La educación al carajo

El emergente sujeto de educación y su atípica posición dentro de un sistema educativo convencional.

Odoo CMS - una imagen grande


Podría parecer irrespetuoso utilizar para un texto serio un término que se considera soez en el lenguaje popular. No obstante, me ha parecido interesante utilizarlo para ilustrar este trabajo, dado que sus variadas acepciones (reconocidas por la RAE) aportan puntos de vista oportunos para el contenido que se pretende abordar.

En otro orden de cosas, dado las alteraciones al lenguaje que se manejan en la actualidad, se advierte que el sustantivo «hombre» será usado aquí como sinónimo de «individuo humano» (de cualquier género).

Hechas estas aclaraciones, prosigamos con el tema.

 

El autor de educación

Un día hace ya unos años, mientras esperaba que llegara mi turno en el salón de la  peluquería, hojeando esas revistas intrascendentes que suelen estar sobre una mesita para matar el tiempo, me topé inesperadamente con una lectura interesante. El cuento relataba  la anécdota de un grupo de adolescentes que, tras descubrir que la madre de uno de sus amigos es prostituta, toman la morbosa decisión de recolectar el dinero de sus ahorros y presentarse a requerir sus servicios. Pero para su sorpresa, lo que reciben de esa mujer no es lo que  esperaban recibir.

 «…Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto. Cerrándose el deshabillé lo dijo

El cuento «La madre de Ernesto»[1] nos transmite una idea bastante clara de lo que significa ser un autor de educación. Nos muestra que cualquier corriente de educación instrumental, popular y tradicional (como la impregnada en aquellos adolescentes aspirantes a adultos por fuerza de la costumbre) puede ser cortada brutalmente por un efecto transversal, un impacto inesperado, cancelando todo lo previo. Esa mujer, oficiante de un trabajo infame, transmite a esos muchachos, sin decirlo: «Está bien, acepto su demanda porque esto es lo que he aprendido a hacer para ganarme la vida, pero antes está lo otro». Antes está la humanidad.

Un educador ha sido siempre entendido como un profesor, un maestro, alguien que transmite conocimiento en forma intencional, generalmente considerado omnisapiente y capaz de transferir a otras personas su saber. Sin embargo, podría no ser esta la misma definición que la de un autor de educación, ya que la autoría de educación consiste en la creación de instancias educativas, las cuales no tienen por qué ser explícitas ni provenir de una intención.

Si consideramos que la educación de un individuo es el resultado de la confluencia de dos vertientes  (la educación instrumental y la educación humana), debemos esperar dos tipos de educador. Por un lado está el educador instrumental, encargado de enseñar recursos operativos (como pueden serlo el lenguaje, la matemática o la mecánica) y recurrencias culturales (generalidades, dogmas y creencias, como por ejemplo en este caso, la funcionalidad de la prostitución). Su autoría consiste en crear y perfeccionar contenidos y procedimientos que posibiliten el aprendizaje y optimicen su función de enseñar. Se mueve acorde a un libreto, al cual trata de ajustarse y de enriquecer cada día con los mejores recursos a su disposición.

El educador humano, en cambio, no tiene un libreto preestablecido: tiene un plan. Un autor de educación humana no se pregunta qué hacer ni cómo hacerlo, porque sabe que con eso no va a convertir en ser humano a su sujeto de educación (solo mitigará alguna de sus necesidades insatisfechas). Lo que se pregunta es qué ser: Mientras las estrategias provistas por el primero pretenden enseñar cómo vivir, las vivencias introducidas por el segundo (que son personales, únicas e intransferibles) enseñan a vivir. Por eso, la autoría de un educador humano no consiste en producir y enseñar formas de vida, sino en hacer que sea la condición humana la que guíe. En nuestro recurrente relato, lo que la madre de Ernesto hace es ejercer la prostitución (oficio aprendido posiblemente a través de una educación recurrente en su espacio-tiempo particular). No obstante, por encima de todo eso, esta mujer es una madre. Y su contundencia descuadra automáticamente todo lo anterior.

 

El actual sujeto de educación: el individuo en el carajo 

Al parecer, antiguamente se denominaba «carajo» a la pequeña canasta de madera que se encontraba en lo alto del palo mayor de un barco de vela. Su ubicación lo hacía un insuperable punto de avistamiento, a la vez que el lugar de mayor aislamiento de toda la nave, por eso ahí se recluían, tanto aquel miembro de la tripulación  castigado por mal comportamiento, como aquel que deseara disfrutar de la soledad.

Impulsado por los embates de las más recientes mareas culturales, el sujeto de educación no conforme con ser el centro de la misma, se eyectó sin previo aviso de los espacios pluripersonales que lo educaban (la familia y el aula) y se inyectó en un espacio unipersonal donde, encapsulado, pasó a ser el todo. De la humildad de tener que referenciarse en el mundo, pasó a la vanidad  de (creer) ser él la referencia a la cual este debiera acomodarse. Es decir, antes que abrirse paso en una cubierta poblada por  multitud de otros individuos, prefirió la altivez de mirarlos desde el carajo. Este es, en la actualidad, el posicionamiento de nuestro sujeto de educación.

Aunque se crea que nacemos con ella, la condición humana no se adquiere por sí sola. Ocurre desde lo afectivo. Un «te quiero» un «acompáñame», un «aléjate», un «poco vales», mostrados a través de la brutalidad semiótica de los actos, suele ser más contundente para confirmarla o negarla, que lo que pronunciando dichas palabras se pueda transmitir.  (De ahí que a psicólogos y psiquiatras muchas veces les cueste trabajo erradicar certezas negativas aprendidas «con sangre» por sus pacientes).

Teorías sobre educación existen a montones. De Aristóteles a Comte, de Kant a Piaget, de Hegel a Montessori y tantos otros autores, la discusión sobre la «verdad» de cada una de las que estos proponen sería interminable. Sin embargo, una certeza parecería existir por sobre todas ellas: las letras y la vida no educan por igual.

 

La educación reseteada

Hasta no hace mucho tiempo, educarse era concebido como un trayecto lineal que era obligatorio recorrer (no sin superar algún que otro sobresalto). De la misma forma que la lectura de una enciclopedia desde el comienzo hasta el final, ese trayecto debía ser recorrido (preferentemente sin pausa) por el sujeto de educación, una vez incorporado al circuito. El abandono o el fracaso en la culminación de dicho trayecto eran, en general, penalizados con el menosprecio y el desprecio de quienes sí lo llegaban a concluir.

Con la unión y el entrecruzamiento de culturas, propio de la reciente globalización, el tránsito hacia la educación dejó de ser lineal. Aquel recorrido de estructura simple y clara fue sustituido por otro panorama, un relato abierto en el que no existe formato, especialmente el de la lógica deductiva del aquí y el allá, ni el tránsito secuencial y ordenado entre uno y otro, sino que todo se resume en un revuelto aquí y ahora. Al mismo tiempo, el concepto de atención (que significa enfocar «hacia afuera» un objeto adelantando sobre sus posibles efectos) sufrió una «vuelta de campana», desapareciendo bruscamente del campo perceptivo habitual, cuando su principal proveedor de datos (la vista) fue puesto al servicio de una muy diferente actividad. La actitud de atención, que antes comprendía un estado de alerta y presunción, fue cambiada por otra, una servidumbre hacia la práctica consumidora, cuya respuesta a su estímulo es un indefectible «sí, quiero». Y como si fuera poco, la motricidad neuronal y corporal se redujo a apenas el movimiento de unos pocos dedos (dígitos). En pocas palabras, aquella cultura lineal y plana que hacía posible un concepto preconcebido de educación, pasó rápidamente a ser espacial y de ahí a híper-espacial (o sea, no apreciable por nuestro modesto intelecto). Por eso, educar(se) ya no fue tan claro cuando la cultura se volvió híper-cultural.

