La «mala» mujer.

La mentalidad «corchosa» que no puede evitar clasificar y condenar a la mujer.

 

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Hace unos años publiqué la siguiente fábula para describir una situación que retrata a algunos varones de nuestra sociedad:

«Fábula del hombre y la “atorranta”.

Era un hombre, y se creía un Hombre. Por eso cuando conoció a la “atorranta” la quiso para él. Y la “atorranta” lo aceptó, esperanzada. Pero pronto todo cambió. Comenzó cuando la “atorranta” quiso tener vida propia. La “atorranta” quería salir a trabajar, vestirse a la moda, ser atractiva. Los amigos del hombre trataban de robársela. También les divertía hacer que, por esa “atorranta” el hombre dudara de su propia masculinidad. Murmuraban quién sería en realidad el padre de los hijos de esa  “atorranta”. La propia madre del hombre rechazaba a aquella “atorranta”, porque su hijo se merecía a alguien mejor. Por eso el hombre la engañaba, porque a una “atorranta” no hay por qué serle fiel. El hombre sabía que ella sufría, pero se lo merecía por ser una “atorranta”. Y un buen día la “atorranta” se cansó. Por eso dejó al hombre. Pero una “atorranta” no podía hacer lo que se le cantara. Un verdadero hombre nunca lo debería permitir. La “atorranta” debía pedir perdón o desaparecer para siempre, porque no era nada más que eso: una “atorranta”. Sin embargo, la “atorranta” era una persona con derechos, que no tenía por qué pedir perdón ni permiso para ser una mujer. Pero el hombre no podía permitirle a una simple “atorranta” salirse con la suya. Por eso la mató. Pero claro, él no era un verdadero Hombre.»                               

 (Nora Sisto / Enero 2020).

                                                                                                                                                       

En el lenguaje popular rioplatense, el término «atorrante» se usa para indicar que cierta  persona es vaga u holgazana, pero el término «atorranta» designa vulgarmente a aquella mujer que, además de poseer las «bondades» anteriores, es sindicada como falta de moral, de vida licenciosa, proclive al adulterio, o en pocas palabras, «infectada» de «patologías» asociadas al orden social. Esta ominosa denominación no sería tan funesta para su destinataria si no hubiera sido naturalizada como un indicador prejuicioso que legitimaría de por sí (y sin mediar otras consideraciones) aquellas «acciones reparadoras» que sobre esta se quisieran realizar.

Para comenzar la fábula, he elegido señalar el concepto de Hombre (con mayúscula) porque, según la creencia popular, un verdadero hombre (o sea, un «Hombre») sería aquel que «puede» y «sabe cómo» disponer de una mujer. Es decir, un hombre hecho y derecho sería aquel que «tiene con qué» (aludiendo al tamaño de su paquete genital), por oposición a aquel otro que, por no tener con qué, podría ser considerado «poco hombre». Es decir, el poder mayor que podría ostentar un varón sería el de disciplinar a su mujer.

Sucede frecuentemente que cuando un varón se enamora de una mujer lo hace sin reparar si es, o no, «una buena mujer» (acorde a los cánones sociales vigentes). Por ese motivo, al confrontar dicho amor con el resto del mundo, es posible que surjan divergencias. Recordemos que hasta mediados del siglo XX se cultivó, como «correcto» concepto de mujer, el de la mujer «modosita», sumisa y, sobre todo, invisible, incapaz de llamar la atención de otros  hombres,  ya que eso podría poner en entredicho el prestigio de aquella figura masculina (su padre, su hermano, su pareja, o incluso su jefe) con la que se la pudiera directamente asociar. En otras palabras, primó durante mucho tiempo la ideología de que la «mujer perfecta» era aquella que estaba al servicio de la imagen del varón. (Aun hoy, en algunos círculos se utilizan «mujeres perfectas» como aderezo de algunas presencias masculinas).

Tener vida propia ha constituido tradicionalmente un trabajo arduo (y a veces una misión imposible) para una mujer. Hasta el siglo pasado primó la idea de que ser mujer era un rol a ser representado acorde a reglas y normas culturales preestablecidas, y aunque actualmente en muchos lugares parecería estar arribándose (¡finalmente!) a un consenso por el cual dicho concepto se entendería no como una vana caricatura sino como una condición humana a ser ejercida con total y absoluta plenitud, aún perduran representantes de aquellas generaciones formadas bajo dicho pensamiento, los cuales continúan replicándolo de manera residual sobre las nuevas generaciones.

Si bien durante mucho tiempo se sugirió que aspirar a tener «vida propia» era para una mujer poco menos que un acto inmoral (entendiendo que su vida debía estar sujeta a  quienes tuvieran la potestad de autorizársela, o sea, los hombres), lo cierto es que un individuo (ya sea mujer u hombre) no debe pedir autorización para tener «vida propia» ni pedir permiso para ser quién es. Menos aún, rogar a alguien para que le perdone su vida, y si esto ocurre actualmente en nuestras sociedades, significa que educativamente nos queda mucho camino por recorrer.

