El racismo es negro

La ilusión de que existe una humanidad genuina y otra falsa.



Ser una persona plena es la aspiración principal de la mayoría de los seres humanos. Por eso, la preocupación no solo de ser sino de aparentar ser (o sea, poder exhibir públicamente que se tiene la autorización para serlo) ha constituido generalmente una profunda motivación para quienes aspiran a ser (y a ser considerados por los demás) personas «verdaderas». Y todos los seres humanos deberían cristalizar esa aspiración. No obstante, estandarizaciones burdas (e injustificadas) de las personas, basadas en sexo, raza, fisonomía, capacidades o inclusive credo filosófico o religioso, han sabido provocar una desfiguración sistemática demasiado grosera de la sociedad, llevando a que individuos que, con la inocencia propia de creer en sí mismos, dejaran de hacerlo, incluso llegando a cuestionarse, o hasta negarse el derecho a vivir, por no considerarse legítimos «seres humanos de calidad».

En algún que otro momento histórico, aquellos individuos «diferentes» (diferentes de aquellos otros a los que se consideraba individuos «normales») fueron sistemáticamente excluidos de la sociedad. Algunos de ellos perseguidos y descartados violentamente (como a los acólitos de religiones divergentes, los de «otro color» y los «desviados» sexuales), y otros silenciados mediante un mudo desprecio (como a los enfermos psiquiátricos, los deformes, e incluso las mujeres), todos ellos por unanimidad considerados no merecedores de participar en una sociedad que, con aspiraciones de vano perfeccionismo, los negaba rotundamente. Debido a eso, todos ellos tuvieron que sobrevivir en la oscuridad o morir echados al trastero infame de los «desechos» del mundo.  

El miedo a dejar de ser uno mismo es un miedo irracional, pero lo cierto es que se trata de un efecto con el que nos trampea nuestra psiquis. Ese miedo a convertirnos en quien no deseamos se apodera generalmente de nosotros cuando estamos en presencia de alguien «diferente». La presencia de individuos discapacitados, pertenecientes a otras etnias o incluso feos según nuestro canon cultural de belleza, es decir, individuos de fisonomías disímiles a la nuestra nos pone en alerta (y también en estado de hostilidad). Porque esa presencia actúa como un espejo en el cual nos miramos. Y al estar orgullosos de nosotros mismos, la sola idea de mutar en otro «tipo» de persona  puede llegarnos a agobiar.

El término «xenofobia» proviene del griego xénos (extranjero) y phóbos (miedo), por lo tanto significa «aversión a lo diferente». Este síndrome tal vez no habría aparecido en el catálogo psicológico humano si no se hubiera impuesto la teoría de que «todos somos iguales», premisa falsa que solo sirvió para que cada individuo tendiera a aliarse con sus «iguales» y temiera a sus «desiguales», privando de ese modo a estos últimos del respeto que merecería su diversidad. En ese  sentido, la xenofobia podría explicarse por el temor al «contagio» con el cual «lo diferente» pudiera infectar o contaminar, es decir, pudiera sacar al individuo del nicho de seguridad en el que su autopercepción de perfección humana lo protege. Pero lo cierto es que no somos todos iguales,  y la diversidad merece respeto y no miedo o repulsión.

Tal vez vendría bien diferenciar algunos conceptos para aclarar la situación. Por un lado está el APELATIVO (como «negro», «judío», «pelado», «enano») con el cual es frecuente apodar a las personas (a veces en carácter peyorativo y muchas más en sentido familiar), y otra cosa bastante diferente es la PRIVACIÓN POR SER (negro, judío, pelado, enano). El apelativo puede ser tanto intrascendente como ofensivo, dependiendo del grado de autoconocimiento y autoestima de la persona que lo recibe. Ahora, la «privación por ser» es la verdadera discriminación. Si alguien a una persona la llama «gorda» o «homosexual», esta podrá asimilarlo de diferentes formas: por ejemplo, si no constituye un complejo personal limitante, se pasará tal apelativo como se dice vulgarmente por entre las nalgas, pero por el contrario, se considerará  agredida si dicho apelativo refuerza un complejo de inferioridad. En cualquier caso, se tratará  de un asunto personal que únicamente cada cual por sí mismo (o con la ayuda de un psicólogo) podrá resolver.  Pero una situación completamente diferente es si dicha persona, ante una postulación (para un empleo, para un concurso, para el acceso a un club, para entablar amistad con alguien) recibe un rechazo «por ser » gorda u homosexual. En este caso estamos ante una cuestión de política social, porque dicho rechazo coarta sus posibilidades de desarrollo. Peor aún es cuando se acostumbra asignar  incompetencias infundadas, como por ejemplo «falto de hábitos de trabajo» o «sospechoso de delincuencia» POR SER negro, «débil de carácter» o «inconstante» POR SER mujer, «poco confiable» o «indefinido como persona» POR SER homosexual.