En el pasado, un individuo situado en el carajo podía saber si la dirección y el sentido en los que se movía la nave eran correctos, y a simple vista o con catalejos más o menos potentes calcular cuánto faltaría para llegar. Pero nuestro actual sujeto de educación, aquerenciado en  ese sitio, no mira hacia afuera. Por eso no siente como necesario que el barco se desplace hacia ningún lugar.  Es que en donde está dispone de ventanas, y lo que ve en ellas (no a través de ellas) le parece suficiente para colmar su interés. Tampoco le mueve salir de ahí. Se siente cómodo, convencido de estar en el punto de convergencia de  dichas ventanas (aunque, dicho sea de paso, no miran hacia afuera, sino hacia él).

Creo que la comprensión de este contexto es necesaria para poder elaborar estrategias educativas coherentes con la situación de nuestro sujeto de educación actual.

 

El «flautista» de Internet

Sacudida por el oleaje de la emergente tecnología digital de comienzos del siglo   XXI, la educación sufrió un colapso fatal. De tal magnitud, que el ejercicio de la autoridad, que estaba en manos de las personas que la impartían, fue de golpe neutralizado, ahogado por la aparición de dispositivos electrónicos que comenzaron a avasallar el protagonismo de estas, con una inigualable   sofisticación. Es decir, la forma humana con la que se avalaba el conocimiento fue derogada sin más, pasando ese aval a ser depositado en dichos dispositivos electrónicos (los cuales, de paso requieren un ínfimo contacto personal).

En este punto, la fábula del flautista[2] que con su melodía arrastraba a las ratas a morir ahogadas en un río, pasó a cobrar de pronto una espeluznante interpretación actual. Igual que ratas de laboratorio, personas (jóvenes, y no tanto) son fascinadas por un artero «flautista» que, sin necesidad de componer ninguna melodía, logra arrastrarlas hacia las aguas de un torrente incierto, en el cual contradictoriamente sobrevivirían aquellas que logren mantener su cabeza sumergida dentro de él. (Aunque  puedan terminar ahogadas o intoxicadas por sus aguas).

Este «flautista» permutó además, de un día para otro, el antiguo mandato doctrinal de padres y maestros por otro tipo de obligatoriedad, a la luz tal vez menos agresivo, aunque a la oscuridad, igual de autoritario: las consignas publicitadas por los medios de comunicación. Si bien a aquel se lo obedecía por miedo, estas se siguen por inercia y pasividad, aunque posiblemente en ninguno de los dos casos, por convencimiento legítimo.

La mecánica de la publicidad introdujo, sin lugar a dudas, una habituación a formas de comportarse que un neófito podría confundir con una «novedosa educación», sobre todo por la introducción de un mal entendido concepto de libertad. Pero el arrastre ejercido por ese convocante sutil, arbitrario y que no mide consecuencias ni basa su acción en mejorar la condición humana, no puede considerarse un tipo de educación. Dicho arrastre simplemente ocurre, provocado por la propulsión de comportamientos (previstos y reforzados intensivamente) por parte de una maquinaria que induce a los individuos a actuar supuestamente de forma libre, sin importar para qué sea (y sobre todo, sin pensar). Parece funcionar así: la publicidad exige y el receptor acata y cumple. A veces ni siquiera es un simple condicionamiento operante, sino puro arrastre por contagiosa adhesividad.  Por eso no es educación.

En un afán por encontrar técnicas innovadoras acorde a dichos cambios, se introdujo la idea (equivocada) de que la función educativa podría ser más efectiva al ser lúdica o al ser dotada de cierta dosis de teatralidad, es decir, ejerciéndola como un juego, o propiamente como una función (teatral). Para eso, muchos educadores comenzaron a enfocar la autoría de sus estrategias educacionales en la utilización de colores, sonidos y  animaciones de todo tipo, suponiendo con eso atraer la atención sobre la lección a dar. Y en algunos casos podría haber dado resultado, aunque en otros no ha dejado de ser un maquillaje   banal. Lo importante (y no siempre consciente) es que con esta práctica se ha venido convirtiendo al sujeto de educación en un espectador, es decir, en un individuo expectante a una presentación a la cual aplaudir o abuchear, con la cual entretenerse o aburrirse, pero nada más.

No parecen existir fundamentos convincentes que justifiquen dichas estrategias, a menos que se intente transferir al educando el estilo consumidor, atrayéndolo para que «compre» el contenido ofrecido, convertido este en un «producto educacional». Parece un último recurso ofrecer atractivamente aquello que se  desea enseñar, porque quien recibe el show no necesariamente  internaliza su mensaje (en caso de que lo tenga). Por otra parte, el grado de vedetismo que debe exhibir quien con ese procedimiento pretende que le presten atención, se vuelve insuficiente a medida que se le acaban los recursos histriónicos y lo que pueda agregar en «learn more…». Y como si fuera poco, dado que la venta de un producto ya no depende de su calidad sino de las astucias del mercadeo, un buen docente corre el riesgo de ser confundido (y suplantado) por  un excelente actor.

 

Esa manía de educar y educar

Nos ha invadido el culto a la inmediatez (en sentido temporal). Y dentro de este, la tendencia a la apropiación inmediata. Así se trate de objetos, personas o situaciones, el sentimiento primordial de un individuo es el de hacer propia y sin dilaciones cada cosa que se le antoje poseer. El mundo circundante se entiende, más que como un entorno, como una vidriera. Y si es posible acceder sin esfuerzo a los objetos ahí exhibidos, tanto mejor. De ahí que se entremezclen los conceptos de poder, responsabilidad, legalidad e ilegalidad, haciendo por ejemplo que un «NO» se convierta en un «¿por qué no?», y un «no debería» en un «puedo» o en un «me da igual».

¿Para qué (nos) educamos? O, ¿por qué (nos) debemos educar? Podrían ser preguntas válidas de cualquier aspirante a educador. Y una respuesta lógica  sería: por el bien de la vida civilizada. Pero en las condiciones mundiales  actuales, ese concepto parecería haber perdido peso, e incluso tender a desaparecer.  El concepto de vida civilizada entraña responsabilidad hacia la otredad, un afuera del individuo que parece tenderse cada vez menos a reconocer y aceptar. El desdoblamiento del individuo en dos zonas (el adentro y el afuera) era planteado  en la educación tradicional como una disyuntiva: vivir para sí mismo o vivir para los demás. La primera opción siempre supuso egoísmo, contrariamente a la idea de nobleza y altruismo que podía encerrar el vivir para los demás (incluyendo el sacrificio propio), y que además, al provenir de consignas religiosas, se aceptaba (se prefería) sin más. Pero el sujeto de educación actual no se considera a sí mismo obligado hacia nada. Por el contrario: se considera merecedor de todo.

La vida civilizada se basa en el respeto, concepto que, a diferencia de la vieja usanza que lo interpretaba como rendir pleitesía (a quien fuera), significa no agredir. La actitud de respeto no viene asegurada por la genética ni por la fisiología, por eso es necesario educarla. Para cualquier individuo, los mayores influencers son los integrantes del grupo humano próximo a él (madre, padre, hermanos, familia biológica o adoptiva, maestros, vecinos y conocidos), y son sus respectivas actitudes las que tutorizan (para bien o para mal) su desarrollo como persona. Solemos catalogar de maleducados y despreciables a aquellos  individuos de comportamiento crítico, aduciendo que sus «venerables» padres y madres no los han podido educar.  Sin embargo, dado que existen madres que venden o alquilan a sus hijos, padres que abusan de ellos y familias cuyo seno es hervidero de delincuencia y corrupción, vendría bien reconsiderar, tanto aquellas premisas universales que suponen respetables per se a instituciones no generalizables (como la maternidad, la paternidad o la familia), como aquellos postulados absolutos (y leyes acordes a estos) que siguen siendo reverenciados  solo porque sí.

Tengamos en cuenta que de influencias humanas pueden aprenderse la empatía y el amor, mientras que de las inhumanas probablemente (aunque no indefectiblemente) se aprendan el rencor y la venganza, así como también una profunda (aunque reversible) convicción de la propia inhumanidad.