Por eso no es raro que madres como la citada en la fábula intenten influir en las decisiones de sus hijos varones casaderos, persuadiéndolos de no atarse a «la primera mujer que encuentran» (aunque esa sea la que ellos deseen o con la cual mejor funcionan), sino de buscar a alguien mejor. De esta forma, la mente de dichos varones queda asociada a esa búsqueda (consciente o inconsciente) de ese «alguien mejor», solo que esa búsqueda no siempre va acompañada de la lucidez necesaria para discernir si ese «alguien» al que se le compele encontrar sería mejor para él, o mejor para el entorno social cuyo ojo avizor lo vigila exhaustivamente.

A veces se escucha la frase «era mucha mujer para él», haciendo alusión a que el hombre no daba la talla para su pareja femenina, así como otras veces se dice «al fin la dejó», o «era de esperarse, porque esa mujer no era para él», indicando que se cumplió  el vaticinio pronosticado. Ahora, este tipo de habladurías no son solo vanas locuciones o inofensivos testimonios de la arraigada creencia de que es útil y necesario opinar sobre la vida de los demás. La peligrosidad de este tipo de sentencias es que dan contexto delictivo a situaciones de convivencia que podrían de otra manera desarrollarse sin presión, y se  tornan particularmente peligrosas cuando involucran conceptos (tan sobrevalorados culturalmente) como los de masculinidad y virilidad.    

La competición entre ejemplares machos es tradición histórica. Machos compitiendo con otros machos para demostrar al mundo quién es el que tiene el poder de comandarlo, ha sido y sigue siendo un reflejo atávico, y posiblemente (genéticamente) eso nunca vaya a cambiar. Posiblemente por ese motivo, el hecho de quitarle la mujer a otro hombre es vivido por el perpetrador como un logro triunfalista que lo situaría en un escalón más alto de un podio imaginario, por sobre el «perdedor», confirmando (ilusoriamente) de esa manera dos proposiciones maliciosas: por un lado, que el  hombre desposeído no era lo suficientemente hombre como para retenerla, y por otro, que dicha mujer era manejable, por ser una mujer. Todo esto, analizado racionalmente no parece ser otra cosa que una patética demostración de virilidad cultural (y no de virilidad real), además  de una demostración de bajeza ética, no solo hacia el hombre deprivado sino hacia la mujer, la cual se conceptúa para el caso como un objeto apropiable.

La duda sobre la paternidad es un punto capaz de descalificar sine qua non la honestidad de una mujer. Si bien, antaño fue fuente de desconfianza (y por lo tanto de duelos, desheredamiento y otras formas de retribución), por suerte hoy en día las dudas (razonables o irrazonables) pueden ser despejadas sencillamente mediante un test de ADN.  No obstante, la mera introducción de la duda es utilizada como una estrategia maliciosa de manipulación, capaz de conducir al hombre presumiblemente plagiado, a tomar «soluciones» de extrema (o irreparable) gravedad.

Como síntesis de todo este menjunje de desvaríos surge, por desgracia, la violencia  hacia la mujer. Pero surge como un remedio casero e improvisado frente a una situación social inmanejable, contradictoria con la que se ha forzado a admitir como «normal», ignorando  que  dicha normalidad ha sido construida  en base a «verdades» falsas. La eliminación del objeto que es la causa de su  impotencia (o sea, la mujer) es para el varón agresor algo así como una purga de su espíritu machista, espíritu también construido artificialmente por el mundo, para él.

La vieja idea de que el último recurso para solucionar un conflicto es acabar (literalmente) con la persona que lo suscitó, es negar la existencia de acuerdos posibles por medio de la socialización. En particular, dar muerte a una mujer como recurso in extremis para arribar a la paz mental del agresor es el síntoma tardío de una enfermedad cultural terminal, una enfermedad que le ha sido contagiada a este por una cultura desatinada que no ha sabido (o no ha querido) poner a las mujeres, solo por ser mujeres (del «pedigrí», la «calaña», la «estirpe» o la «casta» que sean) en su justo (y merecido) lugar de respeto.

Por supuesto, la fobia hacia la mujer (al ser considerada como la causante de todos los males de universo) no es el único camino que conduce a la violencia de género, ya que existen patologías psíquicas y adicciones problemáticas que también abonan el terreno a tal fin. Sin embargo, dicha fobia es el único factor de riesgo que puede ser eliminado educativamente, principalmente mediante una reeducación de la mente varonil (aunque no exclusivamente), cortando la cadena de replicación de conceptos equivocados, e implantando en su lugar una saludable cabalidad. 

Que una mujer y un hombre funcionen exitosamente como pareja no debería surgir de condicionamientos y aprobaciones externos a ellos, sino de su propia afinidad y negociación. Del mismo modo, la disolución de su relación debería ser un proceso natural (por ser un evento probabilísticamente factible), en lugar de ser catalogado como   «ruptura» (término que denota  menoscabo doloso), convirtiéndose de ese modo en fuente de traumas, remordimientos y venganza mortal.

Me parece extremadamente importante reflexionar sobre este tipo de consideraciones, porque solo despojando a nuestra cultura de sus raíces retorcidas o podridas es posible lograr que el crecimiento de los individuos alimentados por esta sea verdaderamente saludable para cada uno de ellos y por ende para toda la sociedad. 

Nora Sisto
Enero, 2024