El "Síndrome de Estocolmo" familiar

Cuando el grupo de convivencia en lugar de ser un sitio de acogida se convierte en un vil tirano.

 

Odoo CMS - una imagen grande

El Síndrome de Estocolmo fue planteado por el psiquiatra sueco Nils Bejerot para describir aquella reacción psicológica que desarrollan algunas víctimas de secuestro, que las lleva   a construir una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con su agresor. El caso más emblemático de este síndrome es el del secuestro en 1974 de Patricia Hearst, heredera de un imperio económico, que luego de ser liberada se unió a sus captores para participar de un asalto a un banco. Este síndrome fue extendido unos años más tarde bajo la denominación de “Síndrome de Estocolmo Doméstico” (o “síndrome de la mujer o el hombre maltratada/o”), para designar aquellos casos de violencia doméstica en los que un individuo agredido (generalmente por su pareja) se identifica con su agresor para mantener un estatus de “equilibrio” violento que le permita procesar psíquicamente la situación y así evitar la destrucción que esto le causaría.

Extendiendo el concepto podríamos utilizar la denominación “síndrome de Estocolmo familiar” para describir aquellos casos de violencia familiar en los que el desarrollo de sus integrantes queda comprometido por tales modalidades de prepotencia, tiranía y absolutismo que no permiten salir y liberarse de su círculo de cautiverio. Son casos en los cuales la propia familia toma el papel de agresor y captor de aquellos individuos que crecen dentro de ella, haciéndoles absorber sus creencias, condiciones y mandatos sin que éstos tengan posibilidades (ya sea por su precario estado de desarrollo o por motivos de dependencia económica o cultural) de escapar de la situación. Tengamos en cuenta que generalmente todos crecemos en el seno de un grupo familiar o de convivencia diaria y por lo tanto estamos sujetos a una tutoría que puede ir desde los casos más sanos y educativamente positivos hasta los más siniestros. Es cierto que un individuo necesita el acompañamiento de un grupo estable de personas como guía educativa para crecer. Sin embargo, en algunos casos es preferible la desvinculación de éste. Son aquellos casos en que el individuo es mantenido en el grupo como rehén y cómplice, adicto a sus condiciones malignas en lugar de tener acceso a las vías para su conversión en persona libre y autónoma.

Según la creencia general, la familia es la célula básica de la sociedad. Dogmas religiosos y normas civiles amparan esta afirmación otorgando al núcleo familiar la potestad de ser el actor principal capaz de otorgar a las personas el estatus de humanos. Sin embargo, el núcleo cercano de convivencia además de tener este trascendente cometido, es el agente más propenso a convertirse en el enemigo número uno de sus integrantes. La familia tiene dentro de sus cometidos varias funciones vitales básicas, como las de acogida, resguardo y dispensa de afecto, la educación y la guía teórica y práctica para que sus integrantes puedan insertarse sana y productivamente en la sociedad. Para eso, en el mejor de los casos la “escolaridad doméstica” es practicada con asiduidad, estímulo y refuerzo. “Si terminas los deberes te llevo de compras”, “si te portas bien te haré un regalo”, “si tomas tu leche puedes salir a jugar con tus amigos”. Estas y otras propuestas similares inundan desde muy temprano las mentes de los niños preparando así su futuro comportamiento social. ¿Pero qué sucede en aquellos casos en los que las “buenas intenciones” de sus cuidadores no existen y el grupo familiar es en realidad un grupo agresivo y torturador del que se es rehén sin poder escapar, pero más que nada sin tener una cabal percepción de su nocividad?

El Síndrome de Estocolmo describe específicamente situaciones de abuso que son sufridas por ciertas víctimas, las cuales terminan adaptándose a sus abusadores, pasando a compartir sus motivaciones y a aceptar y replicar los hechos más aberrantes como bienintencionados o convenientes. Parecen existir varios aspectos que llevan a la víctima a adherirse a su captor. Uno de ellos es el instinto de supervivencia. Es decir, el rehén desea sobrevivir a la situación, por lo cual apaña a sus captores para de alguna manera dominar los hechos que se le presentan  incontrolables. En una familia autoritaria (como por ejemplo la que era común en el siglo diecinueve y parte del veinte), los niños y adolescentes son rehenes del padre (o madre) tiránico, y es posible que tiendan a someterse a sus dictámenes para poder armar así un mapa de situación por lo menos precariamente inteligible, para no sucumbir a una desorientación maligna. Es interesante observar que cada integrante de este tipo de grupo familiar, para permanecer dentro de él se convence de determinados pequeños dogmas como por ejemplo que los varones deben mandar, que las mujeres deben obedecer, y tantos otros.  