 

Asociación para convivir

Un hombre no madura cultural y afectivamente por sus propios medios ni se vuelve humano porque sí. La maduración de un individuo es artificial y provocada por la sociedad que lo contiene. Una sociedad es una red, un manto tejido y desplegado sobre una parte del mundo y las personas que habitan en él. En cada caso está confeccionada (sic, porque es un constructo humano, no un efecto de la naturaleza) con fibras culturales más o menos resistentes, monocromáticas o coloridas, y entrelazadas mediante diversos tipos de punto. Con todas sus características, se imprime sobre la población permitiendo que sus  integrantes se cobijen bajo ella, transiten por sus hilos, se aventuren a llegar a su borde, se encuentren en sus nudos y puedan desenredarlos, o no. Una sociedad se crea y se conserva bajo acuerdos de palabra, o por escrito. Se aprende a mantenerla funcional revisando cada tanto sus leyes (permanentes) y sus reglas (ocasionales), para que pueda continuar siendo utilizable como tal.

Pero la sociedad no gobierna al individuo. Es el individuo quien gobierna a su sociedad. Las medidas educativas, restrictivas o disciplinarias que se toman dentro de su marco de referencia nunca  son «por el bien de la sociedad», sino por el bien de cada uno de los individuos que viven de ella. Por eso conviene conservar su funcionalidad. Si el manto se deshilacha o se destruye, los individuos quedan librados a su propia suerte y verdad. (Tengamos presente que un agrupamiento o un amontonamiento no son formas de sociedad).

Nuestra sociedad occidental del siglo XXI se presenta como una sociedad del empoderamiento. Cada uno de sus integrantes compite en un afán desmedido por alcanzar y mantener su poder. Y esto podría ser productivo, si no fuera porque se trata de un poder libre, un vector con  punto de aplicación indeterminado (que incluso no se sabe si en algún momento se aplicará). La causa de esto es que el individuo  no se visualiza a sí mismo situado en un cruce de caminos compelido a elegir por cuál de ellos transitar, sino como un punto de impacto, un «pararrayos» expuesto a la contingencia y exigido a aguantar. Su existencia es entendida entonces como un suceso aleatorio, cuya ocurrencia abarcaría solo una de dos posibilidades: ser el dueño del mundo o arrojarse desde el carajo, sin saber dónde caerá. Su demanda educativa se reduce, de esta manera a endurecerse para campear la tormenta. Solo que, paradójicamente la espera agazapado cómodamente en su spot.

En el carajo, el individuo no aprende, por lógica a interactuar socialmente, porque carece de un espejo (humano) en el cual reflejarse: él mismo es su opositor. La figura que admira no es la de Ethan Hawke[3] (porque no tiene que cumplir «misiones» preestablecidas), sino (¡una vez más!) Superman, el hombre supremo, el ironman omnipotente (aunque no comprometido con ninguna causa), al que nada le puede pasar.

El poder es una «bestia magnífica»[4], por lo cual es realmente arduo para un educador desestimular su veneración. Pero una vida basada en el desarrollo del poder (que no responde, como en la antigüedad, a una sed de dominación, sino que se manifiesta ahora como una forma de vida) solo desarrolla mecanismos instintivos (o sea, descontrolados) de acción y reacción, de ofensa y de defensa, lo que hace que el enfoque existencial del individuo así posicionado se reduzca a encontrar la forma de superarse a sí mismo solo para no ser superado por los demás. De este modo, toda «bestia» que intente recuperar su estatus humano perdido, se deberá volver a loguear.

 

¡Hola! ¿Con quién hablo?

Parece mentira que haya que reconsiderar un recurso tan común como el habla, pero la tendencia cultural predominante nos obliga a eso. El habla funciona como  articulación interior-exterior, esto es, como nexo a la vez que como vehículo de expresión y entendimiento. Y se complementa con la escucha. Habla y escucha, discurso y recepción del mismo son posibles en un sistema cultural en el cual existe la distancia. (El otro se encuentra a una distancia que puede ser vencida a través de estas dos). En dicho sistema cultural, la comunicación hablada se practica y se perfecciona como un ritual, porque es el garante del entendimiento. O sea, la conversación (etimológicamente, «con-versare») es un valor cultural.

Pero cuando se elimina la distancia, desaparece la conversación. Porque el «versare» (que significa movimiento de ida y vuelta) ya no tiene lugar. En este escenario, los inter-locutores dejan de serlo, porque no se reconocen entre sí. Solo se notifican, se envían mensajes (que podrán ser devueltos, o no). Así, el habla puede ser remplazada por el silencio (simplemente, ignorando la notificación) o por el grito virtual (en forma de ícono estridente), y la escucha es evitada por un muro opaco (el bloqueo del pretendido interlocutor) o por un escudo reflector.

Es lógico que alguien habituado a la comunicación verbal simple  y llana (ya sea en sus expresiones oral o escrita) pierda pie en un espacio en el que además las letras desaparecen y son sustituidas por signos pretendidamente alternativos (como los emojis, los memes, las siglas y abreviaturas), o sea por productores de una comunicación rígida y falaz. El creciente acostumbramiento a la mensajería (introducido por aplicaciones como Messenger o WhatsApp), fomenta  el uso de frases no literales, ilegibles e inentendibles para aquellos «analfabetos» en ese tipo de expresión. Y no parece posible, por el momento, des-educar su uso.

Frente a esto, la educación enmudece. Es desconcertante descubrir que para expresar una idea ya no solo no es necesario argumentar, sino que tampoco es necesario hablar. En este salto cualitativo (al vacío), es inquietante comenzar a sospechar  que la palabra, aguda arma de doble filo, puede ser finalmente dejada de utilizar. Sin palabras, deja de haber algo que decir, pero más perturbador aún es que, al ser la palabra el soporte principal del pensamiento, también deja de haber algo que pensar.  En este punto, la desidia novelera puede que lleve la delantera, sin embargo esto es posible (aunque no sencillo) de revertir.

 

La misión imposible de Nietzche

Las tres tareas que Nietzsche formulara para todo educador (enseñar a mirar, a pensar, y a hablar y escribir), actualmente han sido reformuladas. La TV, por ejemplo, con su modalidad de presentación en forma de placas rígidas, efímeras (incluso monótonas) y en sucesión inconexa, cambió el ejercicio de mirar por el hábito de ver (indolentemente). Mirar no es lo mismo que ver; mirar significa poner atención en el objeto sobre el cual enfocamos la mirada. Y pensar en él es reflexionar (es decir, hacer que el pensamiento rebote en él y vuelva a nuestra mente con información tal vez modificada). Inclusive, pensar en el objeto en su ausencia significa abstraer. Para reflexionar es preciso pensar, y eso requiere tiempo para la fijación del pensamiento y la conexión sináptica de las ideas, cosa bastante complicada (por no decir imposible) de llevar a cabo en un espacio en donde apremia la velocidad. (Cuesta imaginar al Rey hospitalario[5], al cual «sobre su frente se desplegaban las alas de la mente», en esta situación). Recordemos que de la reflexión surgen las opciones, y de la elección de opciones, la acción cabal.   

La percepción visual también cambió radicalmente cuando el símbolo se convirtió en  imagen. Si un símbolo evocaba al objeto en su ausencia, ese mismo símbolo en la actualidad es solo un objeto más, solo observable en su presencia.  En concordancia con este concepto, cada persona pasó de ser el presunto contenido encerrado en ella, a «ser» (en realidad, aparentar) la imagen arbitraria que decida presentar. De ahí que para educarla surja la necesidad de traspasar lo visible de ella (apariencia, lenguaje, gestos y actitudes) y abocarse a sus posibles capacidades (ocultas), es decir, sacar a la luz lo que esta no acierta a mostrar. (La tarea del educador puede ser, sin duda, bastante arriesgada).

