La presencia maligna

El acoso y su método aniquilador.

La soberanía personal es uno de los valores que más apreciamos. Porque vivir sin condicionamientos y sin presiones equivale a posibilidades ilimitadas de desarrollo personal. Por eso, cuando una presencia perturbadora coarta esas posibilidades, nuestra vida se convierte en una cárcel con poco espacio en donde  movernos y sin una puerta por la cual poder  escapar.

El acoso es una forma de violencia implícita. Se trata de un agente agresor (el acosador) cuya sola presencia ejerce amenaza sobre su objetivo (target o  víctima), produciendo en este reacciones de respuesta violenta o de impotencia y sumisión. Esta forma de agresión no es una agresión directa, es decir, no se trata de la aplicación de un daño concreto, sino que el daño es en sí la amenaza de producirlo. Su efecto más maligno es el ligamen que se produce entre la víctima y el agresor, una situación de dependencia (ante la posibilidad latente de que ocurra la agresión temida) por la cual la víctima deja de ser libre de circular en el espacio público o privado y deja de ser autónoma para conducir su propio accionar, el que queda como consecuencia supeditado al margen de maniobra permitido por la amenaza de acción del acosador. De esta forma, el acosador es quien domina la escena y su víctima es el dominado por él.

Existen diversos tipos de acoso a los cuales podemos estar sometidos consciente o inconscientemente, algunos de los cuales nos hacen infelices por costumbre y otros que nos toman desprevenidos, ante los cuales generalmente no podemos (o no sabemos cómo) reaccionar. En todos los casos, es importante aprender que sentirnos perseguidos por cualquier tipo de acoso es evitable y que, con menor o mayor esfuerzo personal y con ayuda externa es posible deshacernos de él.

El acoso callejero fue una costumbre machista instituida desde hace muchos años, que afortunadamente (gracias a una acción educadora institucional) se fue abandonando paulatinamente. Poco a poco se fue entendiendo que el requiebro, el piropo, el comentario picaresco, usos considerados tradicionalmente como halagos para una mujer, no eran sino demostraciones (muchas veces vergonzantes) de un ilusorio poder masculino aplicado sobre alguien que no tenía más remedio que escucharlos (a menos que se tapara ostentosamente los oídos) o soportarlo (a menos que se retirara del lugar), pero siempre dando a entender públicamente la amenaza de un posible vis a vis requerido de manera unilateral.

Desde fanfarronadas masculinas como las voces de los camioneros, los silbidos de conductores libidinosos o los «efectos especiales» logrados por un virtuosismo practicado con el sonido de los frenos de aire, hasta el manoseo por parte de desconocidos, acostumbraron a situar a la mujer como un blanco predeterminado y natural sobre el cual manifestar su machismo. De esta forma, el espacio público se convirtió en un verdadero coto de caza para las mujeres, donde el acecho podía surgir a la vuelta de cualquier esquina, por lo cual, para salir a la calle era necesario solicitar la compañía de un hombre o armarse de coraje para transitar por ella. Afortunadamente, gracias a intensivas campañas de concientización acerca del respeto universal hacia la mujer, esta práctica ha disminuido sustancialmente.

Durante muchísimo tiempo se dio por sobreentendido que al contraer matrimonio la mujer se convertía ipso facto en esclava sexual de su marido. De ahí que, ante la inminencia del  requerimiento de este (es decir, cuando él tuviera ganas, cuando él estuviera de humor, cuando a él se le ocurriera) la mujer estaba obligada a consentir. Así fue que, para muchas mujeres la convivencia sexual con sus maridos tuvo la forma de un amargo acoso  conyugal, tanto por verse obligadas a tolerar sus avances (sin desearlo o temiendo embarazarse), como a sostener dignamente una negación rotunda sin ser tildadas (infundadamente) de «frígidas» o «poco mujeres», o tener que recurrir al infantil y consabido «dolor de cabeza», cuando no, a verse apremiadas a inventar otras excusas, con el fin de zafar.

Afortunadamente, con el paso de los años se llegó a la conclusión de que esa exigencia sexual marital no surgía del texto del contrato matrimonial (firmado por ambos contrayentes y por testigos), por lo que cada esposa era libre de responder positiva o negativamente a la misma. Y lamentablemente, ante el magro discernimiento masculino al respecto, fue necesario configurar como delito de violencia de género el acto de violación conyugal.