Otro de los aspectos tiene que ver con la supuesta protección que el rehén interpreta que es ejercida por su captor. Es decir, el secuestrador induce en sus víctimas un sentimiento de adhesión afectiva al mostrarse poderoso y dueño de la situación, lo que  genera en ellas un sentimiento de cierto “agradecimiento” por hacerse cargo de ellas. En situaciones de “educación” familiar basada en la violencia, es decir en el uso de la fuerza y la inobservancia de los límites, el “educando” ante la percepción de la fuerza del actor dominante (padre, madre o tutor autoritarios) tiende a desarrollar una relación de dependencia que se manifiesta como apoyo a su agresor, así como también una obligación personal de acatamiento de sus deseos por miedo a ser abandonado por éste. Al ocupar la posición de referente principal de su vida (debido al poder que ejerce sobre él), los actos del agresor no son percibidos por la víctima como caprichosos o arbitrarios aunque constate permanentemente lesiones a su integridad mental o física.  Es decir, el rehén acata sin chistar mandatos inverosímiles con el pensamiento de que “alguna buena razón debe haber para ello” o que de ese modo “seguramente estoy siendo bien educando”. Por eso es muy probable que algunas víctimas de abuso físico o psicológico nieguen, minimicen o quieran justificar ante terceros (como la maestra, el asistente social o la policía) los actos a los que son sometidos.

Ser rehén es una situación de violencia, pero puede no ser percibida como tal. Porque la prepotencia de la situación, además de inhabilitar la libertad de la víctima anula su lucidez y sus propias iniciativas. Pero aún más, anula su posibilidad de tener una lectura clara de lo que está pasando, y en consecuencia reduce su capacidad de crear posibles rutas de escape. El rehén se convence de ser el causante de su propia situación. Ayudado por las constantes recriminaciones que su captor le hace, llega a creer que tiene la culpa de lo que le está sucediendo. “Si no te hubiera apresado la policía seguiríamos como si nada”, “si hubieras robado como te mandé no estaríamos pasando hambre” son algunos de los “razonamientos” que el captor tratará de que su rehén asimile. Esta distorsión de la realidad (convenientemente armada por quien desea mantener a su rehén controlado) pasa a edificar el mundo mental de la víctima, quien al no contar con otras  opciones la adoptará como válida. Ante este estado de cosas, una única vía de seguridad para el rehén es participar activamente de la conducta de su secuestrador, porque esto equivale a encontrar un hilo explicativo  para su situación actual. “Si repetí el curso y mi padre me castigó, seguramente es porque me lo merezco”, “si mi madre me pegó porque no quiero  prostituirme, seguramente es porque debería hacerlo”, “si me padre me obliga a robar es porque debo ayudarlo a conseguir dinero”. Pensamientos como estos contaminan la inteligencia de chicos que deberían poder razonar libremente y sacar conclusiones lógicas y saludables de sus situaciones. Un chico que observa por ejemplo a su madre golpear a su maestra culpándola por las bajas calificaciones signadas en el boletín, se convence de que esa es la actitud correcta ya que la “autoridad” de su madre nunca puede ser superada por la de ningún docente.  

En general los chicos dentro del grupo familiar o de convivencia constituyen la población cautiva sobre la cual es posible para los adultos dominadores descargar sus acciones físicas o psicológicas sin impedimentos. Las leyes que amparan la tenencia de los menores condenan en algunos casos a éstos a sufrir antes que a disfrutar de la vida junto a sus tutores. Muchas veces, el apoyo que los chicos  manifiestan hacia sus tutores violentos surge de su convencimiento de que no existe ningún organismo (como redes sociales de ayuda, escuela o gobernantes) que los proteja, por lo que su salida más conveniente es asociarse a aquel individuo que muestra poder aunque el beneficio obtenido no sea del todo el deseado. Es decir, niños sometidos y aislados del resto de la gente ya sea por un confinamiento real o por incomunicación debida a un retraimiento de la fe en sus interlocutores, pierden la posible referencia de su estado con el de otros niños u otras personas. La no concurrencia a la escuela, por ejemplo es un factor de alejamiento no solamente del saber académico sino del conocimiento de las posibles situaciones “normales” que viven el resto de las personas.

Pero en ese aislamiento los individuos se ven obligados a aprender mecanismos para forjarse una “vida”. El acostumbramiento a situaciones de abuso y prepotencia los “educa” de una manera singular, porque estimula su capacidad para recibir las agresiones “endureciéndose” física y psicológicamente para  evitar destruirse, y además los vuelve “creativos” en hallar formas de anestesiar sus más profundos sentimientos humanos. Familias violentas, cerradas y auto-sustentantes, que “viven” de espaldas al resto de la sociedad y solo la enfrentan para confirmarse a sí mismas agrediendo al resto del mundo, no dejan en sus integrantes ninguna traza positiva. Por el contrario, su prevalencia es una amenaza para sus propios integrantes y para todos quienes los rodean. Por este motivo se hace necesario que el Sistema Educativo y los Poderes del Estado intervengan activamente para hacer frente y erradicar a este tipo de situaciones lamentables, de modo que la trasmisión de su “ADN” contaminado pueda ser interrumpida y éste saneado o sustituido por otro más saludable para su descendencia.

 

Nora Sisto