Han pasado ya unas cuantas décadas desde que la educación era un proceso obligatorio y coercitivo. Como una versión doméstica de la búsqueda del vellocino de oro, los individuos sometidos a ella debían tomar el camino correcto y recorrerlo sin pausa hasta llegar a un final. A aquellos que quedaban por el camino podía resultarles arduo, cuando no imposible, poderlo retomar, y pasaban a integrar el grupo marginal de los  «fracasados intelectuales». Y para los educadores era bastante fácil (y cómodo) mantener a sus educandos recluidos obedientemente en un «corral».

Pero eso cambió. La transformación más notable se debió al inédito perfil «biótico» que fue generándose en los individuos por su adaptación cada vez más  avanzada a la cultura de los dispositivos (comenzando por los electrodomésticos hasta llegar a las últimas PCs). Estos introdujeron un desplazamiento de los estatus espacial y funcional de cada persona al convertirse en subrogantes de su actividad. Para los integrantes de las actuales generaciones parecería haber cada vez menos necesidad de hablar, mirar, pensar, y menos que menos, escribir. Entonces, para un educador (particularmente para aquel formado en el siglo XX) es inútil intentar recurrir a sus archiconocidas fórmulas educacionales, porque para quien está encerrado en una cápsula, habituado al aislamiento físico y a la hermeticidad, esa educación es desajustada, anacrónica, inconducente, y por consecuencia, inútil.

Es que el educador que ya transitó su propio camino y ya llegó, no puede arrastrar a su sujeto de educación para que también lo recorra. Tampoco resulta efectivo reformular el antiguo corral, encerrándolo ahora en uno electrónico. Por el contrario, lo pertinente parece ser que se aboque a explorar los nuevos espacios contextuales, descubra el potencial humanizador (o deshumanizador) de los mismos, y haga lo posible para que este desee acompañarlo.

 

Neuronas versus bits

La inteligencia artificial (IA) es muy vistosa. Atrae consumidores. Es digna cuando se postra ante los hombres. Pero deja de serlo cuando son los hombres quienes se postran ante la IA. Acompañar los avances instrumentales del mundo  equivale a no quedarse atrás en el devenir cultural. Sin embargo, educar no es instruir en el manejo de dispositivos. Porque estos no educan. Es más, la condición de usuario no requiere ningún grado de educación. Un individuo puede haber aprendido de manera exitosa a conducir remotamente un vehículo en un planeta lejano, sin embargo eso no garantiza que haya aprendido a conducirse exitosamente a sí mismo en su propio hábitat.

Hasta fines del siglo XX, la cultura estaba apoyada en la razón. Se enseñaba a razonar a través de mecanismos rigurosos de lógica deductiva, así como de la participación en ámbitos de discusión. Actualmente, sin embargo se ha cambiado de estrategia. La inteligencia pasó a tomar el lugar de la razón. Mientras razonar implicaba transitar un proceso que podía ser largo y trabajoso  (como por ejemplo el paso a paso en el cálculo de cierto número), la inteligencia se manifiesta como la decisión más económica (o sea, digitarlo en la calculadora). En síntesis: en lugar del tedio de leer un libro de principio a fin, hoy parece más inteligente mirar la película.

Cuando a fines de la década de 1990 D. Goleman[6] popularizó el concepto de inteligencia emocional (IE), en la gestión educativa enseguida se comenzó a valorarla. Casi al mismo tiempo, H. Gardner[7] incluyó la inteligencia social y el autoconocimiento entre siete categorías de  inteligencia[8] que a su criterio sería necesario y conveniente desarrollar. El asunto fue que, al estas no ser parte del currículum de la educación formal impartida en las escuelas, hubo que comenzar a preguntarse quién(es) las debería(n) educar.

En los últimos tiempos, las dos vertientes educacionales que debían fluir acompasadas sufrieron un notorio cambio de velocidad. Mientras que la educación instrumental (proveedora de conocimiento operativo) se disparó impulsada por la aparición de innovadoras tecnologías digitales (que reforzaron algunos tipos de inteligencia), la educación humana (basamento de las habilidades de relacionamiento y de superación personal) se frenó abruptamente. Esto sucedió, directa o indirectamente, al dejarse de contar con aquellas personas tradicionalmente responsables de proveerla (principalmente del ámbito de la familia, la cual se desnaturalizó como consecuencia de ingentes cambios socio-económicos y culturales). De esta forma, al mermar el peso de la convivencia cotidiana, no solo se comenzó a constatar una disminución en el contenido positivo que esta aportaba al desarrollo de las competencias personales, sino también una pérdida de atención y de control sobre aquellas  situaciones domésticas que pudieran introducirle  negatividad.

Dentro de ese proceso, se produjo además otro cambio sustancial. En el pasado, las sociedades estaban protocolizadas, es decir «en la tapa del libro» figuraba un índice con el cual cada individuo era posible de individualizar. Más tarde, la individualidad, o sea la propiedad de que un individuo pueda ser reconocible por sus propias características, fue sustituida por la masificación, un estado en el que cada cual puede ser intercambiado por otro. Es decir, la población de individuos identificables pasó a ser la proliferación de individuos inidentificables (en parte causado por las modas), en cuya aglomeración se vuelve bastante difícil señalar (por sus cualidades) a uno de ellos en particular. En este sentido, debe entenderse que la educación de la masa no es igual a la educación del individuo individual. Porque la primera no existe. A la masa no se la educa: se la dirige por medio de consignas.

El medio en el cual se producen las emociones humanas (ya sea a sentirse amparado o desamparado, a sentir terror o seguridad, empatía o antipatía, aprecio, desprecio o menosprecio, atracción o aversión) no es la aplicación de una didáctica específica; surge de la incidencia directa  de personas sobre  personas.  Y la educación enseña a entender dichas emociones, a modularlas y resolver sus efectos para hacer de nuestra (única) vida un acontecimiento enriquecedor. Por eso, el individuo aislado en el carajo prescindiendo de todo vínculo personal, no tiene chance de legitimar ni de aprender a conducir sus  emociones. Y por el momento, tampoco un algoritmo matemático es capaz de permitírselo.    

 

El «dominó» educacional

Cada generación es educada por individuos pertenecientes a una o más  generaciones atrás. Durante el período en que los educadores eran los boomers, sus discípulos no tuvieron más remedio que adaptarse a una sociedad  disciplinaria, réplica de la que estos habían aprendido de sus antecesores. Es decir, una sociedad cuyo paradigma esencial era la obligación. En ese entonces, la conciencia individual era manipulada por medio de advertencias que llevaban a internalizar sentimientos opresivos, como el miedo al fracaso, el temor a hacer el ridículo, y el pánico al qué dirán (cuando no, al castigo divino).  Por eso, el residuo decantado por dicha educación era, en la mayoría de los casos, la auto-censura, la auto-represión y la auto-postergación.

Hacia fines del siglo XX se produjo un quiebre cultural, y el «disco duro» que albergaba la mentalidad acostumbrada a aquellos mandatos fue liberándose rápidamente, hasta quedar limpio casi por completo. A  partir de ahí, el espacio liberado se fue volviendo a llenar, ahora con otras convicciones y exigencias. Es decir, el hombre se formateó con un nuevo contenido. (Aun así, la memoria ancestral no se borra tan fácilmente).

En la actualidad, los educadores de los millenials pertenecen o son descendientes directos de los insurgentes, rupturistas, contestatarios nacidos en  las décadas de 1970-90, protagonistas de cambios culturales insólitos como la introducción del divorcio, el «paso adelante» del protagonismo de las  mujeres y la revolución sexual. Estos, ya asentados en dichos cambios, y ocupados en disfrutarlos, se abocan ahora a conducirse ante un vuelco conceptual sin precedentes: la sociedad de la cultura digital.

A la generación silenciosa (que fue la encargada de educar a los boomers) la orientaba el culto a la adultez. Niños y jóvenes, depreciados (o sea, degradados de valor por motivo de su estatus infantil, considerado poco menos que infrahumano), esperaban impacientes el momento de convertirse en adultos para comenzar a vivir. Para los actuales sujetos de educación, en cambio, ese ya no es su norte. Para estos es preciso retrasar ese momento, estirar hasta donde se pueda su niñez y adolescencia para no dejar de vivir.  Si bien aquella generación reverenciaba al adulto, cualquiera fuera su condición (es decir, tanto si era buena persona como si era violento, prepotente o abusador), la generación actual  reverencia a cualquier individuo joven, sea o no digno de reverenciar. Es más, le está permitido repudiar a los adultos, más cuando estos «osan» ponerles por delante su experiencia y su (malignamente malinterpretada) autoridad.