Afinemos nuestra memoria. En los EEUU hasta casi la primera mitad del siglo XX, a un nigger no se le permitía compartir los mismos «espacios humanos» que a los ciudadanos de origen (o aspecto) anglosajón. Le estaba vedado usar los baños públicos, subir a los autobuses, entrar a las tiendas y muchas cosas más. Tampoco se lo consideraba ciudadano. Eso era POR SER negro. Ni que hablar del repudio a las parejas interraciales bajo la creencia de que la progenie de una raza «pura» no debía  ser «contaminada» cruzándola con una raza «de menor calidad». Sin embargo, al día de hoy en muchas otras partes del mundo también se rechazan a un latinoamericano POR SER «latino», a una mujer POR SER mujer y a un homosexual POR SER homosexual.

El racismo es la creencia de que existe una raza de individuos superiores, y eso podría ser cierto si comparáramos por ejemplo a un hombre con un ratón. Pero esa inferencia es inaplicable entre seres humanos. Hace ya bastante tiempo que la «película» del mundo, que era antiguamente en blanco y negro, pasó a ser a TODO color. Y más precisamente nuestro pequeño mundo civilizado parece haber alcanzado (debería haber alcanzado) una cota suficiente de entendimiento como para comenzar a discernir los acontecimientos bajo algo más que dos ópticas contrapuestas. No existen individuos «caros» e individuos «baratos» según sus rasgos étnicos, genéticos o morfológicos. Un transexual no representa trans-conciencia,  trans-inteligencia ni trans-afectividad: o sea, no es trans-humano. Y un minusválido tampoco es ejemplo de minus-humanidad.

Se  ha vuelto costumbre discriminar a las personas por la misma «categoría de estigma», incluyendo a todas las coincidentes, en un mismo bolsón. Y a cada uno de dichos bolsones se lo llama «minoría». Esto es, aunque tienda a creerse lo contrario, la peor discriminación. Y como si fuera poco, existen  parcialidades políticas que se ocupan de manipular dichas minorías arrogándose la exclusividad de alzar la bandera de su reivindicación. Pero tengamos en cuenta que la discriminación es una mala praxis del ejercicio de socialización, una enfermedad social que no se «cura» con un tratamiento de protestas callejeras  (aunque estas sirvan para hacer efectiva su visualización), ni con decretos anti-discriminatorios que producen únicamente acatamiento sin convicción.  Tampoco se sanea con «cuotas» de inclusión que equivalen a administrar un «fármaco» en  pequeñas dosis (que al final resulta ser solo un tibio paliativo incapaz de desvirtuar radicalmente el statu quo del cuerpo social). Por el contrario, una sociedad discriminadora se cura con la gestión seria y exhaustiva de una política educacional que se ocupe de abolir prejuicios tendenciosos, así como de instituir la enseñanza de comportamientos empáticos, extensiva a todos sus integrantes.

La miseria humana es, métricamente hablando, tan estimable como la excelsitud. Y a pesar de que nadie quiera experimentar la primera, ambas son probabilísticamente factibles, por ser dos extremos de la calidad existencial. Pero no podemos creer que una vida miserable sea el sino destinado a individuos «depreciables» (o sea, de precio rebajado) por su fisonomía o su tipología personal, y el hecho de aceptar que quienes son considerados desechables sufran (o sean sometidos a sufrir) una miseria existencial, es tan injusto como nefasto e inhumano.

La población del mundo no está (y no debería pensarse que esté) compuesta, por una parte por una raza de individuos aptos, aceptados incondicionalmente para ejercer su condición humana en plenitud,  y por otro por razas marginales consideradas ineptas, rechazables y solo aceptables bajo estricta obligación, por conveniencia o por necesidad. ¡Bastantes son ya los hechos imparables, impredecibles  de la Naturaleza, como para que la especie humana se ocupe de agregar a estos otros incidentes, surgidos no de una contingencia inmanejable sino de una arrogancia estúpida que pretende suponer a unos individuos más o menos humanos que los demás! Ojalá llegue el día en que sin excepción nos consideremos unos a otros en igualdad de condiciones, solo POR SER humanos.

 

Nora Sisto

Octubre, 2023