La democracia burlada
El bi-partidismo y su inconveniente radicalización.

La democracia burlada
«El príncipe y el mendigo» es una conocida novela del escritor estadounidense Mark Twain publicada a fines del siglo XIX, que ha servido de inspiración para múltiples reflexiones. En este caso, he elegido una en particular con el propósito de esclarecer las decisiones que tomamos en la actualidad al elegir los gobernantes de nuestros respectivos países.
La elección de gobernantes parecería últimamente haber dejado de ser un acto soberano y democrático por haber caído en la maquinaria propagandística que comanda de manera exhaustiva nuestras decisiones y cada uno nuestros actos (sin que tengamos conciencia de ello). Al igual que sucede con los artículos que compramos y consumimos día a día, esta maquinaria nos ha venido conduciendo a una inédita (e inconsciente) pérdida de soberanía individual al disminuir drásticamente con sus consignas los matices de discernimiento y cambiando de ese modo la capacidad de pensar en forma autónoma por la (dis)capacidad de elegir (sin pensar) de manera imperativa y dicotómica (este o aquel, pero sí o sí uno de ambos).
Podríamos decir que el mensaje de la fábula de Twain tenía un trasfondo filosófico que destacaba la empatía entre sus dos personajes al cambiar uno y otro sus roles (ya que tanto el mendigo llega a entender cuál es la función del príncipe y demuestra que aun desde su indigencia podría llegar a gobernar con eficiencia y sensatez, y a su vez el príncipe tiene la oportunidad de vivir en carne propia las necesidades y desventuras de los marginados), induciendo al lector a elucubrar ideas para tender puentes entre sus abismales diferencias. No obstante, el mensaje político actual descarta la amplitud de esa posibilidad y reduce la anécdota a un estrecho panfleto. Este, en lugar de intentar perfeccionar aquella inspiración positiva, la desdibuja para enviar un mensaje menos constructivo: la separación abismal de dos textos de la lectura social, de manera irreconciliable (de un lado la desigualdad, la injusticia social y la necesaria lucha de clases, y del otro la defensa de lo ya existente con la posible corrección paulatina de sus errores y omisiones), ambos intransigentes y leídos e interpretados desde la comprensión afectiva y no desde la racionalidad.
En pocas palabras, el partidarismo político ya no parece ocuparse de exigir al elector (digamos, consumidor) un análisis profundo y razonado para determinar su decisión electoral, sino simplemente que se deje persuadir por la campaña que más lo movilice emocionalmente según sus deseos, aspiraciones personales y conflictos no resueltos, y que se coloque en pro o en contra, o sea, que tome partido por el «mendigo» (el «pobrecito») o por el «príncipe» (el «ganador»).
Es decir que las tendencias políticas actuales tienden a manifestarse no como teorías propias, justificables o sustentables, sino como posiciones emocionales atrincheradas en márgenes opuestas de una grieta profunda e insalvable, fuertemente polarizadas en ardientes fanatismos y sin encuentros posibles entre ellas. Estas se mantienen confrontadas y respaldadas por sendas maniobras mediáticas que no se molestan en conseguir la decisión del posible elector mediante la exposición de argumentos razonables, sino seducirlo y exaltarlo para poderlo captar (al mejor estilo consumista) prometiéndole el logro de asuntos de su interés. Actualmente, las tendencias dominantes se resumen en dos: el establishment y la política underdog.
La política underdog (o política del desvalido) es la estrategia en la que un político se presenta como el desfavorecido, el que lucha desde abajo contra adversarios más poderosos, apelando a la simpatía de ese público que desea ver triunfar al que parece tener menos posibilidades. Su imagen emula al ciudadano humilde, que se siente impotente frente a las élites poderosas y los (aparentemente) invencibles sistemas corporativos. Se auto-describe como la voz del pueblo (en un lenguaje chato, amoldado a la supuesta chatura de sus seguidores), blandiendo la bandera de la justicia, la esperanza y la rebeldía frente a lo que etiqueta como «enemigos». Su «desvalidez» (real o ficticia) es promocionada por medio de un argumento (no de carácter argumental sino afectivo) armado según una recopilación de actos de injusticia (actuales o históricos) atribuidos a un «no yo», y compilados en un relato cuasi bíblico, como móvil para ganar apoyo popular.
La política opuesta es la política de establishment (o política del frontrunner, puntero o favorito de la competición). En esta estrategia el político se presenta como el ganador más probable, por ser el que tiene experiencia y trayectoria consolidadas, lo que le conferiría la autoridad natural para gobernar. Su mensaje político va dirigido a quienes apuestan a ganador, ya que cuenta en general con el respaldo de grandes partidos, medios de comunicación y sectores económicos. La imagen que intenta transmitir es la de seriedad, solvencia, estabilidad y orden, en contraposición al idealismo utópico de aventureros e improvisadores, para lo cual utiliza una apariencia formal, al igual que un lenguaje culto y mesurado. Hace alarde de su fortaleza a través de logros concretados en el pasado y de la consideración de proyectos plausibles, a fin de capitalizar el sentimiento de seguridad del ciudadano común.
Este planteo intima a los electores polarizados a participar en una lucha (simbólica o real) de unos contra otros (sin advertirles que sería más productivo participar en una confrontación inteligente de ideas), lucha que generalmente por su vaguedad se vuelve abstracta, perpetuándose indefinidamente en el tiempo (aun durante el período no electoral), aprisionando las voluntades personales del mismo modo que un fanatismo desmesurado, obligándolas a un «cautiverio ideológico» complejo de evadir. En esta «lucha», las «municiones» que se disparan (ya ni siquiera cara a cara, sino mediante algún post en internet) son agravios tendientes a desprestigiar al oponente (como por ejemplo declarar que las acciones propuestas o llevadas a cabo por el establishment son injustas, inoportunas o insuficientes y las del underdog son temerarias, impensadas y perjudiciales para el país). (En otros casos, lamentablemente las municiones que se disparan son balas verdaderas).
Pero en todo esto se deja de lado un aspecto que en la fábula parece no tenerse en cuenta y que resulta imprescindible para gobernar: la capacitación (técnica, intelectual y cultural), lo que equivale a decir que no bastan el empeño, la hidalguía, la fuerza o la declaración de buenas intenciones de cada candidato, sino que después de alcanzar el sillón presidencial es esperable que este ejerza su función óptima y responsablemente. Afortunadamente, gracias a la expansión de la educación, hoy es posible en muchos países acceder gratuitamente a la universidad, lo que podría asegurar (al menos, teóricamente) que alguien de extracción humilde pueda capacitarse a la par de cualquier individuo de mayor nivel económico y/o social. Sin embargo, la aptitud para gobernar parece no contar para el elector seducido mediáticamente por las mencionadas campañas, por eso, cuando los elegidos revelan al final no poseer reales condiciones para conducir un país, el desenlace inevitable suele ser recurrir a la violencia para mantenerse en el cargo (cosa que también es posible justificar mediáticamente con una convincente campaña publicitaria).
Parece difícil sustraer al ciudadano de la ilusión con la que los medios publicitarios roban su ingenua adhesión. Pero lo más trascendente es que con esa práctica, además de desvirtuarse la libre elección de cada individuo, se desvirtúa mortalmente el sentido último de la Democracia.
Nora Sisto
Mayo, 2025