Lo que nos preguntamos entonces es si para un adulto actual en funciones de educador es necesario deponer o falsear su condición de adulto para facilitar la comunicación con sus respectivos sujetos de educación.

 

El excremento de las aves

La información se ha vuelto el eje de nuestra vida. Pero en lo que podría concernir a la actividad educativa tiene algunos inconvenientes: se parece más al producto de una máquina expendedora que a una semilla de educación. La  nuda información no germina con posterioridad a ser recibida. Por su aceleración continua no cuenta más que con un rango reducido de actualidad, lo que la inhibe de estabilidad temporal, siendo almacenada  en casilleros mentales transitorios que son vaciados sistemáticamente al recibirse nueva información.

La educación siempre se apoyó en su capacidad de proveer conocimiento «sólido» (permanente). O sea, un conocimiento capaz de aportar certezas y de prevalecer. Y esto era válido cuando se pensaba el mundo como una maqueta rígida y cada cosa tenía que ser asegurada con fuerza a ella para no desaparecer. Con el tiempo, esta hipótesis se invalidó, al constatarse que para acceder a cualquier cambio era más fácil (y operativo) tener esas mismas cosas  prendidas  «con alfileres». Hoy estamos ante una diferente encrucijada. Nos preguntamos si será posible que pueda surgir seguridad de la volatilidad, o certezas de las incertezas. El inconveniente parece ser la precariedad del saber en estado volátil, porque este podría no sedimentar en su receptor. Se olvida fácilmente, con la misma rapidez con que se recepcionó.

Nos guste o no, la solidez es un aliado de la seguridad (porque uno puede  aferrarse a lo que ve, escucha, huele o toca), y esta es (según A. Maslow[9]) una necesidad básica. Por ende, a los efectos de educar, este podría ser un punto clave, entre otras cosas porque la construcción del autoconocimiento (otra de las necesidades básicas, según el mismo autor) surge de la confrontación con referentes concretos. En pocas palabras, a un referente «de cuerpo presente» se puede recurrir o se lo puede refutar, pero con un referente etéreo (o sea, ausente) no es posible confrontar. No obstante, hoy nadie parece añorar la presencialidad de referentes corpóreos, ni estima  necesario estar alertas a la solidez de los proveedores de información. A una página web se le tiene fe, sin necesidad de evidencias.

Al individuo en el carajo, las referencias le llegan por el aire, pasan volando, le revolotean acercándose más o menos audazmente y se alejan antes de que se las pueda rastrear. Solo es sólido el canasto en donde está metido. No obstante, el individuo dentro de él dice no estar perdido. Se alimenta del aleteo de las fake news, del viento cambiante de los likes, de los relampagueos enceguecedores de las apps.  Dice que las nubes que flotan encima de él son su referencia. Y en cierta forma, eso es real. Solo que cuando estas desaparecen no queda ningún rastro como testigo de su pasaje, porque no dejan nada en él. Son solo vapor. No queda ningún residuo sólido asible, ningún contenido que (des)archivar. Solo el excremento de las aves que pasaron volando, camufladas dentro de ellas.

Una nube nos rodea, nos envuelve igual que un fantasma al que no nos es posible aprisionar. Aparece y desaparece. En forma aleatoria o programada. Y así el individuo en el carajo podría llegar a pasar toda su vida dando manotazos a su alrededor. Un torrente de información pasa, relampaguea con gran estruendo y se disipa sin más. Y aunque muchos se estén ocupando de bucear denodadamente en sus fosas abismales buscando respuestas, la verdad es que no sabemos aún a ciencia cierta cómo utilizarlo para producir educación.

Se supone que educar es una acción que deja huellas imborrables, capaces de modificar sustancialmente en una persona su forma de ser. Sin embargo, convertirse en ser humano no es una manufactura; es una revelación. Y aunque para algunos dicha revelación pueda ser considerada un don a ser  otorgado por imposición divina, en el plano terrenal no es otra cosa que la obra de cada educador que, al igual que un «mago» humano, con sus hat tricks logra hacerla posible.

 

Over the rainbow

«Somewhere over the rainbow
Skies are blue
And the dreams that you dare to dream
Really do come true»[10]

Como corolario de las dos grandes guerras mundiales, quienes se habían preparado para un futuro prometedor cayeron en la cuenta de que habían sido timados: no era posible concretar algo para una realidad inexistente. El asunto es que, evidentemente, es imposible extrapolar el presente tratando de adivinar cuál podrá ser la conexión concreta del futuro con la actualidad. Tal vez por ese motivo, se comenzó a rechazar de plano aquella educación pronosticadora (cuando no, agorera), ya que no podía estarse seguros de que esta fuera a garantizar el logro de unas expectativas planteadas con tanta anterioridad. No obstante, en general se continúa insistiendo en una educación que prepara para el futuro.

Entender la realidad entraña cierto misticismo, cierta inseguridad. Si afirmáramos que la realidad es el presente, esto no sería real, ya que el presente es infinito y cambia continuamente. Y si dijésemos que la realidad es lo que pudo constatarse anteriormente, también sería falso ya que el pasado ya pasó y solo se lo puede rememorar. Enfocarnos en el futuro también parece aventurado, ya que este no existe aún; es solo una elucubración. Es decir, la realidad es un concepto provisorio.

Cada individuo vive una realidad actual y local, que lo sitúa en un punto en el cosmos. Ahora, cuando esta  parece no bastar, es decir, cuando las expectativas exceden a aquellas puestas en una realidad real, aparece la híper-realidad, la  realidad inventada, la realidad irreal. Mientras que la realidad sensorial es confiable (porque es palpable, ya que ocurre a escala humana), la híper-realidad (que es la falsificación de la percepción sensorial) no está estrictamente en ningún lugar. Su atractivo radica en ser capaz de exacerbar las sencillas funciones cerebrales (ver, oír, gustar y tocar) llevándolas a un extremismo inquietante: el encandilamiento, el aturdimiento, la gula y la horripilación (aunque, al igual que lo que sucede con cualquier simulación, podría ser posible escapar de ella).  Sin embargo, su encantamiento es tal, que se apropia del individuo y este se deja apropiar. Y no solo eso, sino que es capaz de mantenerlo preso en sus dominios para que únicamente absorba (consuma) su caprichosa «realidad». La híper-realidad no educa. Las sensaciones que provee, fugaces aunque intensas, se olvidan al instante, no dejando ningún residuo (positivo) en su receptor. Solo mantiene a este en un permanente shock.  

En el carajo, al individuo le es posible perder todo contacto con el mundo real (la palpable realidad), por lo que podría no distinguir a este de una alucinación. Es entendible entonces que, bajo estas condiciones pueda resistirse a salir de ahí. Encaramado en su trono cree estar divisando un panorama esplendente y sobrecogedor. Obnubilado por un espectáculo de maravillas, supone  que su barco se dirige a Shangri-La, en donde prodigiosamente se convertirá en súper-humano. Pero se equivoca. El barco no va hacia Shangri-La. Además, no es él quien dirige el barco. Y tampoco es su barco. Quienes dirigen el barco están en el puente de mando y son los dueños del itinerario. Shangri-La no existe. Solo está desplegada en su ilusión, en el carajo.

En tal contexto, no sabemos aún, si para ese individuo el mejor educador será quien instale un potente cable a tierra para mantenerlo conectado con la cubierta principal, o quien le obligue terminantemente a descender por la escalerilla.

