogía insólita, de misofobia extrema, y de liberación respecto a los límites físicos del aprender, realmente se desea volver a la escuela. Es decir, si después de la comodidad de tomar clases en pijamas, sentados en el sofá de la sala, de tener como ayudantes de cátedra a los propios padres y de alternar la pantalla del videojuego con la de la clase virtual, se desea realmente retomar la incomodidad de salir en las mañanas frías, subirse a un bus atiborrado de pasajeros (o a un caballo), permanecer tieso por varias horas en un duro asiento y compartir el aire con una treintena de pulmones inhalándolo y exhalándolo dentro de un mismo salón. Pero a pesar de los contratiempos, las marchas atrás, las idas y venidas, y los ensayos fallidos o exitosos, es probable que nadie desee renunciar a esa experiencia única e irrepetible de su niñez y adolescencia que lo marcará para siempre. Solo que tal vez cada uno exija nuevas condiciones y servicios.

      Es cierto que una educación semipresencial aliviana los gastos de mantenimiento de los locales escolares (ya que es posible ahorrar en insumos varios y en personal). Por otro lado, aumenta el desembolso para cada usuario (compra y actualización de las computadoras, consumo de energía eléctrica y gastos de conexión a la Internet), aunque también disminuyen sus gastos de traslado, uniformes y otros ítems requeridos por la actividad presencial. Por eso, parecería razonable hacer un estudio de costo/beneficio para dilucidar cuál escuela se ajustaría más (económica y socialmente hablando) a nuestra realidad nacional. El capital cultural es inmaterial, pero más potente que cualquier otro pletórico de armas o dinero, por lo que en países de desarrollo económico modesto como el nuestro, debería ser prioritaria la inversión en crear oportunidades para que todas las personas alcancen su máximo potencial. Contando con ese apoyo, “amasar una fortuna” (educativamente hablando) es en teoría viable para cualquier ciudadano (y con certeza, también redituable económicamente para él y su país). Es simple: la “caja fuerte” donde atesorar dicha fortuna es el propio cerebro, y la inversión inicial requerida  es apenas la férrea  voluntad.

      Aunque añorar la “vieja escuela” parezca un tonto romanticismo, es sabio mantener vigente lo bueno que ésta supo enseñar, y articular ese saber con el que instituye la emergente escuela post-pandemia. Solo que la ilusión del vanguardismo no debe engañarnos. Siempre se es “vanguardista”, porque el carrusel nos lo hace creer al girar ininterrumpidamente con cada generación. Aplaudimos entusiastamente los minúsculos cambios que se añaden en cada una de sus vueltas, pretendiendo que a través de ellos (¡ahora sí!) se hará del mundo un lugar mejor, al mismo tiempo que lamentamos todo lo que en su trayecto giratorio esa rueda deja que se pierda. No obstante, tampoco podemos guiarnos por el misoneísmo. A pesar de que lamentemos abandonar  aquel estatus quo pre-pandemia, debemos tener en cuenta que, a pesar de la incertidumbre que ocasiona, de lo incógnito de lo que vendrá y del angustioso estado de preocupación en que nos coloca el temblor del piso bajo nuestros pies, a veces es positivo apostar por aquella creación que emana fortuitamente de un caso de excepción. (Ciertamente, de lo inesperado es que han surgido históricamente las creaciones más trascendentes.)

      Para el caminante del mundo “no hay camino; se hace camino al andar”. En un momento histórico de crisis como el actual, en el que los usuarios tienden por un lado a rechazar la educación formal (porque ésta no puede prometerles, como otrora un futuro asegurado) y por otro temen a la deconstrucción de aquella estructura clásica que les transmitía normalidad, es bueno que la escuela, con los ajustes pertinentes a esta inédita situación, pueda re-posicionarse felizmente. No importa si con otra apariencia física, siempre y cuando continúe conservándose como sólido e intangible referente y enarbolando, como siempre, la bandera de la Educación como el principal operador de seguridad mundial.

 

Nora G. Sisto 

Octubre, 2021

 

Notas: 

[1] Entender cabalmente.

[2]Intercalar en una estructura lógica.

[3] Plan Ceibal, instaurado en el año 2007 en Uruguay dentro de un marco político de facilitación del acceso de cada ciudadano a la tecnología. 

[4] Capitanes y Polizones, 2017.

[5] Se habla de daño antropológico cuando la persona deja de sentir aprecio por su propia vida, cuando pierde la conciencia de sí misma como obrera de su destino y  se abandona a los dictámenes con que la someten fuerzas de dominación obligándola a hacer y pensar de una manera dirigida.

[6] “El Mago de Oz”.

[7]    “La ciudad de Leonia se rehace a sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones recién sacados de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas todavía sin abrir, escuchando los últimos sonsonetes del último modelo de radio.  En las aceras, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro de la basura.” (2020, 125)

[8] “…basta recorrer un semicírculo y será visible la faz oculta de Moriana, una extensión de chapa oxidada, tela de costal, ejes erizados de clavos, caños negros de hollín, montones de latas, muros ciegos con inscripciones borrosas, armazones de sillas desfondadas, cuerdas que solo sirven para colgarse de una viga podrida.” (2020, 117)

[9] Capitanes y Polizones, 2017.

[10]La falacia del hombre de paja (o del espantapájaros) nos convence de  que es posible engrandecer el producto que se promociona (que puede ser inclusive un candidato al gobierno), aun a pesar de su irrelevancia, con solo  hacerlo resaltar sobre las cenizas (convenientemente quemadas y pisoteadas) de sus oponentes.” (Capitanes y Polizones, 2020)

[11] Trastorno por déficit de atención e hiperactividad, Trastorno de aprendizaje no verbal, Trastornos del espectro autista, Trastorno específico del lenguaje.

[12] Un “meme”, según la teoría de Richard Dawkins.