El polvorín interior

Las municiones acopiadas en nuestro cerebro y la manipulación de su eclosión.

Odoo CMS - una imagen grande

En una de sus tristemente recordadas frases célebres, Hitler nos revelaba el «secreto» de su  poder: las multitudes (además de ser femeninas y estúpidas) son dominables por medio de la emoción, en particular, mediante el odio y el miedo. A pesar del razonable desprecio que  pueda  merecer, tanto el contenido de esa frase como quien la pronunció, visto el resultado de la estrategia mencionada podemos, sin embargo, corroborar lo aterradoramente efectiva que ha sido la misma. Tanto, que con el paso de los años ha llegado a convertirse en ejemplo (lamentablemente aprendido y replicado por muchos «estrategas») de cómo, a través de sugestiones malignas (en este caso  el odio hacia una parte de los conciudadanos y el miedo a perder una ilusoria perfección racial) es posible manipular el pensamiento y la disposición de los individuos hasta llevarlos a creer (y a hacer) lo que sea. Pero este no ha sido, lamentablemente, el único caso. Ni tampoco lo será.

Los seres humanos poseemos un recurso energético que es el que nos permite existir. Un «polvorín» interior munido de «armas» vitales de corto y largo alcance que nos respaldan para encarar y acometer el mundo. Esta energía de vida es inofensiva para otros, pero al ser manipulada puede convertirse en agresión.

La vulneración psicológica de las personas y su concomitante industrialización se han revelado como algo relativamente  sencillo, ya que han sido y continúan siendo llevadas a cabo con éxito. Aparentemente porque los humanos tendemos (con la facilidad suficiente) a dejarnos convencer, tanto por aquel que levanta la voz como por el que sentencia con contundencia, o por quien nos promete aquello que íntimamente deseamos con fervor (aunque en sendos casos se trate de algo de lo más inverosímil). La estrategia consiste en presionar con destreza cualquiera de nuestros puntos de inestabilidad para producirnos así un «tambaleo» que nos obligue a recuperar la estabilidad. Y generalmente la recuperamos, solo que a través de una vía específica, prevista y controlada por el desestabilizador.

Es decir, se trata de capturar industriosamente nuestras debilidades y emociones para después manufacturarlas dentro de una usina psicológica, una trampa (generalmente de orden político, religioso o comercial) que las reorganizará en base a una logística artera y deliberada. ¿Pertenece usted a una minoría desplazada? Su partido político «amigo» puede encargarse de usted. ¿Se siente usted amargado por no poseer lo que desea? Su producto comercial «amigo» puede encargarse de usted. ¿Está usted deprimido o descorazonado? Su religión «amiga» puede encargarse de usted. Ahora, para todo esto usted deberá cumplir con un requisito imprescindible: debe entregarnos su alma. Y su tarjeta de crédito también.

Cuando los religiosos de la antigüedad descubrieron el poder que podía llegar a tener la incorporación del más allá en el mapa mental de las personas, eso dio lugar al comienzo de una ingeniería espiritual que supo captar (principalmente mediante la amenaza del castigo divino) la credulidad de una ingente cantidad de individuos que no pudieron menos que sucumbir a tal autoritaria majestad. Más adelante, también el consumismo aprendió a aislar meticulosamente aquellos  puntos álgidos o «botones» que había que accionar en la mente de un individuo para hacerlo movilizar y reaccionar en provecho propio (el del consumismo, no el del individuo). Entonces se encargó de moldear sentimientos como la envidia, la codicia y la competición para su propio beneficio, pero sin tomarse el trabajo de medir el costo que esto podría traer a los involucrados. Algo similar ha venido ocurriendo con los partidos políticos.

Aparentemente es necesario mantener a las personas en un continuo movimiento, en un perpetuo estado de ansiedad, en una frenética militancia para que se vean apremiadas a venerar a algo o a alguien, o a consumir. Mantenerlas en un ejercicio sin pausa de reacción a la provocación, de respuesta a la seducción, de búsqueda de satisfacción (o  insatisfacción) ante el estímulo, para que su atención, sin importar su pensamiento, se enfoque dinámicamente en un determinado objetivo de consumo (ya sea material o espiritual).  Ahora bien,  esta manipulación emocional que en general parece pasar inadvertida para los ciudadanos, constituye una situación de violencia, ya que se trata de la aplicación de una fuerza exterior (de provocación,  seducción o estimulación forzada) sobre un individuo, la cual produce en este una presión de respuesta inmediata.