 

Se necesita una aldea para criar a un dragón[11]

Aparentemente asistimos a una crisis mundial e histórica en la gestión de la educación. Y apurados por resolver ese asunto, volvemos nerviosamente a  preguntarnos hacia dónde esta debería apuntar. Por un lado nos interesa el proyecto de hombre común, relacionado con sus semejantes y adaptado pacíficamente (no necesariamente pasivamente) al mundo en que le ha tocado vivir. Y al mismo tiempo barajamos  la tentación de gestionar al súper-hombre, soberbio, habitante de un mundo trivial, que apuesta a su propia satisfacción por encima de todo.

¿Será acaso cometido de la educación hacer de cada individuo un ser egocéntrico, endiosado, despegado de todo lo que no es él? ¿Deberíamos apuntalar el crecimiento desmedido de seres obsesionados con su grandiosidad? ¿Acaso para una sociedad humana es ventajoso en algún sentido alimentar individuos que no estiman necesaria (ni conveniente) su proyección sobre el resto del mundo, es decir, aspirantes a «ser» sin necesidad de estar en relación con lo(s) demás? (Recordemos que una relación no es lo mismo que un contacto: se puede estar en contacto con otros sin  contraer con esos «otros» un compromiso de ida y vuelta). ¿O existen otras opciones?

El desamparo, el rechazo, el menosprecio, el desapego, así como sus contrarios, son hechos culturales. Por eso se aprenden. Son aprendidos  emocionalmente a través de la recepción del mensaje que se desprende de cada  acto de afecto positivo (actos de amor, comprensión y apoyo) o de afecto negativo (actos de desamor, negligencia, odio y desinterés) llevado a cabo por personas a nuestro alrededor. Quienes durante el trayecto de su vida hayan recibido un alto porcentaje de los primeros, probablemente alcancen la «nota máxima» en humanización; en cambio, aquellos otros des-energizados por efecto de una carencia absoluta de contención y de familiarización con  procederes positivos, es improbable (aunque no imposible) que accedan a esta.

Una aldea educadora es una usina que contiene al sujeto a ser educado, y en la cual «se lo cocina a fuego lento». (Antiguamente se le denominaba familia). Si la  contención ejercida por esta es fuerte y positiva, el individuo sujeto a ella podrá resultar un «dragón»[12]. (De lo contrario, el resultado será un individuo nefasto). Por supuesto, a este hay que enseñarle a leer, a escribir y a razonar, para lo cual están los sistemas educativos, los planes de estudio y los educadores profesionales. Pero la aldea se encarga del otro objetivo, un objetivo enaltecedor que, como su nombre lo indica, se ocupa de poner en alto su dignidad.

Para aquel que vive en la oscuridad, quien enciende la luz es un salvador. Si bien para el individuo en el carajo es posible el aislamiento (y así huir de la influencia de la adversidad), quienes pretendan ayudarlo a adquirir estatus humano necesitarán inducir una forma de acercarse a él. Porque las influencias educativas   (bien o mal intencionadas, amigables o despóticas) solo actúan «en vivo y en directo», ya sea apersonándose en dicho receptáculo, o desplegando sus actos (de amor, o despiadados) a ras de tierra o en la cubierta principal.

 

Mi vecino, mi posible asesino

La «ley del gallinero» es uno de los postulados más ilustrativos que se hayan enunciado jamás. Caricaturiza una escala de dominación en la que los «de arriba» tienen el camino libre para perjudicar a quienes están por debajo de su nivel. Si transfiriéramos el concepto al individuo parapetado en el carajo, estaría claro que nada podría impedirle arrojar sus desechos y deyecciones sobre quienes deambularan distraídos por debajo de él. Ahora bien, si no lo hace sería interesante averiguar en qué momento de su vida se filtró en él un mecanismo de abstención.

Se han planteado diversas hipótesis acerca de qué es el hombre por naturaleza. Se ha dicho que es un ser social, un ser político, que es bueno, malo, corruptible, que no es más que un ser que actúa en función del estímulo al que se lo somete, y muchas cosas más. Pero lo que se evita decir (a pesar de que la historia de la humanidad nos lo ha confirmado a lo largo de los años) es que es el ser más dañino, peligroso, sanguinario y perverso que haya existido jamás.

El hombre no necesita aprender la maldad; sus genes ancestrales la traen impresa. Sus actos a lo largo de la historia lo han sindicado reiteradamente (y sin tendencia a la baja) como el autor de las atrocidades más terroríficas hacia sus congéneres, a pesar de que sin pausa se lo haya venido intentado (infructuosamente) domar. Con criterios a veces acertados y otras veces no, los programas educacionales se han propuesto por siglos mantener bajo control su belicosidad, aunque no siempre lo han logrado. Es más: no solo se trata de que la maldad sea muy difícil de erradicar, sino de que esta siempre puede perfeccionarse.

Sistemáticamente hemos venido viendo, desde los mandamientos religiosos  hasta la represión militar y policial, fracasar todos ellos sin remedio en su esfuerzo por convencer a unos ciudadanos de no aplicar su maldad sobre los otros. Por eso, en cada momento histórico ha sido imperioso reforzar los cuidados para mantener reprimido su instinto destructor. No obstante, guerras, violaciones, estafas, abusos y un catálogo interminable de actos de maldad han signado la presencia en el planeta de, una tras otra, cada generación de nuevos hombres. Y siempre el corolario es el mismo: el comportamiento humano (más precisamente, el del varón) necesita ser enérgicamente controlado.

Curiosamente, otra de las acepciones de la palabra «carajo» es «pene». Y nunca más  oportuna esta observación, ya que «la educación al carajo» también puede ser interpretada como «la educación al pene», lo cual implicaría educar para modificar la tradicional valoración superior (maligna e injusta) que existe del varón con respecto a la mujer. Es decir, corregir el supuesto de que esta debe esforzarse por igualar al varón en cuestión de derechos, e implantar en su lugar  otro concepto: el de que ser mujer no es un derecho a ser adquirido, sino una condición humana que, al igual que la de ser varón, debe poder ser ejercida con total y absoluta plenitud. Pero esto no siempre se enseña. Al contrario, es costumbre honrar sin más la figura masculina con el aval de preceptos naturalizados que lo permiten, así como también es costumbre malinterpretar cualquier actitud de las mujeres porque existe un sinfín de malas interpretaciones disponibles, también naturalizadas, para usar. Cuando los adolescentes de nuestra historia creen que la madre de Ernesto, por su actividad, es alguien con quien su posición de «hombres» les da derecho a jugar, no son conscientes de que han sido perversamente educados. Y aún hoy persiste esa perversidad.

Educar en sentido positivo se logra con la autoría de acciones y circunstancias comunicadoras de positividad  (por más arduo, molesto, incómodo, demandante e incluso transgresor, que esto sea). Los discursos que proclaman la bondad intrínseca a todos los seres humanos son apenas sofismas que ocultan, sin resolver, el  verdadero  punto álgido de la cuestión: para convivir civilizadamente es necesario controlar las pasiones personales productoras de violencia. Y esto no es reprimiéndolas o eliminándolas, sino enseñando a conducirlas por caminos de no agresión. Y atención: a los adultos también es posible (re)educarlos.

 

Sentimiento, sensatez e insensatez

El concepto de moral fue en el pasado vilmente manoseado. Posiblemente porque en algún momento se entendió por «moral» algo que no lo es. Antaño, un acto era considerado inmoral cuando era reñido con la decencia (término cuya raíz etimológica decentis significa «convenir»), o sea, un acto opuesto a las convenciones instituidas acerca de lo que se consideraba en aquel entonces como aceptable (por ejemplo, el recato por oposición a la exhibición). Es decir, la calificación de un acto como «inmoral» (ya fuera leve, grave o gravísimo) era dictaminada según su grado de apartamiento respecto a acuerdos sociales, y no por su inhumanidad (sin graduación posible). E incluso hasta podía ser puesta en entredicho la moralidad de las víctimas. Algo similar ocurrió con el concepto de «lo natural» en su acepción cultural (o sea, no en aquella proveniente de su raíz etimológica naturālis, que hace referencia a lo concerniente a la naturaleza), al atribuirle sentido solo en función de la costumbre. Esto significa que el aprendizaje de lo inmoral y de lo innatural fue tradicionalmente asimilado a partir del apego a creencias arcaicas y no a partir  de la sensatez. Por eso, parecería prudente reformularlo inscribiendo dichos conceptos en un repertorio más realista, o bien dejarlos de utilizar.