El acoso sexual es tremendamente acuciante, porque involucra miedo intenso a la pérdida de la integridad personal (debido a que la sexualidad humana es considerada de dominio íntimo, y solo compartible con otro por propia voluntad). Desafortunadamente, tanto hombres y mujeres como niños, niñas y adolescentes pueden (solo por tener un cuerpo sexualmente distintivo) ser víctimas de delitos sexuales, resultando muchas veces el acoso como un pre-aviso a la comisión de los mismos. Lamentablemente, la denuncia de amenaza sexual es frecuentemente desestimada por quienes la reciben, por considerarla exagerada, fuera de lugar o por catalogar la acción denunciada como un «error de interpretación» por parte del denunciante. Juega en estos casos un papel preponderante la creencia (por parte de los  hombres, que son generalmente quienes reciben dichas denuncias) de que las mujeres deberían ser receptivas (y no reacias) al avance masculino, ya que esto las enaltecería en lugar de perjudicarlas.

La vida laboral no ha sido tampoco fácil para muchas mujeres. Basándose en su «esencia femenina» (la cual supuestamente habilitaría naturalmente a la mujer como alguien manejable y servil), algunos jefes  han dado por válidos varios supuestos que componen una axiomática perversa particular. Por ejemplo, que las empleadas mujeres son las indicadas (aunque se trate de ejecutivas de alto rango) para atender a los empleados hombres (por ejemplo, servirles el café), que sus subalternas están obligadas a soportar sus toqueteos y «caricias» indeseadas, e incluso que deberían  recibir de buen grado el que a alguna de ellas se le ofrezca una «atención especial». Y como si fuera poco, que todas deberían entender que su estabilidad laboral o su ascenso dependen de su aceptación o su rechazo a tales prácticas insultantes.

Gracias a una toma de conciencia institucional respecto a la situación laboral de las mujeres, en ese ámbito también se comenzó a legislar y a proporcionar  herramientas legales para denunciar (y penar) situaciones de acoso en los lugares de trabajo.

De las situaciones amenazadoras, el acoso financiero posiblemente sea el mayor productor de estrés. Psicológicamente hablando, las deudas, las cuentas impagas, los plazos de ejecución  y las llamadas de los acreedores constituyen sin lugar a dudas el acoso mayúsculo al que (tanto hombres como mujeres) sucumben, víctimas de depresión, angustia limitante, impotencia e incluso propensión a la autoeliminación. Por desgracia, ante este tipo de acoso no existen protocolos legales (excepto las leyes anti-usura) que puedan mitigar el dolor; solo una educación financiera (que enseñe a cada individuo a administrar sus activos y a no gastar más de lo que gana), conjuntamente con una buena conducción económica nacional (que provea de empleos bien remunerados y que defienda el nivel de los ingresos de sus ciudadanos) pueden prevenir estos casos desdichados.

Capítulo aparte corresponde al acoso escolar. Debido posiblemente a factores multicausales, el bullying en las instituciones educativas se ha convertido actualmente  en un fenómeno mundial. Tanto el acoso presencial como el que se expide por las redes sociales se ha vuelto una práctica que, por lo novedoso y sobre todo por lo impune genera estragos a nivel personal. Aunque es un fenómeno aplicable a cualquier persona, la importancia vital de este flagelo es que afecta mayoritariamente a niños. Es por eso que, además de una vigilancia extrema por parte de los adultos responsables,  se hace necesaria una pronta y efectiva legislación penal.

Confundido muchas veces como «intención de educar», el acoso parental puede tornarse también una presencia maligna. Teniendo en cuenta que además de una secuencia educativa eficiente, el desarrollo personal requiere tiempo y espacio libres de toda coacción, una presencia insistente puede evitar que ese proceso logre llevarse a cabo. Muchas veces la omnipresencia parental (no en lo que se refiere al apoyo y el control de los menores, sino a su exagerada aparición en todas y cada una de las instancias de vida de estos) menoscaba la autoestima de quienes, de ese modo entienden que no serán capaces de aprender a valerse por ellos mismos.

La dolencia que produce el acoso es una enfermedad emocional (aunque no exenta de ramificaciones somáticas), la cual no es posible curar con la aplicación de una prescripción médica, sino que es solo solucionable con su radical eliminación, ya que  no solo produce daño temporal sino también un daño residual que puede llegar a incapacitar en una persona grandes espacios de su crecimiento.

A pesar de que los seres humanos pertenecemos a un orden animal (en el que unos animales pueden atacar o someter a otros), es lamentable que en una sociedad civilizada el poder que posee cada individuo sea usado (por diversión, beneficio propio o pura desinteligencia) para perjudicar a los demás. A pesar de que la promulgación de leyes y decretos aminore grandemente esta mala praxis, su erradicación solo se logra con la toma de conciencia de cada uno de nosotros.

 

Nora Sisto

Diciembre, 2023