Si en esa vorágine se exacerban los deseos de posesión y de predominancia (es decir, de ganarle al otro la pulseada a toda costa), estos convertidos en prepotentes, pasan a comandar el polvorín interior alineando sus armas disponibles, pero no para aplacar o contener civilizadamente dichos deseos, sino para gratificarlos. Y como condimento adicional, en esta cultura desatinada quien no sea capaz de responder asertivamente a las presiones a las que esta lo somete, corre el riesgo de no ser considerado una persona normal. Solo recordemos que la agitación sin propósito no tiene ningún valor. Es solo gasto de energía.

Sin embargo, a decir verdad parece impracticable el mantenerse estoico mientras somos acuciados por un irreprimible deseo de posesión, o golpeados por el deslumbre de otros. Ante el resplandeciente 0km de nuestro vecino, la pareja despampanante de nuestro conocido o la rebosante cuenta bancaria de nuestro empleador, se hace difícil mantener la compostura. Y entonces irrumpen en nuestra mente reacciones desafortunadas, como las de rechazo, desconfianza y deslealtad.

Si bien en un tiempo pasado las prácticas educacionales estaban enfocadas en mantener especialmente  trancados dichos botones para evitar posibles desbordes de inestabilidad emocional, ante la embestida insistente de una práctica (comercial, política, religiosa) mercenaria, un individuo hoy necesita prestar más atención que antes, para evitar trastabillar al ser invadido por sentimientos de impotencia, depresión, inseguridad o  infelicidad.  Es decir, debe mantenerse alerta para que  su  arsenal emocional no tienda a reaccionar explotando  estrepitosamente sobre el resto del mundo, o implosionando, aniquilándolo desde dentro, carcomiendo oscuramente su recóndito interior. Por eso, cada vez más se necesitan psicólogos que ayuden a las personas  a  recomponer escenarios catastróficos. Esto también es violencia.

Al hombre de otras épocas era bastante fácil controlarlo manipulando su vergüenza. La posibilidad de ser atrapado en actos (o pensamientos) vergonzosos era una amenaza superlativa que este tenía necesariamente que controlar. Tanto es así que comúnmente prefería la muerte antes que afrontar el escarnio público o verse rechazado por familiares y allegados. Y en esos casos, el obediente polvorín interior tenía dos opciones: devenía dócilmente en «pólvora mojada» y aceptaba el castigo designado, o se ocupaba de autodestruirse y con él a su vergonzoso portador, para evitarle el sufrimiento.

Pero estos venenos emocionales que intoxican a quienes los ingieren o los asimilan por ósmosis, parecen sin embargo poco incidir en el deterioro de las relaciones interpersonales, a diferencia de otros, como el miedo y el odio, que sí son potenciales productores de violencia social. Porque surgen en los individuos como respuesta ante cierta proyección agresiva que personas, situaciones o cosas parecieran emitir hacia ellos, generándoles así una espontánea hostilidad, o una rispidez maquinada.

Estos sentimientos, tan potentes como inestables, son los que al irrumpir en el polvorín interior lo encienden como una yesca, haciéndolo estallar en conflictos no solo interpersonales (como el sectarismo o la xenofobia), sino en otras «enfermedades» capaces de desembocar en una «pandemia» cultural.

El polvorín interior es un recurso de supervivencia y no  uno de destrucción universal. Por eso se debe respetar y conservar su potencial agresivo (en el buen sentido) para mantenerlo operativo al momento de sortear situaciones de real y justificada pertinencia  humana. En la medida en que pueda educarse, ya sea en la detección así como en el tratamiento de factores de distorsión personal y relacional, el grupo humano podrá continuar manteniendo su intrínseca (y productiva) condición gregaria.

 

Nora Sisto

Marzo, 2024