No sabemos si aquellas viejas fábulas que intentaban hacernos reflexionar fueron sacadas de la agenda educativa por ser consideradas pasadas de moda, o simplemente fueron archivadas sin reflexionar. Y es una pena, porque tenían una loable intención educativa (así como su propio valor estilístico). Su contenido ameno exponía, con profundidad filosófica, situaciones corrientes de la vida de las personas (generalmente representadas por simpáticos animalitos), las cuales eran rematadas con una moraleja, un mensaje final que al estar expresado en estilo poético, era fácil de memorizar:

«Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.»[13]

Pero desafortunadamente, dicho mensaje caducó. Es que en la educación actual no parece ser una prioridad enseñar a comportarse siguiendo criterios de ética y de moral (tal vez por continuar considerando dichos conceptos como derivados de un capricho doctrinal, en lugar de aceptarlos como orientadores del proceder humano). Si bien los conceptos de «el bien» y «el mal» pudieran actualmente no coincidir con los que se manejaban antaño, no distinguirlos evidencia una  falta de interés en que se aprenda a elegir un accionar bienintencionado, frente a otro que no lo es. El despropósito de esto es que, según las nuevas costumbres, ya no sería una exigencia pensar antes de actuar, porque lo importante (para tener éxito) no sería precisamente pensar, sino actuar (para hacer cualquier cosa). Y esto estaría aceptando, sin réplica alguna, la educación «moderna».

Se insiste en que el hombre debe sensibilizarse respecto a sus semejantes. ¿Motivos? Tal vez conservar su presencia en el planeta, salvaguardar su  especie y evitar su propia destrucción. Pero en los tiempos que corren, ¿no sería más apropiado al revés, insensibilizarlo y dejar que sobreviva aquel más poderoso (aunque su entorno devenga una anti-sociedad, selvática y feroz)? ¿Por qué un individuo debe abstenerse de destruir aquello que obstruya su camino? ¿Está  mal balancear costo y beneficio de la propia acción? ¿Está bien que se intime a ser buena persona? Y lo que es más importante: ¿Dónde se aprende el sentido común para responder con criterio, en lugar de hacerlo con «caballitos de batalla» que se repiten porque sí? ¿Acaso ser responsable es ser anticuado? ¿Es más fashion  dirigir  la atención a empresas que lindan con lo utópico, como la limpieza de bosques, ríos, océanos y espacios urbanos, en lugar de machacar sobre la «limpieza» del accionar de cada persona, que es en definitiva lo que determinará que aquellas puedan llevarse a cabo? En este sentido, la educación no puede considerarse ni moderna ni antigua, sino atemporal. Cada educador puede, a su criterio, adelantar lecciones, pero nunca quemar  las páginas de la lección anterior. Puede adoptar técnicas inéditas y revolucionarias para enseñar, pero no debe hacerse a un costado.

Cuando la madre de Ernesto se cierra el batón, con ese gesto nos está transmitiendo un claro mensaje: Dejémonos de estupideces y vayamos a lo que de verdad importa. Lo que de verdad importa es Ernesto (la persona).

 

Pisando fuerte sobre terreno resbaladizo

En una sociedad dinamizada por la violencia, son muchos los peligros que amenazan a la población. Todos recordamos, por ejemplo el cuento infantil en el que el temible capitán Hook hace caminar a Wendy y sus hermanos sobre la tabla enjabonada[14] mientras el cocodrilo acecha con sus fauces abiertas para tragárselos. Y aunque esta sea una ficción, podría estar relacionada con la realidad, más de lo que se piensa.

La alegoría de la tabla enjabonada y la boca del cocodrilo es aplicable perfectamente a  nuestro tránsito por la web (que en lugar de confiable y amigable como creemos, puede ser aterrador). Sucede que, sin saberlo (o sabiéndolo mínimamente), a la vez que caminamos confiados por sus plataformas informáticas, el agujero negro algorítmico espera con sus fauces abiertas a que resbalemos, para «engullirnos». Acompañando sigilosamente nuestro andar despreocupado por sus llamativos andariveles, sus siempre atentas databases recaban y almacenan nuestros recorridos, tomando buena nota de nuestros gustos, deseos y frustraciones para después «cocinarlos»  en  un caldero numérico y posteriormente  devolvérnoslos en forma de opciones a elegir. Así, creemos elegir en libertad. A paso cuasi militar aprendemos hábitos (en general, malos) y nos  sorprendemos de tener «preferencias» que nunca habríamos sospechado tener. Nos volvemos incapaces de diferenciar lo bueno de lo malo porque vienen diluidos en el absolutismo de lo trendy. Lo conveniente y lo inconveniente se nos aparecen camuflados en lo «New!». De este modo, nuestra facultad de discernir se mutea, y nuestra voluntad, en lugar de ser entrenada por vías confiables, pasa a ser mandatada caprichosamente por cualquier red social.

La habituación al consumo también nos ha llevado a conmutar el deber (y el no deber) por una compulsión indiscriminada al desafío y la diversión, situándonos en una perpetua fiesta. Y creyendo así eludir el tedioso trabajo de crecer que nos imponía la cultura pasada, hemos accedido gustosos a ella, sin avizorar que dicha compulsión entrañaría una distinta obligatoriedad, sutil, invisible bajo los efectos narcóticos de la seductora persuasión, pero obligación al fin. ¿No se anima usted a pintarse el pelo de verde?  A que no es capaz de beber diez litros de cerveza sin parar. ¿No es capaz de drogarse? ¿Se cree usted suficientemente hombre (o  mujer)?

De acuerdo a eso, a simple vista parece lógico que se rechace la vigilancia explícita (declarada de interés educacional) ejercida por padres, maestros y policías, pero no parece tan lógico que al mismo tiempo no se rechace la ejercida (virtualmente) por los smartphones. Al contrario, esta se acepta de buen grado. Y aunque estemos advertidos, parecería no importar que estos dispositivos registren minuto a minuto nuestras vidas en tiempo real. Es más, que una oculta inteligencia superior  nos las almacene en nichos en los cuales no nos oponemos a entrar, y aceptemos complacidos su orden estricta de no pinchar la «burbuja» que nos mantiene cautivos. Por eso, parece lógico que el individuo en el carajo se sienta pleno, solamente por tener ese dispositivo en su poder.

Al igual que Peter Pan, el individuo actual, atraído por la tentación de la eterna adolescencia, prefiere jugar eternamente que pasar a la adultez. Y es cómodo aplazar la adultez y vivir sumidos en una dulce adolescencia, porque eso se logra dejándose  llevar, por pasividad y laxitud, en lugar de pasar trabajo. En un mundo abrumado, es decir, sumido en una bruma cultural espesa (aunque innecesaria),  no todos  vislumbran el trabajo de madurar como una necesidad. No sienten el apremio por aprender a pisar fuerte sobre un terreno que, aunque resbaladizo, después de cierto aprendizaje sea posible pararse sobre él con estabilidad.

Es un desafío para cualquier educador hacer comprender que los individuos resilientes no son «los chicos perdidos» de la historia; son individuos maduros que han trabajado para serlo.

 

El hombre nuestro de cada día

Hablar de convivencia es hablar de con-vivir, esto es vivir con otro(s). Una convivencia es exitosa cuando todos sus integrantes participan en una simbiosis que los hace crecer. Sin embargo, esta se torna violenta cuando comienza a ser regida por la prepotencia y la discrecionalidad. Pasa a ser insufrible cuando la ignorancia aplasta a la cultura, el sentido común es arrasado por la sinrazón y la honradez se rinde ante la criminalidad. Se vuelve insoportable cuando se pierde la libertad, esto es cuando no existe la posibilidad de elegir volver al principio. Entonces dejan de existir la confianza en los otros y el interés en luchar por hacer la vida propia y la ajena más feliz. Es el reinado de la incivilidad.

