La Rosa Espinosa

El histórico y artificial desdoblamiento de la figura de la mujer.

Imagen de Odoo y bloque de texto

      Según la conocida fábula, Dios creó al varón y después derivó una parte de éste a la creación de alguien diferente (es decir, una mujer), aunque habría sido más justo añadir a ese relato que, paralelamente a aquella creación magnánima, una Diosa de su mismo rango hubiera creado a la mujer a su imagen y semejanza. Tal vez, de ese modo el pensamiento histórico acerca de las mujeres hubiera sido de otro tenor, ya que no habría existido ese residuo malvado enquistado en el pensamiento a lo largo de la Historia, que enseño a muchas generaciones que la mujer era un producto derivado del varón (o sea, una segundona).

      A la mujer no solo se la ha considerado desde siempre como un individuo de dudosa procedencia, sino, lo que es peor, de dudoso proceder. Por eso, durante mucho tiempo la Humanidad “aprendió” (porque así le fue enseñado) a catalogar a la mujer no solo como un ser impostor, sino como un ente traicionero del cual era prudente cuidarse. Y aunque en la actualidad, como individuos modernos pretendamos haber abandonado por completo tales prevenciones, lo cierto es que éstas parecerían sin embargo continuar existiendo en lo recóndito de nuestras mentes, condicionando las decisiones que tomamos cuando éstas involucran a una mujer. Pero a las mujeres no solo se las ha (des)considerado de esa forma. A esos seres advenedizos, con el paso del tiempo les fueron además asignados “poderes” de estilo sobrenatural, de los cuales cada uno debía salvaguardarse (y si no se podía, siempre estaba la solución de quemarlas en la hoguera). En pocas palabras, desde siempre se dio por sentado que toda mujer era una trampa, por lo que acercarse a ella solo podía ser justificable por estricta necesidad.

      No parece haber sido por casualidad, entonces, que la rosa (y en particular la rosa roja) se haya convertido en el símbolo (de la belleza, la lujuria y la maldad) de la mujer. La metáfora dual de la hermosa flor que, por un lado seduce al desprevenido caminante con su aletargador perfume y su esplendente corola de pétalos aterciopelados mientras que por otro le clava sus espinas por haber tenido la osadía de tomarla para sí, ha sido por mucho tiempo el tema recurrente de poemas, novelas y canciones. No sería de extrañar, entonces, que como corolario se hubiera constituido en el desencadenante del miedo de algunos individuos que optan por mantenerse alejados de las “artes ocultas” femeninas por miedo a ser encerrados por éstas en un calabozo espinoso del cual podría costarles sangre salir. Quiérase o no, ésta ha sido, en el pensamiento popular durante siglos, la metáfora de la mujer (aunque no solo esa, porque ésta también ha tenido el desagradable honor de ser comparada con bichos funestos como la mantis religiosa o la viuda negra).

      Desde las más bonitas a las menos agraciadas, las mujeres son seres bellos. Para cada tipo de mujer existe alguien que desee tenerla cerca, aunque para eso no hay necesidad de sufrir. Acercarse a una mujer no es sinónimo de ir a la guerra o rendirse ante su dominación; por el contrario, significa ganar la batalla a la injusticia y la discriminación. Por mucho tiempo se supuso insólitamente que estar demasiado cerca de mujeres podía producir en los hombres un efecto de mimesis (es decir, que los “hombrecitos” podían confundirse con “mujercitas” e incluso transformarse en éstas). Pero la condición de “mujer” no es contagiosa; no es un virus con el cual los hombres se puedan infectar. Alternar con mujeres (en la familia, en la institución educativa o en el lugar de trabajo) no deteriora la hombría de un hombre ni disminuye su virilidad. Solamente produce una rica, multifacética y productiva comunicación heterogénea.

      Las púas mortíferas de la rosa sólo existen en el imaginario de la fábula. Los criterios, las acciones, las preferencias, las intenciones y los sueños de las mujeres pueden diferir de aquellos del varón, pero no por eso significa que representen  una amenaza. Las mujeres pueden ser atrevidas, aventureras e incluso temerarias, pero estas actitudes son asexuadas, por lo cual, al igual que sucede con similares actitudes del varón, pueden conducir tanto a la ruina como a metas extraordinarias. Por eso, cuanto más fluida sea la comunicación productiva, el intercambio y el complemento de ideas y puntos de vista entre mujeres y hombres, posiblemente mejores serán los resultados obtenibles en cada gestión.

      Afortunadamente, algunos dominios culturales que eran tradicionalmente exclusivos para un solo bando de la población (como el fútbol, la política, el ministerio religioso o el “Club de Tobi”) han comenzado a ceder en su exclusión hacia el otro bando, pasando a constituirse en dominios inclusivos, colaborativos, co-participativos y co-gestionados. Sin embargo, debemos tener en cuenta el hecho de que la trayectoria social y productiva de la mujer es menos extensa que la del varón (debido a una retracción artificialmente impuesta a su actividad durante muchísimos años), por lo que llegar a equiparar sus respectivos currículums y lograr su aceptación indistinta y sin reparos en cualquier ámbito productivo de la sociedad, podría llevar un tiempo largo (y estar sujeto a más de un resbalón). Sin embargo, la meta es que, en la “bolsa” mundial de valores, ambos potenciales lleguen a cotizar en forma paritaria.

      No se necesita ser revolucionario para revolucionar. Únicamente se necesita llevar a cabo un trabajo coherente, enérgico y sin pausa para que las costumbres y las creencias muten sin presión, solo por el convencimiento general en la necesidad de que cambien. Aún al día de hoy, en sociedades que se consideran avanzadas con respecto al resto del mundo,  subsisten la desigualdad, la injusticia y el maltrato hacia las mujeres, ya sea mediante acciones perpetradas en oscuros rincones, fuera de la vista de testigos, o a plena luz del día con la complicidad de quienes no permiten que el género femenino alcance su merecida dignidad. Y aunque algunas de éstas acciones son denunciadas con valentía, el resto son sufridas en silencio por sus víctimas como si se tratara de un sino fatídico del cual no fuera lícito escapar. Hombres y mujeres somos seres comunes y corrientes; si la Cultura en alguno de sus retorcidos vericuetos cometió un error imperdonable al endiosar a unos y subordinar a ellos los demás, está en nosotros (actuales encargados de gestionarla) el trabajo de enderezar sus caminos haciéndolos más claros y sin matas espinosas que puedan volver a lastimarnos.

 

Nora Sisto

Abril, 2023