La dignidad humana es uno de los pilares de la paz. Pero a ser digno y dignificar a otras personas no se llega por una floración espontánea de nuestra genética: se aprende por medio de acciones enfocadas a tal fin. La dignidad surge cuando se abole la humillación. Esto es, cuando todos los seres humanos tienen igual valor. (Recordemos que la vergüenza es uno de los principales productores de violencia). Cuando un grupo humano se permite borronear los límites del respeto hacia sus integrantes y la tolerancia pasa a ser entendida como la práctica de soportar el irrespeto y la indignidad, la convivencia se convierte en una contra-vivencia, que consiste en vivir contra los demás.

No es fácil lograr que las personas naturalicen la necesidad de vivir respetuosa y dignamente (o sea, civilizadamente). No es sencillo contener las propias pasiones o contradecir los mandatos que intentan convencernos de que «comprar» es sinónimo de «felicidad», o que una celebridad y una sofisticada computadora son más que una persona común y corriente. Resulta difícil nadar a contracorriente de una dictadura del pensamiento instalada «a prepo» por la propagación (propaganda) de ideas de folletín. Nos quedamos sin argumentos cuando un arma de fuego pasa a imponer mayor «respeto» que una voluminosa carpeta de méritos.  No obstante, la educación debe perseverar.

Por supuesto, en el carajo no existe ese problema. El individuo aislado no tiene que ocuparse ni preocuparse por los demás. Tampoco le afecta no participar en el fluido generador de vida, o que existan personas con corteza o caparazón.

 

La madre naturaleza que nos parió

Sabemos bien que la reposición generacional de seres humanos no es evolutiva. Es decir, que el hombre no se perfecciona generación tras generación (así como tampoco sufre mutaciones genéticas apreciables). Año tras año desearíamos  contar con un hombre diferente, más evolucionado, definitivamente mejor que el del año anterior. Sin embargo, esto es solo un deseo, y no una realidad. Son las culturas las que sufren metamorfosis de entidad variada, pero no el hombre. En cada época, este nace con las mismas marcas biológicas, fisiológicas y psíquicas. Solo cambia su circunstancia[15], y con esta su forma de expresión y de acción. De ahí la triste persistencia de patologías que comprometen su dominio afectivo (como la ambición enfermiza, la envidia y los celos), las cuales no han sido nunca posibles de erradicar.

El hombre no evoluciona, aunque puede beneficiarse (o perjudicarse) con las actualizaciones que experimentan su cultura y su sociedad (como por ejemplo la abolición de la esclavitud, una guerra sorpresiva, una pandemia, o un nuevo ídolo pop). Ahora, si bien para cada caso podría corresponder un tipo particular de educación instrumental (concebida a partir de los insumos materiales  disponibles), para todos ellos es pertinente un mismo tipo de educación humana (coherente con la invariancia de la configuración individual).

Tal vez por eso, los avances científico-tecnológicos y el humano nunca han seguido un crecimiento directamente proporcional. O sea, a una mejor ciencia o tecnología no siempre acompaña un hombre mejor. Es más, en muchos casos se obtiene uno peor, que encuentra en dichos avances, instrumentos más potentes para afirmar sus ambiciones más deleznables. Además, cuando una innovación (como los [ro]bots) acude a suplantar el desempeño humano, es común que, antes que el esperado alivio en sus usuarios, produzca en ellos un sentimiento de plagio y de absurdidad (cuando no, un perjuicio irreparable en su  actividad productiva). No obstante, la indolencia mal aconseja permitirlo.

Como educadores nos preguntamos si realmente se deben autorizar tendencias  que promuevan la  postergación humana, aunque sean consideradas en pos de un (inauténtico) «bien mayor». Seguramente no. La autoría de educación no debería partir de artefactos, por más avanzados o de moda que estos sean, sino del hombre. La finalidad humana de la educación, en particular, no consiste (no debería consistir) en facilitar la vida a las personas, sino en fortalecer su capacidad de auto-gestionarla. Es decir, su mejor propósito debería ser evitar que cada individuo deba resignarse, tanto a ser el producto final de un «tránsito digestivo» a través de un sistema que lo moldee, esfínter a esfínter, como a ser conejillo de indias de pedagogías pretendidamente mesiánicas que en general son cambiadas por otras (más mesiánicas que ellas), antes de ser evaluadas en profundidad.

Sabemos que el sujeto de educación forma parte de un público cautivo, por lo que siempre existe la tentación de manipularlo con el fin de hacerlo objeto de adoctrinamiento (religioso, político o comercial). También sabemos que la posición de jerarquía docente puede ser utilizada para dominar la cognición de los educandos implantándole contenidos que nada aportan a su verdadera educación. Y que también puede subsistir el concepto arcaico que ve al  educador como un censor encubierto. Pero, aunque no sea posible garantizar que nada de esto suceda, parece más trascendente defender y mantener vigente el propósito humanizador de la educación. No se trata de que a cada individuo haya que decirle quién es (o forzarlo a ser quién no es), sino que este acceda al fascinante hilo conductor de su propia vida.

Educar es un trabajo conjunto, una sinergia entre algunos profesionales específicos y muchos otros individuos que no lo son. Mientras el educador profesional está obligado a  mantenerse al día estudiando y perfeccionándose sin pausa, el autor de educación humana es un amateur, y tal como la etimología lo indica (del latín amator, «el que ama»), es aquel ser humano que (intencionadamente, o no) con sus acciones despierta el sentimiento de humanidad en los demás.

 

Finale

Si se intenta educar al carajo, probablemente se fracasará. Porque no puede saberse si la intención es apreciada o ignorada por quien habita ese lugar. En consecuencia, para cualquier educador, dicha opción no solo significa un  trabajo frustrante, sino un esfuerzo inútil. Por eso, para finalizar este trabajo con la misma franqueza con la que lo comencé a escribir, me permito dejar un consejo:

Señor educador: No se puede educar al carajo.

Pero si su sujeto de educación está ahí, sáquelo.

Cachetéelo (en sentido figurado) hasta que recobre la lucidez,

 y después

edúquelo como Dios manda.

Se le estará infinitamente agradecido.

 
Nora Sisto
Noviembre, 2024

 

Notas:

[1] Del escritor y periodista argentino Abelardo Castillo (1935-2017)

[2] “El flautista de Hamelin”, leyenda basada en un hecho ocurrido en el siglo XIII en Alemania.

[3] Personaje principal de la saga fílmica «Mission Impossible».

[4] Michel Foucault, “El poder, una bestia magnífica”, Siglo Veintiuno Editores, 2012.

[5] «El Rey hospitalario», parábola del escritor y periodista uruguayo José Enrique Rodó, 1900.

[6] “La inteligencia emocional”, David Goleman, 1995.

[7] “Inteligencias múltiples”, Howard Gardner, 1993.

[8] Ya en su libro “Estructuras de la mente” publicado en 1983, Gardner destacaba que la inteligencia no debería ser considerada como una facultad unitaria, sino dividida en distintas habilidades mentales, cuyo desarrollo correspondería incluso a diferentes áreas del cerebro. Estas serían: verbal, matemática, espacial, musical, corporal, social y autoconocimiento. Estas últimas cuatro, generaron en su momento cierta controversia por considerarse que excedían a lo que tradicionalmente era considerado como «inteligencia».

[9] Según su famosa Pirámide, enunciada en 1943.

[10] Conocida canción de la película “El mago de Oz”, EEUU, 1939, interpretada por la actriz y cantante Judy Garland.

[11] Según un antiguo proverbio africano.  

[12] Según la mitología, un ser supremo, dueño del poder terrenal, espiritual, el conocimiento y la fuerza.

[13] De la «Fábula de las moscas y la miel», del poeta español Félix María Samaniego (1745-1801)

[14]Del cuento “Peter Pan y Wendy” del escritor escocés James Matthew Barrie, 1904.

[15] Al decir de José Ortega Y Gasset.